Editorial La Bagatela Nº 41, noviembre de 2013
Con el final de septiembre cuajó una
gran expectativa al darse a conocer la decisión conjunta de Verdes y
Progresistas de conformar en adelante una sola y gran colectividad política. Se
dio un enorme paso en la unificación de una de las grandes fuerzas del campo
democrático, y el primero en la venidera batalla política de las presidenciales
del año entrante. A no dudarlo, la unión que comienza es un hito del proceso de
fortalecimiento de las filas de la nueva democracia colombiana, que viene de
atrás y que se acentúa. Quedan pendientes en la agenda conjunta
verde-progresista el nombre que se adoptará en definitiva y la candente
cuestión de la consulta para escoger candidato presidencial.
Y así como en la esfera de lo
político a no pocos les pareció inesperada la fusión verde-progresistas, en el
terreno de la lucha social tampoco han faltado inusitadas conmociones. Al
gobierno Santos y a buena parte del país los tomó por sorpresa el paro agrario
del 19 de agosto, que se prolongó hasta comienzos de septiembre. Como no se
veía desde el paro de septiembre de 1977, los pobres del campo y muchos
medianos productores del agro irrumpieron con portentosa fuerza en el escenario
nacional. Se le sumaron paros y movilizaciones de varios otros sectores:
transportadores, vastos segmentos de masas urbanas empobrecidas, el movimiento
sindical, los maestros y los estudiantes. De golpe y porrazo se hizo sentir el
rechazo del campo colombiano a más de 20 años de ruinosa apertura económica, al
TLC y al esquema de país minero exportador, pero también la protesta de los
sectores pauperizados de la gran urbe. Las inevitables secuelas, aquí y allá,
de los efectos de la descomposición social sobre las resonantes jornadas no
empañan en modo alguno el alcance enormemente positivo del paro agrario que
puso las masivas movilizaciones en el primer plano del escenario nacional.
Como en otros asuntos, el manejo
torpe y de espaldas a la realidad nacional por parte del Gobierno hizo que la
gran protesta social chocara de frente
contra su política y pusiera en fuertes aprietos a la Administración Santos. El
colmo de esta errática actitud fue la frase del Presidente “El tal paro
nacional agrario no existe”, que ante la indignación de los sectores
movilizados tuvo que reversar. Si bien algunos aspectos del remezón que generó
el paro agrario —como las declaraciones de Santos de que “nos hemos equivocado”
y “tenemos que corregir”, o la designación de Amylkar Acosta en Minas—, podrían
registrarse como positivos, y otros que como el nombramiento de Rubén Darío
Lizarralde en Agricultura, no son para hacerse ilusiones. Pues en la crucial
cuestión de si se aplica la ley o se le tuerce el cuello para preservar y
legalizar las adquisiciones ya realizadas de extensísimos baldíos por
multinacionales, magnates del capital financiero o agroindustrial, el nuevo
ministro, un reconocido empresario de la palma africana y exgerente de
Indupalma, constituye una reafirmación del gobierno Santos en la última
dirección. Y una clara premisa para hacer más expeditas las nuevas adquisiciones
de baldíos por la alta burguesía en el futuro inmediato.
Como
resultado de los sucesos, la posibilidad de una reelección de Santos hoy está
maltrecha o en su punto más bajo. Pero la justeza de la gran protesta del agro
no puede privarnos de una observación capital: no obstante haberse constituido
el paro, de lejos, en la manifestación más importante de la cólera popular en
mucho tiempo, paradójicamente, la derecha que propugna las posiciones más
extremistas, opuesta a las conversaciones de La Habana, detractora del
presidente Santos y partidaria del retorno de Álvaro Uribe al Gobierno, se
esforzó por encauzar la gran jornada de movilizaciones en provecho de sus
propios fines. Sin duda alguna, el paro agrario fue el más serio revés sufrido
por el gobierno Santos hasta ahora, pero la proyección de su efecto en el
inmediato futuro no es medible sólo por encuestas del día sino que dependerá
del desenvolvimiento de múltiples factores.
