Luego de una semana de suspenso, las principales agencias noticiosas de Estados Unidos y el mundo han registrado, según el conteo de casi la totalidad de los votos, al candidato del partido Demócrata, Joe Biden, como triunfador frente a su contrincante del partido Republicano, Donald Trump y, por tanto, como el próximo presidente estadounidense. Trump intentará lograr que la Corte Suprema, en la cual los republicanos cuentan con mayoría, ventile y decida sobre si se cuentan o no los votos enviados por correo pese a que varios Estados mantienen la práctica como legalmente vigente y efectúan su conteo hasta después de entre 3 y 10 días siguientes a la elección. Por fortuna, el resultado de las elecciones estadounidenses marca un rumbo positivo de trascendencia mundial y en particular para Colombia. En una palabra, la derrota de Trump recibe una celebración, unánime y alborozada de los demócratas en todos los confines de la Tierra y en especial en América Latina.
Victoria de Biden con amplia ventaja
Luego de una semana de suspenso, las principales agencias noticiosas de Estados Unidos y el mundo han registrado, según el conteo de casi la totalidad de los votos, al candidato del partido Demócrata, Joe Biden, como triunfador frente a su contrincante del partido Republicano, Donald Trump y, por tanto, como el próximo presidente estadounidense. Luego de que alcanzara una creciente ventaja en el conteo de Pensilvania, pudo agregarse los 20 votos electorales de este Estado, con lo cual sobrepasó los 270 que constituyen la mayoría en el Colegio Electoral mientras que a Trump le faltaron más de 50. AP y NBC News proclamaron entonces a Biden “ganador proyectado”. En cuanto a los votos populares, la ventaja del primero sobre el segundo alcanzó desde el 4 de noviembre casi cuatro millones de papeletas.
Los Estados con la mayor cantidad de delegados desde un comienzo dieron ganador a Biden ‒California, y Nueva York‒, por lo que la posibilidad de variación de la magnitud en la cuenta final era bastante baja. En California, la ventaja de Biden fue superior en casi cuatro millones de votos, mientras que en Texas y Florida la de Trump es de apenas medio millón en cada uno. El Estado de Nueva York, donde Biden sacó dos terceras partes de la votación, es otro ejemplo incontestable de que el grueso de la población está a favor de Biden. Biden ya recibió más de 74 millones de votos, la mayor cantidad en la historia norteamericana. Asegurando victorias en los Estados clave de Wisconsin y Michigan, la definición final de batalla por la presidencia llegó con los restantes resultados en Pennsylvania, Georgia, Nevada, Arizona y Carolina del Norte. En los 4 primeros se impone Biden y, en Carolina del Norte, Trump. Así las cuentas, era prácticamente imposible otro resultado definitivo. Joe Biden, al finalizar la crítica semana había asumido públicamente su triunfo.
Como se ha informado reiteradamente, la votación final está en manos del Colegio Electoral, institución que refleja el balance de fuerzas concurrentes a la conformación nacional de Estados Unidos en el siglo XIX, valga decir entre el norte en proceso de industrializarse y el sur agrícola y esclavista. Es por eso por lo que Estados pequeños tienen un peso específico proporcional mayor al que tienen otros Estados más grandes, pues fue el acuerdo para mantenerlos en la federación que se fue concretando en las décadas posteriores a la Independencia.
En cuanto al Senado, la pelea está muy pareja, y si los demócratas se alzaran con uno o dos asientos, igualarían a los republicanos, aunque por lo pronto estos conservan la mayoría. Debe tenerse en cuenta que, en caso de empate entre los cien votantes en esta corporación, con la victoria de Biden, la vicepresidenta, Kamala Harris, será quien desempatará. El control del Senado resulta importante en la designación de varios altos cargos clave, como los jueces de la Corte Suprema.
La Cámara de Representantes seguirá teniendo mayoría demócrata, como ha sido durante los últimos cincuenta años, termómetro del mayor respaldo popular que tiene ese partido sobre el republicano pues acá la elección es por voto directo y número de habitantes.
No obstante el margen con el que ganó Biden, la campaña de Trump intentará ganar las elecciones por varias vías: con muy evidentes falsas informaciones, insólitas exigencias, e interponiendo en los tribunales demandas para anular millones de votos demócratas que llegaron a través del correo. Lo manifestaron las estentóreas exclamaciones sin fundamento de Trump, asegurando que ya había ganado, que las papeletas recibidas después del día de las elecciones “no se contarán”, que les estaban “robando” la elección, y su twit “¡Alto al conteo!”.
