Al cabo
de recientes noticias alarmantes y de decisiones oficiales erráticas, por fin
el país fue enterado de una buena nueva. En efecto, el pasado 12 de mayo se
anunció desde La Habana que gracias a lo último allí acordado por el Gobierno y
las Farc, el camino para garantizar que el acuerdo final de paz no sea
desconocido en el futuro, es incorporarlo transitoriamente a la Constitución
colombiana, en calidad de un acuerdo especial previsto en el Derecho
Internacional Humanitario, hasta su cabal cumplimiento.
En esa
dirección, la administración Santos se comprometió a presentar, antes del 18 de
mayo –como en efecto lo hizo–, en el trámite que adelanta actualmente en el
Congreso el proyecto de Acto Legislativo para la paz, un procedimiento
legislativo especial que eleve a la categoría de acuerdo especial el acuerdo
final a que lleguen las partes en La Habana, de conformidad con el artículo 3
común a los Convenios de Ginebra de 1949 y para ser incorporado a dicha reforma
de la Constitución como nuevo artículo constitucional transitorio. En este
también se incluye que, en el marco constitucional del derecho a la paz, el
gobierno procederá a presentar un proyecto de ley que apruebe el acuerdo final
de paz como un acuerdo especial de Derecho Internacional Humanitario que así
podrá entrar a formar parte del bloque de constitucionalidad y servir de
referente para la implementación y desarrollo de los acuerdos de paz.
El
presidente de la República también se comprometió a remitir al secretario
general de Naciones Unidas una declaración que, con base en la resolución 2261
del Consejo de Seguridad del 25 de enero de 2016, genere un documento oficial
de ese organismo que recepcione lo acordado y anexe el acuerdo final de paz a
dicha Resolución. El control constitucional tanto para la aprobación de la ley
aprobatoria del Acuerdo Especial, como para la implementación del acuerdo final
mediante Leyes ordinarias o leyes estatutarias sería, en cada caso, único y
automático. Asimismo, el gobierno retirará de la tramitación del Acto
Legislativo en mención, la proposición aditiva “Jurisdicción Especial para la
paz” y esta será reemplazada en el artículo transitorio por el acuerdo
Gobierno-Farc de 15 de diciembre de 2015.
Y por último, el acuerdo final de
paz sólo podrá entrar en vigencia luego de que los colombianos se hayan
pronunciado sobre el mismo y lo hayan refrendado con su aprobación. Como
explicó el mismo presidente Santos, “Los acuerdos tendrán que ser
refrendados popularmente... para que entren en vigencia”1.
Luego de la firma del cese al fuego
y de la correspondiente al acuerdo final, lo que se calcula para finales de
junio –como ha estimado una conocida publicación–, vendrían dos meses,
concluidos los cuales empezaría el desarme y para ese momento (agosto) estaría
ya también aprobado el Acto Legislativo para la paz. Entonces, “en septiembre u
octubre”2, se efectuaría el referendo
previsto en el cual el pueblo colombiano tendría la última palabra, y tal vez
Colombia podría traspasar el umbral de un nuevo período de su historia.
Como era de esperarse, las inmediatas y virulentas
reacciones se manifestaron a granel. Lo cual no impidió que, a pesar de las
modificaciones de última hora pretendidas por los conservadores, fuese aprobado
en la Cámara en su séptimo debate, el proyecto del Acto Legislativo para la
paz. Por su parte, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, el más acérrimo de los
opositores de la paz, concentró su ataque tildando el acuerdo de La Habana “de
impunidad total”3 para las Farc,
descartando olímpicamente la enseñanza universal de los acuerdos de paz
consistente en que, si realmente se quiere encontrarle una salida negociada a
un conflicto armado, con el objetivo superior de ahorrar sangre y padecimientos
al conjunto de la población, resultan inevitables las concesiones de parte y
parte en una muy importante proporción. Amén de las consabidas lisonjas,
repletas de cizaña, dirigidas a las Fuerzas Armadas del Estado, Uribe Vélez
arremetió contra los inminentes acuerdos de paz con otro de sus estribillos:
que los guerrilleros
podrían aceptar crímenes para no pagar sus condenas en prisión.
Catalogó tal eventualidad como “la madre de nuevas violencias”4, en abierto desprecio a la necesidad de
restablecer la verdad histórica para consolidar la paz.
