El gobierno Uribe-Duque ha tomado la decisión, a partir del lunes 27 de abril, de reanudar la actividad manufacturera y de construcción en todo el país. Aunque pretendió atenuarse con el anuncio de la prórroga de la cuarentena hasta el 11 de mayo, la decisión se toma en contravía de las advertencias de la OMS (Organización Mundial de la Salud). El gobierno en pro de la economía de los super-ricos y contra la vida y la salud del pueblo colombiano.
El
gobierno Uribe-Duque ha tomado la decisión, a partir del lunes 27 de abril, de
reanudar la actividad manufacturera y de construcción en todo el país. Aunque pretendió
atenuarse con el anuncio de la prórroga de la cuarentena hasta el 11 de mayo, la
decisión se toma en contravía de las advertencias de la OMS (Organización
Mundial de la Salud), y del criterio de destacados epidemiólogos que han
señalado cómo la apreciación oficial de que se consiguió “aplanar la curva” del
contagio del Covid-19 no corresponde a los hechos. La determinación del
gobierno ha recibido las serias objeciones planteadas por la alcaldesa de
Bogotá, Claudia López, quien señaló que el pico de la pandemia se alcanzará en
mayo y por tanto resulta prematuro y temerario anticipar una reanudación
simultánea de las dos actividades económicas. Y la opinión contraria a dicha
medida del senador Gustavo Petro, quien lanzó la más temprana alerta sobre la
necesidad de un confinamiento de la población lo más estricto posible, al
tiempo que denunciaba la abierta preferencia del modelo neoliberal por
preservar el tipo de economía que ha impuesto por encima de la preservación de
la vida.
Incluso
basándose en las propias informaciones del gobierno –cuya poca credibilidad
pública ya fue cuestionada por el Procurador–, se puede constatar que la curva
del contagio en lugar de aplanarse sigue subiendo. Si son los contactos
sociales sin restricciones y las aglomeraciones de gente los que aceleran el
contagio, como han advertido los epidemiólogos, autorizar la circulación y la
concentración de decenas de miles de trabajadores de la construcción y de la
industria en las ciudades puede imprimirle velocidad exponencial a la expansión
de dicho contagio, que es precisamente lo que se ha tratado de evitar con el
confinamiento. Con la reactivación de las dos ramas de la producción el país
podría ser empujado a traspasar el último umbral del temible colapso
hospitalario. A tan riesgosa situación expone al país la decisión del gobierno,
bajo el deliberado sofisma del aplanamiento de la curva de contagio. Se trata
de un desmonte planeado y por fases de la principal medida para contrarrestar
la expansión del contagio, el confinamiento. Un verdadero retroceso que atenta
contra la vida y la salud de los colombianos.
¿Por
qué el empecinamiento del gobierno nacional en reanudar la actividad económica?
No se trata de simple incompetencia, error de buena fe o mera torpeza
circunstancial. Es la política económico-social ya de vieja data al mando del
Estado, consagrada en numerosos artículos clave de la Constitución del 91 que debilitó
de modo sustancial el papel del Estado en ese terreno, le dio aliento sin
precedentes a las privatizaciones, y le otorgó la primacía a la llamada
economía de mercado, fórmula bajo la cual actúa de lleno el modelo del
capitalismo salvaje, el neoliberalismo. En estas tres fatídicas décadas de su
reinado, este régimen convirtió todas las principales actividades económicas y
sociales en coto de caza del capital financiero; la salud pública ha sido una
de las que más ha sufrido desafueros y abominaciones.
Pero
la crisis ocasionada en Colombia bajo el shock planetario combinado de la
pandemia y la recesión mundial, ha revelado en toda su dimensión la naturaleza
antisocial del modelo. De modo tajante y brutal, hoy hace valer su interés sin
contemplaciones ni escrúpulos. Ni la más grave calamidad nacional y mundial le induce
a cambiar las reglas de juego que ha impuesto sobre el manejo de las finanzas
estatales y de la economía en su conjunto. Su cometido central es continuar
repletando las arcas de la aristocracia del capital, surtidas por las altas tasas
de interés –el agio consentido oficialmente–, los dividendos espectaculares,
los réditos de las grandes apuestas en Bolsa, las enormes tajadas de los
negocios privados de la salud y la seguridad social, de las aseguradoras, de
los pulpos de la gran propiedad inmobiliaria y de la construcción, y por
supuesto, las deslumbrantes –comisiones de éxito– y las jugosas -mordidas- de
los contratos de megaobras estatales.
