Por: Marcelo Torres
A pocos días del plebiscito
del 2 de octubre, es clave precisar qué debe ponerse en el primer plano de la
atención de los colombianos. Por suerte, el proceso de negociaciones de La
Habana, a través del encarnizado debate
público generado, ha decantado los asuntos que ameritan ese máximo interés. Hay
que transmitirlos ahora al público de manera sintética, completa y a tiempo.
Empecemos por un asunto cardinal: ¿por qué el escenario político y social ha
devenido tan polarizado alrededor del crucial asunto de la paz? Habida cuenta
de los daños y padecimientos acarreados por la violencia política al país,
resultaría casi obvio esperar que ante el mecanismo institucional que le da salida,
el plebiscito refrendatorio, debería expresarse un unánime apoyo al anhelo
nacional por la paz.
Pero no ha sido así. Una porción considerable
de colombianos ha anunciado en las encuestas su voto por el No a los acuerdos
de La Habana, bajo el efecto del torpedeo sistemático a las negociaciones de
paz durante todo su transcurso por el Centro Democrático, el sector político
opuesto al proceso, ahora promotores de la campaña negativa, en tanto que otra
parte, también significativa, se muestra escéptica inclinándose por la
abstención. Aunque la etapa final de concresión y finalización de los acuerdos
alteró positivamente la anterior tendencia de las encuestas, y se perfila en
proporción ascendente una mayoría del Sí[1],
nadie puede confiarse en pronósticos sobre una opinión pública que ha mostrado una apreciable y veloz
variabilidad en sus estados de ánimo. Por el contrario, el Sí necesita una
magnitud de votación si no aplastante sí con el amplio margen de ventaja
suficiente para mantener a raya o sofrenar una oposición a la paz exacerbada y
desafiante. Por ello se impone un envión final de nuestros esfuerzos ventilando
temas que puedan contribuir a una definición positiva de colombianos
confundidos o indecisos, y en procura incluso del cambio de posición de
ciudadanos por el No de buena fe pero engañados por los enemigos de la paz. En
aras de ello, conviene precisar con profundidad y exactitud a qué obedece la
actual polarización, llamando la atención sobre la génesis del influjo
uribista. No es el único tema del núcleo de las cuestiones de fondo; empezar
por él ayudará a despejar las mentes de
muchos de la malsana influencia.
Un
credo de mano dura y de aniquilación
No constituye novedad
alguna advertir que en Colombia hayamos tenido que padecer o percibir, con
frecuencia rayana en costumbre, cruentos y estremecedores sucesos. Quizá esta anómala familiaridad del país con los
hechos continuados de fuerza se deba a que, desde la instauración del Frente
nacional bipartidista hasta hoy, no ha habido generación de colombianos que
haya crecido o transcurrido en un entorno ajeno a la violencia. Y acaso por lo
mismo, en amplios sectores de la población
─especialmente en franjas de las capas medias que en otras condiciones
formarían parte de la opinión considerada democrática─, surgieron y perviven nociones sobre la
violencia y la paz que subestiman los terribles efectos de la guerra al tiempo
que menosprecian la importancia de la paz.
En los días que corren,
esta inversión de las cosas en la percepción de considerables porciones de la
sociedad colombiana no es en absoluto ajena a las acciones ideológicas en gran
escala de agentes del conflicto armado y en especial a la versión difundida con persistencia por sectores de la
ultraderecha, sobre una pretendida solución de la contienda basada en la “mano
fuerte” y la rendición incondicional de las agrupaciones insurgentes. Dicha
concepción se remonta, en el tramo contemporáneo de la violencia colombiana, a
los inicios mismos de la década de 1980 con el surgimiento de los primeros
escuadrones paramilitares en la zona del Magdalena Medio y en otros lugares. Se configuró desde entonces una corriente
política y social nacida de la siniestra simbiosis del conflicto armado y el
fenómeno del narcotráfico, cuya base social fueron terratenientes, señores de
la guerra, temibles clanes mafiosos,
gamonales territoriales, y elementos de la alta oficialidad de Ejército
y Policía. Esta mixtura o alianza de diversos sectores con ilegal poder
político y económico, denominada emergente
por la copiosa literatura a ella referente, surgida en nombre de la
respuesta a los desafueros y excesos de las agrupaciones guerrilleras, pronto
puso en boga su enfoque y procedimientos sobre la insurgencia armada o por lo
menos consiguió durante tiempo prolongado un clima político y social permisivo
para los mismos. Se ha echado de ver el parentesco ideológico o doctrinal de
esa concepción de la “mano dura” contra las agrupaciones guerrilleras con el Centro Democrático, cuyos antecedentes o
raíces ideológicas, desde mediados del
decenio de los noventa hasta hoy, han corrido a cuenta del expresidente Álvaro
Uribe Vélez y sus más cercanos seguidores, primero como gobernador de Antioquia
y luego como presidente de la república durante dos períodos.
