Por
Consuelo Ahumada
Profesora de la Universidad Externado de Colombia y miembro de número de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas, ACCE. Cofundadora del Colectivo de Mujeres MALÚ. Tomado de El Bancario #15
El
año pasado marcó un punto muy alto en la movilización social en varios países
de América Latina, en especial en Chile y Colombia. Un avance notorio, y al
mismo tiempo un reto permanente, ha sido el posicionamiento de los derechos de
la mujer en esa lucha y la conciencia cada vez más clara de que el camino hacia
una sociedad más justa e igualitaria no puede evadir la derrota del patriarcado
y de todos los antivalores que le son inherentes, en lo que respecta a la
concepción sobre la mujer, su papel en la sociedad y la perpetuación de los
roles en función del género. Esta batalla contra un enemigo con un inmenso
arraigo histórico, cultural y religioso, inmerso en la esencia misma del
capitalismo, es la más difícil de librar y de alcanzar.
Tanto
en Chile como en Colombia la movilización de meses se inició a partir de
múltiples expresiones de descontento y de la convocatoria de los trabajadores
organizados para enfrentar los efectos más nefastos del modelo neoliberal. Un
modelo que en varias décadas ha llevado a una concentración cada vez mayor del
ingreso en las élites dominantes y a la pauperización de amplísimos sectores de
la clase media y las clases populares, así como a la destrucción de la
naturaleza.
Sucesivas
reformas en el campo laboral, pensional, tributario, de salud y educación han
traído resultados cada vez más excluyentes para la mayoría de la población. Además,
por la prevalencia de sociedades patriarcales y discriminatorias, la mujer
tiene menor acceso a los servicios sociales básicos y a los derechos
fundamentales, por lo que se ven todavía más afectadas. Sin entrar en datos más
precisos, entidades como la ONU calculan que el 70% de los pobres del mundo son
mujeres, por lo que hoy en día se ha generalizado el concepto de que “la
pobreza tiene rostro de mujer”.
En
el ámbito global, los tiempos que corren están marcados por el intento de
normalizar y legitimar prácticas fascistas en el mundo entero y en ello
trabajan sin descanso los grandes conglomerados de medios que buscan crear y manejar
una opinión pública afín a los intereses de los grandes poderes. En el plano
político, este proceso adquirió mayor relevancia con la llegada de Donald Trump
a la Casa Blanca. La prevalencia de expresiones y prácticas machistas,
discriminatorias y de claro acoso sexual, por parte del mismo mandatario y sus
amigos, justificadas por quienes siguen su pensamiento de extrema derecha, va
de la mano del auge de la xenofobia, la homofobia, la exclusión social, la
negación de la crisis climática y el recurso a la guerra para dirimir los
conflictos e incrementar sus ganancias.
Frente
a este fenómeno, la lucha de las mujeres y la visibilización de los abusos
contra ellas han tenido hitos importantes en todas las latitudes. En el Norte,
habría que mencionar la enorme movilización social, en especial de mujeres, que
se dio en los inicios del gobierno del mandatario estadounidense y que ha llevado
a un profundo rechazo de esas prácticas conservadoras, en particular entre los
estudiantes, profesores y activistas sociales. Pero también al rechazo de todas
estas acciones en eventos artísticos y deportivos de alcance mundial y el descrédito
y sanción a reconocidas figuras de la política, las artes, el cine y la
cultura, que han perdido sus privilegios debido a las acusaciones de acoso
sexual y violación.
En
América Latina la irrupción reciente de la movilización femenina ha trascendido
la defensa de sus derechos económicos y sociales y ha puesto de presente
expresiones todavía más trágicas. El reconocimiento y la denuncia permanente
del feminicidio y de toda forma de violencia contra la mujer, en el hogar y en
la calle, como práctica de estas sociedades excluyentes, ha adquirido mucha
relevancia, en particular en México y Argentina, Chile y Colombia. El vínculo
de estos crímenes con la prevalencia del patriarcado y la agenda fascista quedó
en evidencia con el tremendo impacto del video “El violador eres tú”, que desde
Santiago de Chile y en medio de la movilización social, recorrió el mundo y fue
reproducido y apropiado por mujeres de todas las razas, credos y condiciones.
Por
último, aunque no menos importante, la discusión sobre el aborto es un punto
central de los derechos de la mujer. También es una tarea pendiente en buena
parte de los países de la región. En Colombia en el 2006 la Corte
Constitucional, respondiendo a la presión de numerosas organizaciones sociales,
aprobó la sentencia C-335 sobre la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE)
en tres casos precisos: 1) riesgo de la salud física y mental de la mujer; 2)
existencia de una malformación del feto que le impida tener una vida digna y 3)
violación o inseminación artificial sin consentimiento. Pero esta sentencia,
motivada por razones de salud y no por consideraciones subjetivas de índole
moral y religiosa, tal como debe ser en un Estado laico, ha chocado con
múltiples obstáculos, inherentes a la naturaleza conservadora de los sistemas
de justicia y de salud.
Hoy,
en momentos en que se conmemora esta fecha del 8 de marzo, la Corte Constitucional
acaba de pronunciarse sobre una ponencia que buscaba la despenalización del
aborto en todos los casos, durante las 16 primeras semanas de embarazo. En
medio de fuertes presiones de sectores conservadores, su decisión fue la de no
debatir el tema. El presidente Duque y su partido de extrema derecha, al frente
de las presiones, pretendieron eludir el debate y apelan al sentimiento y a la
manipulación religiosa de amplios sectores de la población. Sí, precisamente
los mismos que en el 2016 votaron en contra del plebiscito por la paz, entre
otras cosas porque el Acuerdo Final supuestamente iba a imponer la llamada
“ideología de género”.
Quienes
se oponen a la despenalización del aborto e incluso a la sentencia C-335
desconocen al menos dos realidades: la primera, la legalización es el
reconocimiento de un derecho fundamental de la mujer de decidir sobre su propio
cuerpo y sobre su vida; en ese sentido, es un derecho, no una obligación. Cada
mujer, en sus condiciones específicas, particulares y sociales, debe contar con
este derecho. La segunda, la práctica clandestina del aborto existe y es un
problema gravísimo de salud pública, en Colombia y en muchos otros países del
mundo, en especial para las mujeres de escasos recursos, que no pueden acceder
a los servicios privados que lo realizan de manera segura.
Resulta
irónico que este gobierno, que ha dado muestras inequívocas de despreciar las
condiciones sociales, los derechos fundamentales y la vida de los niños y las
niñas, insista ahora en aparecer como defensor de la vida.
* Profesora de la Universidad
Externado de Colombia y miembro de número de la Academia Colombiana de Ciencias
Económicas, ACCE. Cofundadora del Colectivo de Mujeres MALÚ.
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