En esta
ocasión, la respuesta del presidente Santos a la última diatriba del adalid del
Centro Democrático estuvo más a la altura de las circunstancias. “En mi
gobierno nadie ha chuzado a la oposición, ni mucho menos a la Corte Suprema...
nadie está preso por haber comprado la reelección”5, afirmó Santos, blandiendo notables
acusaciones políticas que todo el país conoce. Y un formidable argumento de
fondo contra Uribe, revelador de la dimensión adquirida por la lucha política
en Colombia: “Y han acudido a todo tipo de ataques, inclusive llamando a la
resistencia civil, esa misma que antes proponía Carlos Castaño.”6
La anterior renuencia del gobierno a
llamar por su nombre a la mayor amenaza actual de Colombia: el recrudecimiento
del paramilitarismo con causa política –dado el resquemor previsible en ciertos
círculos castrenses y policiales–, queda así, si no superada por lo menos sí
marcada con un buen comienzo de rectificación. Pareciera que, más allá de
precisiones semánticas, empezara a atenderse el reclamo del país democrático a
la administración Santos, relativo no sólo a alertar a la nación sobre el
principal peligro de la hora que se cierne ante el Estado de derecho sino
respecto del necesario despliegue de acciones de gobierno para conjurarlo.
Porque
los peores sucesos recientes en el enrevesado cuadro de la situación
colombiana, de signo antagónico al proceso de negociaciones de paz de La
Habana, han sido, sin duda alguna, el paro armado del 31 de marzo y 1º de abril
pasados y la marcha uribista del día siguiente. No solo por su sangriento saldo
y la perturbación de la tranquilidad pública en ocho departamentos, amén de la
sensación de desprotección e indolencia del Estado de muchas de las poblaciones
intimidadas en los 36 municipios afectados, sino por el sombrío mensaje que
arrojó sobre el país. A saber: que la trágica mezcla de política y armas se
reafirmó de modo tan brutal como explícito en la combinación del paro violento
con la marcha del uribismo, puesto que el primero llamó abiertamente al
respaldo de la segunda, en tanto que Uribe ni condenó el paro ni rechazó el
beligerante espaldarazo. Además: que quedó muy patente la determinación de tan
oscura juntura de oponerse por todos los medios, políticos y armados, al buen
suceso de las negociaciones de paz. Y que, como remate, revela que a sus
artífices, lejos de preocuparles que la combinación de sus acciones y la
identidad de sus propósitos haya quedado en evidencia de golpe y porrazo ante
la opinión pública, más bien les satisface haber notificado a Colombia de su ánimo
belicoso y resuelta oposición a la paz.
No hay que perder de vista que el
expresidente Uribe planteó hace poco al gobierno “un acuerdo político y de
Estado” con su facción política, antes de que se firmaran los acuerdos de paz
con las Farc. Lo cual fue reforzado después con la seguidilla paro
armado/marcha uribista, que configuraría un “argumento” en pro de su exigencia
–muy en línea con la más clásica tradición de combinación de todas las formas
de lucha por la extrema derecha colombiana–, de que no habrá paz sin el
uribismo a bordo. Ante esto, conviene puntualizar que el fundamental objetivo
de la paz, el de desterrar de la política el uso de las armas, amerita
ciertamente acuerdos del Estado –en el momento y con el contenido adecuados–
con aquellas causas políticas que cuentan con huestes ilegales de efectivos con
fusiles, sean ultraderechistas o extremoizquierdistas. Pero no puede esto
significar que a tales causas se les otorgue estatus de fuerza codirigente del
Estado ni mucho menos que se les permita erigirse en árbitros de las
negociaciones de paz, definiendo con quién se negocia y con quién no, en qué
condiciones y sobre cuáles puntos. Y es lógico que el gobierno rechace
cualquier entendimiento bajo la presión de paros armados o de la persistencia
de la execrable práctica del secuestro.
La tarea principal de la democracia
colombiana hoy reside en rodear y respaldar la culminación del proceso de paz
y, enseguida, en movilizar el mayor número posible de colombianos en apoyo al
plebiscito o a cualquier otro procedimiento refrendatorio que plasme el
respaldo del pueblo. Urge, por tanto, que el gobierno concite a las fuerzas
democráticas, incluida la izquierda y el movimiento obrero, a la “movilización
contundente en favor de la paz”, anunciada por el presidente Santos en su
alocución ante el Congreso Nacional Liberal, para elaborar y adelantar
conjuntamente un plan de acción que contrarreste eficazmente la oposición de la
extrema derecha.