Trump intentará lograr que la Corte Suprema, en la cual los republicanos cuentan con mayoría, ventile y decida sobre si se cuentan o no los votos enviados por correo pese a que varios Estados mantienen la práctica como legalmente vigente y efectúan su conteo hasta después de entre 3 y 10 días siguientes a la elección. En la mañana del sábado 7 de noviembre se supo que uno de los jueces republicanos de la Corte Suprema de Justicia ordenó que los votos que llegaron por correo en el crucial estado de Pensilvania se cuenten por aparte del resto.
Fue muy difundida la afirmación de Trump sobre lo fraudulento de los votos por correo, y su anuncio de que si por ello resultaba alterado el resultado electoral, no los aceptaría. Mucho se ha especulado sobre la eventual opción de última instancia a la que podría recurrir Trump para no desocupar la Casa Blanca: una negativa, envuelta en razones pseudolegales, a entregar el mando a su sucesor. Tamaña eventualidad, que constituiría un verdadero de golpe de Estado de Trump en cualquiera de sus variantes, por ejemplo, llamando a la insubordinación de los grupos ultraderechistas, intimidando a los ganadores para que no puedan concretar el triunfo, o mediante órdenes directas al Ejército o a la Guardia Nacional para que respalden su negativa a entregar el poder. Entre todas las bravuconadas de Trump, esta última es la única que no ha esgrimido, lo que indica que no contaría con el respaldo de las fuerzas armadas en su intentona.
La candente eventualidad podría parecer a muchos un asunto de ciencia ficción en un país que se precia de tener la más sólida institucionalidad, pero hoy la fractura y los antagonismos estremecen la sociedad norteamericana de modo muy ostensible. Es muy significativo que la expresión “guerra civil”, con referencia a Estados Unidos, haya aparecido con inusitada frecuencia en los medios de todo el mundo por estos días. Dado el indudable juego y forcejeo entre los intereses más poderosos del mundo, el de las más grandes multinacionales integrantes del complejo militar-industrial y de alta tecnología respecto de la estrategia global de Estados Unidos, y de que como ha sido puesto en evidencia por los mil y pico de libros publicados con graves denuncias sobre las ejecutorias y trayectoria de Trump, amén de sus declaraciones sobre no aceptación de resultado “fraudulento” o “robo” de las elecciones presidenciales, la eventualidad de una negativa a la entrega del poder a su sucesor adquirió verosimilitud. Por fortuna, el rotundo pronunciamiento del pueblo estadounidense contra la reelección de Trump ha inclinado la balanza de forma terminante saliéndole al paso de los proyectos e intrigas del trumpismo.
Derrota de Trump: Norteamérica y el mundo respiran aliviados
El triunfo de Biden en las elecciones dará un respiro al planeta, a las fuerzas democráticas y revolucionarias, para alistarse para las próximas batallas entre el gran capital financiero y monopolista y las fuerzas del trabajo. Por el contrario, una victoria de Trump habría significado un espaldarazo a las posiciones de extrema derecha que han venido generalizándose en el planeta, acentuando aún más los protuberantes rasgos fascistas en lo corrido del siglo, desde el 2001 con el atentado contra las Torres Gemelas.
El gobierno de Trump acentuó esa tendencia fascista que se expresa en la concentración del poder en manos del presidente, que ha puesto al Congreso y a la Corte Suprema de Justicia al servicio de sus intereses y que, paralelamente, ha dado zarpazos al poder de gobernadores y alcaldes como se ha visto en el manejo de la pandemia. El sesgo fuertemente racista de su política migratoria, y de discriminación de los migrantes de los pueblos más pobres y atrasados, como su propuesta del muro divisorio en la frontera con México, había indignado los medios democráticos de todas las latitudes. De igual forma, la práctica cotidiana de apoyo a los supremacistas blancos y la violación de los derechos ciudadanos, ante todo el derecho a la protesta, reprimido ferozmente por un cuerpo policivo sin dios ni ley, lo mismo que el recorte a la libertad de expresión al descalificar a los periodistas y medios que no le son afectos. Los preparativos para agredir militarmente a Venezuela, como los acuerdos con Israel para rematar la política de despojo de los territorios de los palestinos
Estas y otras ejecutorias similares evidencian el creciente fascismo en Estados Unidos, que reelegido Trump habría adquirido proporciones más alarmantes y arrasadoras.
El efecto mundial también habría sido catastrófico. El mantenimiento del abandono del Acuerdo climático de Paris por Estados Unidos lesiona el interés de la humanidad y la vida entera del planeta. Por cuenta del respaldo de Trump, una banda de gobernantes de similar talante ultraderechista se ha venido instalando en el mundo y actuando a sus anchas, como Bolsonaro en Brasil, el uribismo en Colombia y personajes como Almagro en la OEA, al tiempo que alentaba las corrientes neofascistas de Europa.