En
asuntos de fondo como las presidenciales de 2014 conviene no irse por las
ramas. Por ello, a la hora de desentrañar lo que la situación actual del país
depara a los colombianos sería una necedad pasar por alto algunas de sus líneas
gruesas.
Una de ellas, que el saldo político de la primera
década del siglo XXI en Colombia arroja una tendencia favorable: la del
fortalecimiento de una corriente democrática, en contraste con el serio traspié
que muestran las fuerzas del extremismo uribista. La clase de poder que Álvaro
Uribe representa no pudo continuar como dominante ni consolidarse. En primer
término, por el duro revés que experimentó en 2005, cuando la Corte
Constitucional, impulsada por el robustecimiento de la tendencia democrática,
declaró inexequible su segunda reelección; en segundo lugar, por el inesperado
apartamiento del mandatario elegido en la última elección presidencial, Juan
Manuel Santos, de la ruta del uribismo extremo. Y acto seguido, por la victoria
de Gustavo Petro en las elecciones para Alcaldía de Bogotá, palmaria evidencia
de que la tendencia de muchos colombianos hacia el cambio, lejos de quebrarse
con la crisis del Polo, cobró renovado vigor.
Una
segunda de estas líneas gruesas podría enunciarse planteando que tal
apartamiento del presidente Santos de la senda de Uribe ha venido generando en
el país una clara dinámica de antagonismo entre lo que representan en Colombia,
de un lado, el actual mandatario y, del otro, el expresidente, que deriva cada
vez más hacia la polarización. Desde luego, una mirada displicente del asunto
desde una típica apreciación superficial podría concluir: ¿qué importancia
pueden tener para los de abajo los encontronazos, por feroces que sean, entre
los de arriba? En cambio, desde un ángulo más aterrizado la reflexión podría
ser: ¿es o no importante que la justicia, con el visto bueno del gobierno
Santos, esté persiguiendo, procesando y —en algunos casos— condenando a
parapolíticos y altos funcionarios del anterior gobierno envueltos en
escándalos de corrupción o de chuzadas?, ¿acaso no es un giro de rectificación
muy positivo la normalización de las relaciones con Venezuela y Ecuador, en
lugar de la intrusión en el suelo patrio del vecino?, y ¿no es claro que las
negociaciones de La Habana, en esta ocasión, sí pueden tener un peso decisivo
en la evolución de Colombia? En una palabra, la cuestión de fondo reside en si
la continuidad y profundización de tales acciones y procesos es progresiva y,
sobre todo, si la polarización generada por el alejamiento del gobierno Santos
de Uribe obedece a una causa justa, si esta le conviene o no al país y por
ende, a las fuerzas democráticas que pugnan por un verdadero cambio. A nosotros
nos parece que sí.
La causa que anima este proceso,
expresada a través de la polarización actual, es progresiva y le conviene a
Colombia. Muchísima gente cuyo horizonte es ampliamente democrático ha
aplaudido que los aliados del paramilitarismo sean procesados judicialmente o
hayan sido aprehendidos y condenados por la justicia. Ha visto con buenos ojos
que la investigación de las chuzadas a la Corte y a destacadas personalidades
haya descubierto los hilos que, bajo el gobierno Uribe, conducían hasta
Palacio. Y es aún más vasta la enorme expectativa e incluso la esperanza de los
colombianos de que las conversaciones de La Habana culminen esta vez con el gran
parte histórico de que la paz fue posible en Colombia no obstante la natural
desconfianza generada por las frustrantes experiencias pasadas de negociaciones
de paz. Inclusive la justa crítica a la Ley de Víctimas y Restitución de
Tierras, que la considera insuficiente por tener un radio de acción muy
reducido en cuanto a la extensión de tierras y un ritmo en exceso lento, ha de
reconocer, en honor a la verdad que, con todo, constituye una contratendencia
progresiva y muy saludable, pues por lo menos impide la continuidad del masivo
despojo violento o forzoso de pequeñas, medianas y aun grandes propiedades,
padecido por el país durante algo más de veinte años. Podría parecer exagerado
decir que los colombianos que repudian estos fenómenos criminales y respaldan
los movimientos rectificadores de los mismos, al igual que los amantes de la
paz, son antiuribistas al unísono. Pero no lo es afirmar que si lo que ellos
desean lograra a la postre abrirse camino y campear en Colombia, ello habría
tenido lugar sobre la clara y definitiva derrota del uribismo como fuerza
política.