Urge, circunscrita a los asuntos
definidos por la agenda Gobierno-Farc, la pronta conclusión de las
negociaciones de La Habana, lo más pronto que sea posible, con la firma de los
acuerdos de paz. La pura y simple paz, sin añadiduras condicionantes que,
aunque justas y necesarias en relación con la democracia y las reivindicaciones
sociales, en la situación actual del balance de fuerzas hoy existente en
Colombia, sólo propiciarían la dilación de las negociaciones y acaso la
postergación indefinida de los acuerdos de paz. Por lo demás, en una muestra de
positivo pragmatismo, las Farc se han abstenido hasta ahora de condicionar la
firma de los acuerdos a la eventual convocatoria de una asamblea constituyente.
Y aunque en la mesa de negociaciones de La Habana no se ha aprobado el
plebiscito como procedimiento refrendatorio, las Farc han manifestado que “el
acuerdo deberá ser sometido al voto popular”7.
Dado
que las Farc han sido durante décadas la fuerza principal de las filas
insurgentes en el país, la firma de los acuerdos de paz como fruto de las
negociaciones de La Habana sería un enorme paso adelante hacia la consecución
de una paz plena y permanente en Colombia. El valor o la gran trascendencia le
viene a la paz, en primer lugar, del hecho de que con ella se superaría el
mayor obstáculo de la democratización colombiana: la utilización de la
violencia como un instrumento permanente de la lucha política para dirimir
conflictos y asegurar el predominio territorial y social. Invaluable ventaja
implicaría para las fuerzas democráticas y progresistas del país poder librar su
lucha ya sin el enorme peso negativo de los efectos de la violencia política:
el alto número de muertes, lesionados y víctimas del desplazamiento, la merma
del PIB, la criminalización de la protesta social y la actividad sindical y
política, la funesta identificación de las corrientes de izquierda, del
marxismo y de la revolución por amplios sectores sociales con la violencia, los
secuestros, el terrorismo y el narcotráfico, cuya regresiva consecuencia
consistió en rezagar a Colombia de la saludable oleada de los Vientos del Sur,
que generó gobiernos democráticos en varios países latinoamericanos.
En segundo término, el empleo de las
herramientas de la democracia (derechos, libertades y garantías) en una
Colombia en paz, así estas sean precarias o recortadas, como la lucha por su
plena realización, permitiría elevar la lucha por las grandes transformaciones
a un plano superior: más eficaz y rápida en cuanto a sus resultados y a sus
tiempos.
Aunque se ha disipado ya el alboroto
por el cambio de gabinete y la terna para el próximo Fiscal, debe decirse que
los reemplazos que en principio podrían parecer lógicos, en aras de ampliar el
respaldo al proceso de paz y de preparar las nuevas tareas de gobierno a que
daría lugar su culminación, lamentablemente no cumplieron tales cometidos. No
es de poca monta que el presidente haya resuelto incluir a Néstor Humberto
Martínez en la terna para la designación del nuevo Fiscal General, dada su
trayectoria y cercanía con el vicepresidente y habida cuenta del papel de semejante
herramienta institucional, sobre todo con vistas al período que seguiría a la
firma de los acuerdos de paz. Si se trataba de propiciar dichas rúbricas y de
asegurar, acto seguido, el cumplimiento de los compromisos de la paz, tampoco
aparece muy lógico el sesgo favorable a Vargas Lleras que finalmente tuvieron
los relevos ministeriales. Porque el injustificable mutismo del vicepresidente
y aspirante presidencial frente a las negociaciones de La Habana, como su
acercamiento de hecho, de vieja data pero acentuado en las pasadas elecciones,
a las posiciones del uribismo extremo no auguran muy buen suceso en cuanto a su
respaldo al proceso de paz.
No obstante los vientos de
reconciliación con la Casa de Nariño, la aguda contrariedad del liberalismo
dista mucho de haberse apaciguado. Sobre todo porque la actividad de Vargas
Lleras como aspirante a la presidencia continúa a plena vela, sin cortapisas
(hasta en una reunión oficial del alcalde de Barranquilla, Char, hubo vivas al
candidato). En vista de lo cual, el presidente del liberalismo, Horacio Serpa,
reclama justamente que tal proselitismo por la presidencia de la República en
el 2018 no se siga haciendo al amparo y con las prerrogativas de la investidura
vicepresidencial ni con los recursos del Estado.