Pero, de otra parte, si las contradicciones en la esfera económica que llevaron a la presidencia a Trump, en los cuatro años que están por terminar no se resolvieron por las ejecutorias del que abandonará la Casa Blanca, tampoco es de esperar que sean resueltas por el nuevo inquilino. La llegada de los demócratas a la presidencia de Estados Unidos con Joe Biden a la cabeza no significará, ni muchos menos, que se desdibuje o que se aminore la característica esencial de este país en el último siglo: el imperialismo. A través del poderoso engranaje encabezado por el capital financiero seguirá saqueando al planeta, en particular a los países atrasados. Pero para decirlo con todas sus letras, cada vez es más claro que al pueblo norteamericano como a los trabajadores y a miles de millones de gente corriente en el planeta no les resultaba indiferente, ni mucho menos, que la forma de esta dominación siguiera deslizándose del democratismo liberal a las más brutales de tinte fascista como habría sucedido de resultar reelegido Trump. La derrota de Trump y la victoria de Biden significan un buen suceso para las condiciones de la continuidad de la lucha democrática en el mundo entero. Disipan o por lo menos debilitan en el actual momento la inminencia del peligro fascista, permiten que no empeoren las condiciones para que prosiga la batalla general de las fuerzas progresivas del mundo contra el neoliberalismo y que su filo se concentre en detener y derrotar la funesta tendencia.
Trump constituye la culminación del fracaso neoliberal, el del modelo que reemplazó al manejo keynesiano de la economía capitalista. Durante las 5 décadas de la etapa keynesiana el capitalismo había experimentado un relativo control, al menos parcialmente, de sus recurrentes grandes crisis económicas y sociales, un paréntesis que le dio oxígeno para casi todo el resto del siglo XX. La adopción de la teoría de Keynes por el mundo capitalista fue, primero, una respuesta ante la irrupción del socialismo a comienzos de siglo XX como nuevo régimen social, y luego, parte de la estrategia norteamericana de contención en la contienda de las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, por su dominio sobre el mundo.
Pero el relativo mejoramiento del nivel de vida de sectores enteros de la clase trabajadora en los países centrales, el incremento del impuesto a la riqueza y a las herencias, terminó por considerarse un costo económico inadmisible e intolerable para el mismo gran capital. Sus mandamases en el mundo resolvieron ponerle punto final al keynesianismo desde mediados de la década del 70, echar mano de la doctrina económica enmohecida en la Escuela de Chicago cuya ferocidad y salvajismo contra trabajadores y necesidades sociales haría palidecer aquella que imperó durante las épocas tempranas del capitalismo. De nuevo subió la intensidad y los dolorosos efectos de las crisis económicas, cada vez mayores desde los años 80, de alcance global como la de 2008, y ahora con la complicación súbita y planetaria como la actual pandemia, cuyas raíces se ubican en el mismo desbarajuste ambiental generado por el cambio climático acelerado por el modelo económico neoliberal.
Trump, que no agregó nada al recetario neoliberal pero agravó más sus antisociales aristas en el interior de Estados Unidos, como exponente de la vieja derecha norteamericana portadora de sus más regresivas tradiciones, exacerbó hasta el estallido social las desigualdades sociales y racistas, entorpeció con sus medidas proteccionistas el globalismo comercial de las transnacionales gringas, e irritó el generalato estadounidense, un componente esencial del complejo militar-industrial y de alta tecnología con sus intromisiones en la estrategia global estadounidense. Todo ello sin hablar del manejo desastroso de la pandemia, responsable principal de la muerte de dos centenares de miles de vidas, cuya cuenta de cobro en las presidenciales del 3 de noviembre le pasó el grueso del pueblo norteamericano. Aunque ciertamente no fuese el tinte fascista de la administración Trump lo que disgustara al capital financiero estadounidense, sí lo fue el aumento del riesgo interno al ponerse al rojo vivo el descontento social y las justas reclamaciones catalizadas por el extremismo errático y las extravagancias de su titular.
En el escenario internacional, los aliados europeos miran con recelo la política económica gringa, y el crecimiento de China es inatajable. Pero un eventual gobierno de Biden no podrá renunciar del todo al proteccionismo que impulsó Trump, cuidando que las cadenas globales de producción vitales se mantengan. Así que las líneas gruesas de la política exterior de Estados Unidos, trazadas por sus monopolios imperiales, no cambiarán, sino que seguirán ahondándose.