Una tercera línea gruesa en esta
enumeración de los hechos básicos o determinantes de la situación nacional,
consiste en que a pesar de la línea de ascenso que presenta el movimiento de
las corrientes democráticas, tal avance no es suficiente todavía para reunir la
fuerza necesaria que les permita convertirse en gobierno y, a lo que se ve,
salvo hechos extraordinarios no previsibles hoy, dicha condición se mantendrá
en estas elecciones presidenciales. Si la táctica eficaz estriba en descifrar
el nudo o los nudos de la correlación de fuerzas para deducir de allí una línea
de acción en consonancia con las duras realidades del día, entonces podríamos
traducir lo dicho en que las presidenciales del 2014 no parecen constituir aún
el momento de la izquierda. Es evidente que entre las dos posiciones que
polarizan al país no figura la de la izquierda.
Santos representa el gran capitalismo
de la alta finanza, dócil y asociado a las multinacionales principalmente
norteamericanas, encarnado por una élite granburguesa tradicional, muy
consciente de su prosapia y privilegios —de la cual el mandatario mismo es una
especie de quintaesencia—. Es partidario del esquema neoliberal y en particular
del de país minero-exportador, esa antigualla cuasicolonial, primer molde
imperial de comienzos del siglo XX para perpetuar el atraso y el sojuzgamiento
en los países de la periferia, que hoy revive Washington en nuestras naciones
cual novedosa panacea.
Uribe, en cambio, representa la capa
social emergente de grandes terratenientes que, entrelazada con el
narcotráfico, conformó los grupos paramilitares como respuesta a la guerrilla, contestación que figura entre las más
bárbaras, violentas e ilegales del mundo, por más que las acciones de los
alzados en armas fuesen injustificables y descabelladas. Por supuesto, también
comparte con las élites más antiguas la completa sumisión a Estados Unidos y el
neoliberalismo como credo económico-social. Villanías que se le facilitaron porque,
sobre la ola de indignación y de repudio que aquellos excesos de la guerrilla
generaron y que provocaron el giro a la derecha del país en la primera década
de la presente centuria, Uribe navegó con las velas desplegadas hacia la
implantación en Colombia de un régimen de cogobierno con el paramilitarismo y
de supresión de la democracia. Su empeño encalló frente a una férrea
resistencia democrática tanto popular como institucional y, finalmente, ante la
de la añeja gran burguesía, linajuda e histórica, pues esta maduró una
estrategia que la condujo a desligarse de Uribe, al percatarse de que los
descarríos que antes aparecían justificados y permisibles sobrepasaban los
límites y amenazaban tanto la estabilidad política como la prosperidad de los
grandes negocios. De más estaría aclarar, a estas alturas, que Santos fue el
personaje que desempeñó ese cometido.
Si a ello se añade el impulso
ascendente de la corriente democrática capitalina, que llevó a la Alcaldía a
Gustavo Petro, tendremos un cuadro de conjunto con los trazos básicos de la
situación nacional. La Alcaldía de la Bogotá Humana, al emprender reformas de
fondo que enfrentan a la plutocracia contratista más poderosa del país y
desatan sus iras —y cuyas campañas contra Petro están detrás de la anunciada
sanción del procurador y la realización de la consulta que decida sobre la
propuesta revocatoria del alcalde—, protagoniza uno de los capítulos más
decisivos en la política del país. Si las atraviesa airosa, bien puede
constituir la antesala de un gobierno democrático popular en Colombia; si no,
puede marcar el quiebre dramático de la línea de ascenso de la democracia
colombiana. Amén de la imprescindible movilización del apoyo popular, la
necesidad inmediata de un fuerte aliado político es incontestable. Como dijera
hace poco el propio Petro: “No somos lo mismo [que el gobierno Santos], pero
eso no quiere decir que no sepamos entender que hay un punto de esfuerzo común
que amerita una profunda alianza en Colombia. Ese punto es acabar la guerra”.