Mucho le abonaron el terreno a la mencionada
visión las actividades las Farc durante su apogeo de la segunda mitad de los
noventa e incluso ya a comienzos del presente siglo, al punto de suministrarle
a Uribe el material temático de la campaña que lo catapultó a la presidencia de
la república en 2002. En la actualidad, los estragos de la caída de los precios
del petróleo, y la política de drástico ajuste fiscal con la que ha respondido
el modelo neoliberal imperante bajo el gobierno Santos, con el consiguiente
deterioro de la economía y la situación económica y social, como las justas
protestas sociales suscitadas y en curso, también han llevado abundante agua al
molino uribista aunque muchos de sus seguidores no recuerden o no quieran
reparar en que el celebrado pacificador también aplicó a tutiplén las fórmulas
neoliberales.
Todo lo anterior puede
explicar, así aparezca paradójico, que en un país en el cual la violencia
política ha ocasionado tan grande impacto negativo no resulte claro y evidente
que el principal problema nacional a resolver de Colombia sea, precisamente, la
terminación definitiva del sangriento y
prolongado conflicto armado.
La
derechización cabalgó sobre la violencia
La afirmación de que este
conflicto ha sido el obstáculo principal del avance democrático del país
encuentra su comprobación, sin ir más lejos, en hechos fundamentales de la
política colombiana reciente. En su último tramo, a contrapelo de la violencia,
fue un avance que las fuerzas progresistas
–partidos y redes sociales democráticas y de izquierda, congresistas de
oposición, sindicatos obreros, organizaciones y movimientos sociales y cívicos,
defensores de derechos humanos─,
lideradas por sus voceros más avanzados[2],
denunciaran públicamente las atrocidades del paramilitarismo y sus vínculos con
agrupamientos políticos gobernantes, empresariales e incluso con
multinacionales, al igual que los resultados de tan valientes denuncias,
trocando la indulgencia y hasta la favorabilidad anteriores hacia las acciones
paramilitares en el abierto repudio que desde entonces recibieron a nivel de opinión pública. No
menos importante fueron las posiciones de la Corte Constitucional en defensa de
la legalidad, su veto a la segunda reelección de Uribe y los procesos
judiciales y condenas proferidas contra buena parte de sus cómplices de la
denominada “parapolítica”. Fue la réplica, callejera e institucional, del país
democrático a la prevalencia en la política nacional y en el Estado, de las
fuerzas de extrema derecha emergidas del conflicto armado. Pero fue un
retroceso, del que Colombia no ha logrado salido del todo, el hecho de que a
partir de la normal indignación de los afectados de todos los sectores sociales
por las acciones armadas, los actos terroristas, las minas antipersonales, los
secuestros, la extorsión y las amenazas de las Farc y otras agrupaciones insurgentes,
Uribe obtuviera o ampliara una base social real desde la cual, haciendo eco y apoyándose en ideas y
concepciones ultra-retrógradas de la vieja sociedad colombiana, y canalizara
así la inconformidad de amplios sectores sociales hacia posiciones de extrema
derecha, las más reaccionarias de América Latina, lindantes incluso con el
fascismo.
Los 8 años de los dos
gobiernos consecutivos de Uribe, repletos
de gravísimas transgresiones del Estado de derecho, constituyeron un
período de gran retroceso de la democracia auspiciado desde la cúspide
gobernante. Hechos como la dirección de la agencia de seguridad del Estado por
un agente del paramilitarismo, el espionaje ilegal contra la Corte
Constitucional, las “chuzadas” a personajes políticos opositores, los “falsos
positivos”, la disposición ilegal de recursos públicos para grandes
propietarios de tierras, la reelección con escándalos de compra de votos de
parlamentarios, la incursión armada ilegal en países vecinos, etcétera, son,
amén de incontables medidas contra el pueblo y el interés nacional, sólo
algunas de las más conocidas de la larga lista de tales acciones oficiales. Lo
anterior se desenvolvió simultáneamente con el que fuera el más protuberante
papel del gobierno Uribe: desarrollar la mayor ofensiva militar jamás
desplegada contra las Farc o contra agrupación guerrillera alguna, con la
asesoría y el apoyo, por supuesto, de Estados Unidos. Y haber conseguido con
ello alterar el anterior balance de fuerzas de desfavorable para el Estado y
favorable a las Farc en lo contrario: la pérdida de la iniciativa estratégica
de esta agrupación y el desescalamiento de la guerra de movimientos, que
retornó a la guerra de guerrillas.
