Teresa Consuelo Cardona
Docente, investigadora y poeta cucuteña, hija adoptiva de Palmira
El reciente caso de la
detención de Marcelo Torres, un líder de izquierda que logró abrirse campo
entre la apretada telaraña criminal tejida magistralmente por delincuentes,
acostumbrados a usufructuar los recursos de todos en beneficio propio, sacó a
la luz una práctica que no es nueva: El uso de la ley como instrumento de
venganza. Lo que sí tuvo de nuevo este episodio, es que fue puesto
deliberadamente en el subconsciente colectivo, como si fuera un caso más de lo
que algunos políticos llaman “persecución política” y que no es otra cosa que
el cumplimiento efectivo de la ley frente a los delitos cometidos por
políticos. La sociedad, presa fácil del reduccionismo mediático, mete en la
misma bolsa a todos los políticos que denuncian persecución en su contra, sin
examinar detalladamente los factores que hacen la diferencia.
El tema de la persecución
política, se ha tomado la agenda de los noticieros por cuenta de los políticos
que son juzgados por actos de corrupción. La excusa es cínica, pero les suena
perfecta: sus enemigos (abstractos casi siempre) que se han tomado el trabajo
de auscultar sus actuaciones públicas, las que incluyen transacciones
multimillonarias con dineros de todos, han perseverado de tal forma que han
encontrado delitos. Parapolíticos y corruptos, juzgados y condenados, de la
talla de Andrés Felipe Arias o Enilce López, cuyas maniobras los alejan de la
cárcel, se han declarado como perseguidos políticos, ridiculizando la figura y
agrediendo la inteligencia de los colombianos. Pero no ha sido en vano. Su
estrategia funciona, muy particularmente, cuando otras figuras políticas que sí
son víctimas de persecución por sus acciones, sus ideas políticas, sus
gestiones, su proceder democrático, son llevadas a la palestra pública sin
haber cometido ningún delito y allí, en medio del alud de ignorancia política
que azota a los ciudadanos, son evaluadas como si se tratara delincuentes. La
masa, consumidora indigesta de noticias y opiniones, no nota la diferencia
entre quienes usan la excusa cínica y desvergonzada de la persecución política
y quienes padecen el dolor de ser perseguidos políticos.
Quienes no son perseguidos
políticos, pero se autodenominan como tales, esperan que tras las famosas
coaliciones o pactos de unidad o como los quieran llamar, a nadie se le ocurra
avanzar en una investigación, porque, al fin y al cabo, si ya todos están en el
mismo lado, no se debe romper el pacto de complicidades y hacerlo se interpreta
como persecución política. Así, el verdadero culpable es el denunciante
traidor, porque rompió el pacto de no agresión y de silencio cómplice y no el
delincuente que se roba los dineros de todos los ciudadanos. Es esta una ética
siniestra y degradante que promueve los comportamientos viles de quienes la
practican.
Quienes se escudan en
persecución política cuando son acusados y condenados por sus delitos, nada
dicen del delito, de sus consecuencias, de sus efectos sobre la comunidad, de
su desvergonzado deseo de impunidad. Tratan de centrar la discusión en su
propia victimización, en el sufrimiento que se les causará, en la tragedia que
afrontará su familia y en el dolor de sus electores. Pero su chantaje sentimental
se toma un tiempo para preparar feroces defensas que incluyen la agresión
contra quienes no lloran con ellos, no justifican sus delitos o no aplauden su
desvergüenza. Así logran que sus electores dejen de serlo para convertirse en
su fanaticada. Y no hay nada más resistente, impermeable e invulnerable a la
razón que un fanático. Y, por lo tanto, son los fanáticos los encargados de
aplaudir los disparates y descalificar los aciertos. Y en ocasiones se
convierten en su mano armada. Un político delincuente no es más que un mezquino
ladrón que abusa de su fuerza electoral para obtener beneficios personales y
para robarse el dinero que debería resolver los problemas de quienes,
manipulados por él y hundidos en su propia ignorancia, lo aplauden rabiosamente.
Ser perseguido político es una
cosa y ser político delincuente es otra. Un perseguido político es aquél que en
razón de sus ideas políticas, de su capital ideológico, de sus convicciones
sociales y culturales, expresadas democrática e independientemente, pone en
riesgo su seguridad, su libertad y su vida, y también las de sus familiares. Es
un actor político que goza de independencia y libertad, entendidas, la primera,
como capacidad para tomar decisiones arriesgando su popularidad y, la segunda,
como la decisión irreductible para hacer las cosas correctamente. Independencia
que es inaceptable entre cómplices de delitos y libertad que es una bofetada a
las intenciones saqueadoras para obtener ganancias impúdicas. Un real
perseguido político, se enfrenta a la confabulación judicial, mediática, social
y cultural que afecta sus derechos humanos y que lo deja vulnerable ante la
masa que lo juzga y lo condena anticipadamente. Quien finge serlo, tiene acceso
a los medios de comunicación. Quien lo es, desaparece de la faz del día a día.
Y así, vulnerable e invisible, el perseguido político es víctima de la
represión brutal del Estado o de fuerzas oscuras protegidas por él.
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