La detención arbitraria de Marcelo Torres, parece un asunto menor. ¡Pero no lo es!

César Tovar de León 12:47 p.m.




Teresa Consuelo Cardona
Docente, investigadora y poeta cucuteña, hija adoptiva de Palmira




El reciente caso de la detención de Marcelo Torres, un líder de izquierda que logró abrirse campo entre la apretada telaraña criminal tejida magistralmente por delincuentes, acostumbrados a usufructuar los recursos de todos en beneficio propio, sacó a la luz una práctica que no es nueva: El uso de la ley como instrumento de venganza. Lo que sí tuvo de nuevo este episodio, es que fue puesto deliberadamente en el subconsciente colectivo, como si fuera un caso más de lo que algunos políticos llaman “persecución política” y que no es otra cosa que el cumplimiento efectivo de la ley frente a los delitos cometidos por políticos. La sociedad, presa fácil del reduccionismo mediático, mete en la misma bolsa a todos los políticos que denuncian persecución en su contra, sin examinar detalladamente los factores que hacen la diferencia.

El tema de la persecución política, se ha tomado la agenda de los noticieros por cuenta de los políticos que son juzgados por actos de corrupción. La excusa es cínica, pero les suena perfecta: sus enemigos (abstractos casi siempre) que se han tomado el trabajo de auscultar sus actuaciones públicas, las que incluyen transacciones multimillonarias con dineros de todos, han perseverado de tal forma que han encontrado delitos. Parapolíticos y corruptos, juzgados y condenados, de la talla de Andrés Felipe Arias o Enilce López, cuyas maniobras los alejan de la cárcel, se han declarado como perseguidos políticos, ridiculizando la figura y agrediendo la inteligencia de los colombianos. Pero no ha sido en vano. Su estrategia funciona, muy particularmente, cuando otras figuras políticas que sí son víctimas de persecución por sus acciones, sus ideas políticas, sus gestiones, su proceder democrático, son llevadas a la palestra pública sin haber cometido ningún delito y allí, en medio del alud de ignorancia política que azota a los ciudadanos, son evaluadas como si se tratara delincuentes. La masa, consumidora indigesta de noticias y opiniones, no nota la diferencia entre quienes usan la excusa cínica y desvergonzada de la persecución política y quienes padecen el dolor de ser perseguidos políticos.

Quienes no son perseguidos políticos, pero se autodenominan como tales, esperan que tras las famosas coaliciones o pactos de unidad o como los quieran llamar, a nadie se le ocurra avanzar en una investigación, porque, al fin y al cabo, si ya todos están en el mismo lado, no se debe romper el pacto de complicidades y hacerlo se interpreta como persecución política. Así, el verdadero culpable es el denunciante traidor, porque rompió el pacto de no agresión y de silencio cómplice y no el delincuente que se roba los dineros de todos los ciudadanos. Es esta una ética siniestra y degradante que promueve los comportamientos viles de quienes la practican.

Quienes se escudan en persecución política cuando son acusados y condenados por sus delitos, nada dicen del delito, de sus consecuencias, de sus efectos sobre la comunidad, de su desvergonzado deseo de impunidad. Tratan de centrar la discusión en su propia victimización, en el sufrimiento que se les causará, en la tragedia que afrontará su familia y en el dolor de sus electores. Pero su chantaje sentimental se toma un tiempo para preparar feroces defensas que incluyen la agresión contra quienes no lloran con ellos, no justifican sus delitos o no aplauden su desvergüenza. Así logran que sus electores dejen de serlo para convertirse en su fanaticada. Y no hay nada más resistente, impermeable e invulnerable a la razón que un fanático. Y, por lo tanto, son los fanáticos los encargados de aplaudir los disparates y descalificar los aciertos. Y en ocasiones se convierten en su mano armada. Un político delincuente no es más que un mezquino ladrón que abusa de su fuerza electoral para obtener beneficios personales y para robarse el dinero que debería resolver los problemas de quienes, manipulados por él y hundidos en su propia ignorancia, lo aplauden rabiosamente.

Ser perseguido político es una cosa y ser político delincuente es otra. Un perseguido político es aquél que en razón de sus ideas políticas, de su capital ideológico, de sus convicciones sociales y culturales, expresadas democrática e independientemente, pone en riesgo su seguridad, su libertad y su vida, y también las de sus familiares. Es un actor político que goza de independencia y libertad, entendidas, la primera, como capacidad para tomar decisiones arriesgando su popularidad y, la segunda, como la decisión irreductible para hacer las cosas correctamente. Independencia que es inaceptable entre cómplices de delitos y libertad que es una bofetada a las intenciones saqueadoras para obtener ganancias impúdicas. Un real perseguido político, se enfrenta a la confabulación judicial, mediática, social y cultural que afecta sus derechos humanos y que lo deja vulnerable ante la masa que lo juzga y lo condena anticipadamente. Quien finge serlo, tiene acceso a los medios de comunicación. Quien lo es, desaparece de la faz del día a día. Y así, vulnerable e invisible, el perseguido político es víctima de la represión brutal del Estado o de fuerzas oscuras protegidas por él.

Es por ello que en Colombia todos los perseguidos políticos son de la izquierda, porque en la práctica, el Estado está diseñado para darle protección automática a quienes se afianzan en las mañas colectivas que les devuelven los réditos esperados a los inversionistas y desamparo a quienes se oponen al curso habitual de los acontecimientos planeados por mentes criminales. Y no es una exageración. “El Baile Rojo” que dejó un saldo de más de 4 mil militantes de la UP asesinados, sólo llevó a la cárcel a 5 implicados. Comparada con la muerte de miles de militantes de izquierda de diversas corrientes políticas, la detención arbitraria de Marcelo Torres, parece un asunto menor. Pero no lo es. Es un castigo directo sobre todo aquel que decida levantar su voz y su acción en contra del sistema. Es una amenaza a la sociedad en su conjunto, una lección ejemplarizante para quienes se atreven a hacer fila en la izquierda. Dadas las actuales circunstancias, resulta mejor asfixiarlo en el silencio y la invisibilidad, que asesinarlo, lo cual le daría a su entorno, algo de propaganda. 

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