Faltó
resolución en gran parte de la izquierda
La izquierda colombiana no
alzada en armas tenía que haber recogido desde mucho antes del 4 de febrero de
2008, el clamor de las muchedumbres que se expresaron contra las Farc y por la
liberación de sus secuestrados en la memorable manifestación de esa fecha
efectuada en las principales ciudades del país. Tenía que haberse adelantado
una campaña pública clara, resuelta y persistente de condena al secuestro como
método ajeno a la lucha revolucionaria y democrática[3].
Entonces habría podido plantearle a esas mismas masas que resultarían
arrebañadas por el uribismo, su propia propuesta de salida democrática
negociada del conflicto armado. Infortunadamente, nunca cuajaron las
condiciones para que estuviese en capacidad de desempeñar ese papel crucial en
la política colombiana. La fuerza-herramienta llamada a cumplir la decisiva
labor, con la cual habría podido disputar la influencia sobre buena parte de
esas capas medias encandiladas por Uribe, era el Polo Democrático que llevó a
Lucho Garzón a la alcaldía de Bogotá emergiendo entonces como una formidable
coalición progresista y democrática, al cual ingresó el PTC, coalición que a
poco andar se convirtió en Polo Democrático Alternativo con el ingreso a sus filas del
PCC, el Moir y otras organizaciones de
izquierda. La renuencia, y en ocasiones la declarada negativa de los dirigentes
de estos últimos sectores a deslindar campos públicamente de manera inequívoca
y rotunda con la lucha armada, impidió casi siempre que la coalición
democrática y de izquierda en formación pudiera asumir la tarea que las
circunstancias del país demandaban. El fuerte liderazgo de Gustavo Petro
posibilitó aglutinar los sectores del Polo que creíamos que la izquierda no
guerrillera debía sacudirse con decisión el estigma de partidaria de la
violencia con que injustamente se le había etiquetado, y que la ambigüedad
derivada de una mal entendida negativa a confundirse con la derecha le impedía
efectuar de modo claro y fuerte en público. El resto de la historia es
conocida: los sectores así aglutinados, ante la obstinada oposición del PCC y
del Moir a aclarar debidamente la posición del Polo ante la lucha armada,
aunada por último a su torpe negativa a cuestionar públicamente los manejos de
la alcaldía de Samuel Moreno,
tuvimos que retirarnos de esa
coalición.
De modo que, como advertía
Federico Engels, en determinadas condiciones, cuando ciertas tareas se
convierten en necesidad en una sociedad,
a falta de elementos avanzados que las encabecen, estas terminan
abriéndose paso, adelantadas incluso por fuerzas reaccionarias y con los
métodos que les son propios. El
compañero de Marx citaba en abono de su tesis la unificación de Alemania, una
tarea histórica progresiva, por el puño
de hierro de Bismarck, el líder de los terratenientes prusianos. En nuestro
país podría señalarse, al respecto, la tarea de la unificación nacional mediante
la centralización, con una Carta política teocrática y despótica, la
Constitución de 1886, por Rafael
Núñez.
Por supuesto que cuando
tales tareas que pueden calificarse de progresivas resultan adelantadas por fuerzas y líderes de cuño regresivo, sus
ejecutorias terminan fatalmente por pasar una cuenta de cobro a la sociedad en
la que tienen lugar, cuyo alto costo pagan principalmente las clases y sectores
sociales más explotados y oprimidos. La estrategia de mano dura contra los insurgentes,
aniquilación o rendición sin condiciones
de los mismos, proclamada y perseguida por Uribe, cuyo actual corolario es el
rechazo de los acuerdos de paz a que se llegó en La Habana, sigue expresado en
su campaña del No al plebiscito refrendatorio. Que de lograr mayoría, no
obstante la letra del fallo de la Corte, dada la ostensible debilidad en que
dejaría al gobierno y lo impredecible de la reacción de las Farc, configuraría
una situación política de impracticable recomienzo de las negociaciones de paz
o de otras nuevas y dejaría al país al garete, en una estacada en la que
oficialmente no se reconocería ni paz ni guerra, pero en la cual la confusión,
la incertidumbre, y el inevitable desgobierno de un cuadro tan complejo
recrudecerían los factores de violencia actuantes y potenciales, agravarían la
desestabilización al límite, y propiciarían un desenlace favorable a la extrema
derecha. Quizá sea este el cálculo sobre el cual Uribe haya hecho su apuesta.
En la hipótesis de que tan infortunado curso de la situación nacional tomara
cuerpo, con la inevitable exacerbación de los hechos de violencia de múltiples
fuentes que sobrevendrían, nadie puede pronosticar cuánto tiempo tomaría el
cumplimiento de la meta fijada por Uribe, de destrucción o rendición, respecto
de los alzados en armas, ni si en fin de cuentas sería factible esa pax uribista. Y eso sin mencionar la
actividad paramilitar que sin duda alguna se incrementaría, en favor de la
agudización del curso de la situación descrito, a inusitados niveles. Lo que sí
puede saberse con certeza anticipada
respecto de semejante eventualidad es que implicaría un nuevo y alto sacrificio
en vidas humanas, mayor destrucción y deterioro tanto de la infraestructura
nacional como del medio ambiente, continuación de la dedicación de ingentes
recursos públicos y privados a la guerra, y muy probablemente, un marco
político general que aseguraría la reimplantación del oscuro proyecto
uribista.