Así,
el confinamiento, el contagio que se expande, las muertes diarias en ascenso,
la angustia social generalizada, los médicos y el personal de salud que se
contagia y muere, las masacres infligidas a la población carcelaria y su
abandono criminal por el Estado, y los gases lacrimógenos y descargas
mortíferas del Esmad contra las protestas sociales por comida, trabajo y salud,
ya fueron convertidos en otra gran ocasión para que fluyeran a chorro pleno los
recursos públicos hacia la minoría superbillonaria. Entretanto, los tormentos
del hambre, los despidos, el desempleo y la falta de ingresos, el recorte de
los salarios, los despiadados lanzamientos de las viviendas por el no pago de
arriendos, es decir, el –aislamiento social obligatorio– en un Estado
neoliberal que se descarga con todos sus horrores sobre la gente sencilla.
Ha
quedado muy claro durante estas duras semanas que el grueso volumen de los
recursos del Estado no cambiará, mientras dependa del gobierno, ni su
orientación ni su destino: hacia los grandes bancos, las EPS privadas, los
fondos privados de pensiones, las grandes empresas agroindustriales e
importadoras de alimentos. Tal el resultado del diluvio de decretos expedidos
bajo la emergencia, pero las pruebas de diagnóstico no arrancan en serio, el
bajísimo nivel nacional de existencias de UCI es aterrador, los respiradores
siguen siendo una ilusión en el horizonte lejano, los médicos y el personal de
salud continúan sin equipos bioseguros, y los hospitales públicos languidecen
porque ni los presupuestos oficiales se cumplen ni los negociantes privados de
la salud pagan sus atrasadas deudas. La tediosa cháchara cotidiana televisada
del presidente Duque y su corte de anodinos subalternos, como los mezquinos paliativos
decretados, ruidosamente difundidos por los medios, aspiran a esperanzar y
engatusar al pueblo, o por lo menos a confundirlo. En balde esperan resultados
de esa pretensión: es cada vez más frecuente que muchedumbres madruguen en las
barriadas con sus reclamos y que por más vecindarios se propaguen los
cacerolazos.
No
sólo se ha negado la plutocracia gobernante a invertir los recursos del Estado
para hacerle frente como se debe a la pandemia del coronavirus y para
contribuir a la supervivencia de la población sin que se menoscabaran sus
derechos en medio de la crisis. Ahora, consciente de que la economía modelada a
su semejanza y provecho tiene su base real en que la gente labore a diario en
la producción, y resuelta a no asumir la necesidad del bajonazo en la economía
para realizar el confinamiento a cabalidad –con tal de no perder ni un céntimo
de sus ganancias–, ha decidido, en el momento menos indicado, cuando la curva
del contagio sigue ascendiendo, poner en funcionamiento dos renglones
productivos de gran importancia. El inicio del desmonte planificado y gradual
del confinamiento. Poco importa, calculan, que ello implique una más acelerada
expansión del contagio y conlleve una mortandad entre la población.
Por
todas las latitudes los pronósticos coinciden en que los estragos del coronavirus
van para largo y la actual recesión pronto dará paso a una crisis peor que la de
la Gran Depresión de los años treinta. El esquema neocolonial del extractivismo
petrolero en Colombia se vuelve flecos con la caída de los precios del crudo.
El malestar social sube de intensidad y acerca a la desesperación a grandes
segmentos de la población. Están al orden del día reivindicaciones del pueblo
vitales y urgentes levantadas por las justas protestas populares en pos de
alimentos, estabilidad laboral, ingresos para sobrevivir, derecho al trabajo y
adecuada atención hospitalaria. Con su negativa a resolver las cruciales
necesidades del momento, el mal gobierno puede provocar inusitadas reacciones
entre masas de población que se vean acorraladas. La ira del pueblo podría
desatarse entonces contra tan pérfida actitud oficial, poner en marcha grandes
sacudimientos y hasta una sublevación social. El festival de los fondos
públicos y las caras sonrientes de sus beneficiarios de la víspera pueden
trocarse en crujir de mandíbulas. Porque ese despertar del pueblo no traería
una simple escaramuza, desencadenaría un sismo social sin precedentes en el que
todos tendríamos que ver.
Bogotá,
25 de abril de 2020
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