Y, por
otro lado, ante la inclusión de Jorge Londoño en el gabinete de recambio, la
mayoría de la Tendencia Progresista ha declarado que esta fuerza integrante de
la Alianza Verde no se siente representada en esa designación debido a los
fuertes reparos y contradicciones que mantiene con la política económica,
social y ambiental de la administración Santos. El Polo, a su vez, insistió en
que no lo representa la nueva ministra Clara López Obregón, hasta la víspera
presidenta de esa colectividad, y que su participación en el gobierno de Juan
Manuel Santos se efectúa a título personal. Es decir, que lo actuado por el
gobierno en este episodio arroja un balance más bien lánguido y constituye,
para los sectores democráticos, fuente de nuevas preocupaciones.
El respaldo
de la clase obrera y del pueblo al proceso de paz puesto en marcha por el
gobierno no implica en modo alguno pasividad o silencio frente a sus medidas
antipopulares, antinacionales y contra el medio ambiente. El incumplimiento de
los compromisos del presidente Santos con el movimiento sindical, el escamoteo
del salario mínimo, el reciente decreto que otorga luz verde a la tercerización
laboral, la venta de Isagén y otras privatizaciones anunciadas, el escándalo de
Reficar, el regresivo proyecto de reforma tributaria, como la licencia
inicialmente otorgada para la explotación minera en La Macarena, al igual que
la ineficacia frente a la corrupción rampante en la alimentación escolar y ante
las dramáticas consecuencias de la privatización de la salud, y otras medidas
similares, de inconfundible cuño neoliberal, han ocasionado masivas protestas
de las centrales obreras, de numerosas organizaciones sociales y fuerzas
políticas contra la política del gobierno. Y continuarán ocasionándolas en
cuanto persistan las medidas contra el pueblo.
Lo que
la situación presente sí exige de los trabajadores y la democracia colombiana
es negarse de plano a hacerle el juego a la oposición uribista de extrema
derecha que intenta aprovechar y magnificar toda dificultad emergente en las
negociaciones de paz, o las decisiones impopulares y los errores ciertos o
inventados atribuidos al gobierno, para truncar o dilatar la firma de los
acuerdos de paz por la vía de desacreditar la administración Santos. Tales
intentos se intensificarán con la inminencia de la firma de los acuerdos. Por
ello hay que fomentar el apoyo popular a un trámite legislativo expedito a los
asuntos de la paz y la pronta adopción de medidas de gobierno que preparen las
condiciones del cumplimiento de los acuerdos.
La complejidad del momento reside en
que, aunque las acciones de los de abajo fluctúen, en aparente contrasentido,
entre movilizaciones o expresiones de apoyo a las negociaciones para el cese de
la violencia, y movilizaciones de inconformidad y de protesta, la clave o norte
que puede guiar a buen puerto a la Colombia democrática, la orientación que
puede preservarnos de yerros y extravíos en las vueltas y revueltas del camino,
es el empeño por la consecución de la paz, de la pura y simple paz.
Bogotá,
24 de mayo de 2016
Notas
1 ‘El pueblo, el Congreso y la Corte son los
que validarán los acuerdos’, http://www.eltiempo.com/Alocuciòn de Santos,
eltiempo.com.htm, 16 de mayo 2016.
2 “Proceso de paz: en la recta final”,
http://www.semana.com/nacion/articulo/tras-acuerdo-para-blindar-el-proceso-de-paz-viene-cese,
14 de junio de 2016.
3 “Hay que resistir civilmente a inminente
acuerdo Gobierno - Farc: Álvaro Uribe”, Caracol/Noticias, 9 mayo de 2016.
4 “Hay que resistir civilmente a inminente
acuerdo Gobierno - Farc: Álvaro Uribe”, Caracol/Noticias, 9 mayo de 2016.
5 “Resistencia civil que proponen es la misma
que proponía Carlos Castaño”: Santos,
htpp://www.elespectador.com/noticias/política/, 13 mayo 2016.
6 “Resistencia civil que proponen es la misma
que proponía Carlos Castaño”: Santos,
htpp://www.elespectador.com/noticias/política/, 13 mayo 2016.
7 “Proceso de paz: en la recta final”,
http://www.semana.com/nacion/articulo/tras-acuerdo-para-blindar-el-proceso-de-paz-viene-cese,2016.
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