De modo
que en el país de la segunda década del nuevo siglo, los colombianos debemos
dilucidar si somos ajenos al pleito en curso y por zanjarse en las próximas
elecciones presidenciales y parlamentarias entre las fuerzas que Santos y Uribe
representan. O si, por el contrario, aun a sabiendas de que ambos bandos son
corresponsables de los dos grandes males de la nación, el esquema económico
social imperante y la dominación extranjera, reconocemos que no podemos
permanecer neutrales ni pasivos en esta gran querella. Que no resultaría
indiferente ni sería igual para el pueblo y la suerte de la nación que ganara
uno u otro de los bandos enfrentados. Que es ineludible que identifiquemos a la
que promueve la prolongación de la violencia y la supresión del Estado de derecho,
como la más regresiva y amenazante para el interés nacional y las mayorías, y
que por ello mismo, con el propósito definido de propinarle una derrota
definitiva, nos veremos forzados, más tarde o más temprano, a examinar la
opción de pactar una conjunción de esfuerzos con quienes compartan tan
estratégico objetivo.
El
uribismo ha anunciado el lanzamiento de una lista de Senado que el mismo Uribe
encabeza. Frente a ello se han señalado las dificultades de esta fuerza en
materia de candidatura presidencial e inclusive su carencia de líderes —con la
obvia excepción del propio Álvaro Uribe—. Está bien subrayar las debilidades
del adversario pero hay que tomar nota de que las primeras encuestas muestran
una abultada favorabilidad por la mentada lista. Sobre todo, habría que
advertir que la lucha política en curso no debe medirse exclusivamente con los
raseros habituales. Las próximas elecciones de Congreso no serán nada
rutinarias y pueden cobrar excepcional importancia. ¿No es claro acaso que con
su lista de Senado la estrategia uribista busca provocar un plebiscito informal
de respaldo a Uribe para incidir en las presidenciales, de consecuencias
políticas cuyo alcance va mucho más allá de las meras elecciones
parlamentarias?
La fuerza
de Uribe reside en el liderazgo que aún tiene frente al sector más reaccionario
de Colombia, y en el influjo que sigue ejerciendo sobre considerables sectores
de las capas medias, en especial respecto del cuestionamiento que hace al
Gobierno sobre el punto crucial de la seguridad, y más específicamente en lo
concerniente a su manejo frente a la guerrilla. Si una combinación adversa de
circunstancias otorgara la victoria a los sectores que a la par que conspiran
contra la Administración Santos pugnan por el retorno de Uribe al poder,
podemos dar por descontado que el ascenso del proceso democrático en Colombia
enfrentaría un obstáculo de gran magnitud y que las fuerzas más avanzadas del
país padecerían su persecución y sus retaliaciones.
Si lo que
requiere el avance del proceso colombiano hacia una genuina democratización del
país es, de una parte, la paz como superación durable de la contienda armada, y
de otra, barrer del camino esa excrecencia engendrada por el mismo conflicto,
el uribismo extremo, que aviva la violencia y suprime la democracia, entonces
deberíamos ser capaces de deducir, del conjunto de tal situación nacional, la
línea de acción, la táctica, para cumplir tan sustanciales exigencias de la
lucha política actual. Dicho de otra y más sumaria manera: hoy, una evolución
favorable del país significa paz y derrota duradera del uribismo extremo.
Subrayémoslo: el pleito entablado en
la primera década del siglo no está resuelto pero puede resolverse en las
próximas elecciones presidenciales. A condición de tener en cuenta que si aún
no hay fuerza para alcanzar el gobierno, esta sí puede llegar a reunirse
mediante una política de alianzas que responda al momento actual, para
preservar las posiciones conquistadas y aprovecharlas con vistas al futuro
inmediato. Es decir, a condición de que comprendamos que lo principal, detener
y derrotar el uribismo, es lo que puede y debe hacerse para que a la postre el
cambio democrático pueda presidirlo la izquierda.
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