Si quisiéramos indagar por
las raíces del ascendiente de Uribe sobre los 7 millones de electores que
votaron en las pasadas elecciones presidenciales por su candidato, Óscar Iván
Zuluaga, deberíamos resumirlas así: 1) obedece a que asumió la vocería de
amplios sectores afectados por las acciones de las agrupaciones guerrilleras y
consiguió captarlos para la consabida solución de la mano dura contra los
insurgentes y la consecución de su aniquilación o rendición sin condiciones; y
2) realizó la ofensiva militar que tales afectados y otros más, que catalogaron
a los alzados en armas por sus acciones como simples bandoleros, deseaban que llevara a cabo el gobierno capaz
de ello.
Desde luego que la “mano
dura” no era otra cosa que el abandono de todo principio avanzado logrado por
la experiencia de la civilización planetaria en las guerras mundiales,
internacionales y civiles, para aplicar
una política de arrasamiento no sólo contra los combatientes de las guerrillas
sino contra toda fuerza o sector del Estado o de la sociedad colombiana que
pretendiera oponerse a tal concepción y a sus procedimientos. Que no podían
imponerse sino al costo, en suma, del arrasamiento mismo de la democracia en su
conjunto. Los hechos de su gobierno que revelaron este meollo de la política
uribista son tan elocuentes como innegables. El hecho de que considerables
sectores sociales se enrolaran en las filas uribistas pese a los planteamientos
y acciones de su jefe, de tinte fascista, no vino sino a mostrar en Colombia
esa característica común a las sociedades conmocionadas por grandes crisis en las
que, a falta de eficaces actuaciones democráticas, una especie de ceguera
colectiva deriva hacia el agosto de caudillos que semejan réplicas del molde de
Hitler y Mussolini.
***
Tales, a grandes rasgos,
los factores y circunstancias que dan cuenta de por qué, cómo y cuándo, una parte significativa de Colombia cayó en
el embrujo del uribismo. Es decir, en la situación que explica por qué hoy, en
la víspera del plebiscito refrendatorio de los acuerdos de paz de La Habana, en
lugar de una movilización nacional que celebrara la cercanía de la finalización
de la contienda armada, asistamos a un a extrema polarización de la sociedad
colombiana. Sobre esa base, develando el fondo ultrareaccionario de la
concepción uribista de la seguridad del país, tenemos que recalcar sin pausa,
especialmente a indecisos, confundidos y partidarios del No, la importancia de
lo que estará en juego en el plebiscito del 2 de octubre: tomar una decisión que incidirá de modo sustancial en la vida nacional de los próximos diez o veinte
años, al escoger entre la terminación de la violencia política o su
continuación.
La tarea principal de la
democracia colombiana hoy reside en rodear y respaldar la culminación del
proceso de paz depositando millones de votos por el Sí. Como el balance de su
ejecución, el 2 de octubre por la noche, dependerá de cuántos colombianos hayan
depositado su voto afirmativo. Buena parte de la eficacia de nuestro esfuerzo
radica en lograr clarificar a los votantes la génesis del uribismo, causa de la
polarización actual, para que la superemos con un triunfo rotundo del plebiscito.
14 de septiembre de
2016
Notas
[1]
“El Sí
lleva una amplia ventaja sobre el No. Si el plebiscito se llevara a cabo
en estos momentos, el 72 por ciento de los colombianos votaría a favor de los
acuerdos entre el gobierno y las Farc para terminar el conflicto armado, contra
un 28 que los rechazaría. Esa mayoría se extiende a casi todos los sectores,
zonas geográficas y grupos de la población. La conclusión surge de la primera
encuesta de intención de voto realizada por la firma Ipsos-Napoleón Franco para
la gran alianza de RCN Televisión, RCN Radio, La FM. y Semana.” Cfr. “El Sí va ganando en el
plebiscito”, revista www.semana.com,
10 de sept. de 2016.
[2] Gustavo Petro fue uno de los líderes de la
izquierda que más vigorosas y documentadas denuncias de los crímenes del
paramilitarismo hizo entonces desde el Congreso.
[3] El PTC, como evidencian numerosas
de sus publicaciones, en especial su órgano, La Bagatela, en diversas ocasiones y acontecimientos nacionales
fijó una clara posición al respecto. Pero hacía falta mucho más que una nota
solitaria, carente de resonancia por la falta de un vocero propio del PTC en el
Congreso y a su vez víctima de la estigmatización que ha operado durante largo
tiempo en Colombia contra la izquierda no armada.
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