La llegada de Biden a la presidencia y el control demócrata sobre la Cámara y, quizá, en el Senado, no cambiarán las tendencias básicas del imperialismo y el capitalismo, pero podrían poner un rumbo menos antidemocrático y acaso controlar o desacelerar la actual deriva resueltamente fascistoide de la decadente potencia. Puede que las promesas de campaña se cumplan o no, pero es evidente el esfuerzo de las propuestas de Biden por expresar algunas de las reivindicaciones sociales que han tenido reciente y airada expresión en Estados Unidos. Para sus nacionales significa retomar la senda social de Obama: en salud, extender el Obamacare, es decir, el seguro médico para todos los estadounidenses; en educación, el acceso universal con educación pública gratuita parta quienes no puedan costearla; en cuanto al salario mínimo, aumentarlo a 15 dólares hora (hoy está en siete); respecto a la energía limpia ofrece dos billones de dólares en inversión y el control sobre las emisiones de las plantas de energía; para enfrentar el covid-19 anuncia pruebas y atención medica gratuitos para todos los ciudadanos. Finalmente, para enfrentar el racismo anuncia invertir en capacitación a la policía sobre los derechos ciudadanos de los negros y las minorías. Nada de eso, por supuesto, es el “socialismo” vociferado por la ultraderecha trumpiana, simplemente una aproximación al básico promedio de la democracia burguesa.
En la arena mundial, la administración Biden implica la posibilidad de enfrentar dentro de un ambiente menos peligroso ‒para la vida de los movimientos demócratas y sus líderes‒, peleas mundiales como la ambientalista, la de atacar el trabajo esclavo y de niños, regionales como la no intervención de la OEA en los asuntos de los países miembros, y las nacionales como el respaldo al reconocimiento pleno de Palestina como Estado y la devolución de los territorios ocupados por Israel. Y claro está, mayor resonancia de denuncias y vigilancia internacional a la política del gobierno de Colombia para sabotear los acuerdos de paz.
Trump empeoró todo, desestabilizó a Estados Unidos y agudizó el choque social
La presidencia de Trump fue el intento, al mejor estilo del viejo Oeste, desalmado pero armado, de contrarrestar la debacle, pero la reacción explosiva del grueso de la población demuestra no sólo que el asunto no funcionó, sino que empuja con celeridad al desequilibrio del régimen. Por lo demás, debe subrayarse que los superbillonarios gringos también le apostaron a Trump en 2016, pero la fracción principal de ellos le retiró el respaldo en las elecciones que marcan el triunfo de Biden, como lo muestran las estadísticas de los aportes a las dos campañas, siendo la de Biden la que mayor arrastre logró, un 60% de esa lista, según informó la publicación financiera Forbes. Es decir, que a un sector de los potentados gringos finalmente les pareció muy arriesgado el pandillero estilo de Trump, al igual que sus fallidos movimientos proteccionistas y por el retorno de las inversiones de las multinacionales a la industria norteamericana en su propio territorio. Simplemente, Estados Unidos ya no tiene la potencia económica para soportar las represalias aduaneras del mundo a sus exportaciones ni mucho menos tienen intención las grandes corporaciones de renunciar a la muchísima más barata mano de obra de los países de la periferia.
Los problemas de Estados Unidos están ahí, pero agravados por los sucesos de los últimos años bajo Trump, y ponen al país en un mal primer lugar de indicadores clave. Como el oxidado engranaje industrial gringo empeorado por una ineficiente infraestructura, la miseria en que vive no menos de un séptimo de los habitantes, el creciente descontento cuyo enfrentamiento feroz no solo ha hecho aumentar las luchas en las calles sino el repudio entre los sectores de la élite intelectual de costa a costa, los desastres medioambientales que no dan tregua en ninguna de las cuatro estaciones, y el racismo, que sigue acrecentándose sin que efectivamente se tomen o propongan medidas para enfrentarlo ni por los demócratas ni por los republicanos.
Desde el punto de vista social, la fractura entre diversos sectores adquirió una dinámica que difícilmente Biden podrá apenas morigerar, como por ejemplo el supremacismo blanco y la xenofobia que a lo sumo volverán a reducirse a sus viejas guaridas en el sur y el medio oeste. Pero no será de poca significación refrenar, en lugar de darle rienda suelta, al desbordamiento de las más regresivas tradiciones de la vieja Norteamérica.
Con Trump, también pierde el uribismo gobernante
En Colombia, la apuesta de Álvaro Uribe, del Centro Democrático y del gobierno Duque a la reelección de Trump evidenció el peor propósito del círculo ultraderechista gobernante: buscar el apoyo de la modalidad más regresiva del imperio para llevar a cabo la completa realización de su proyecto a cambio de proseguir su papel apátrida de peón más dócil de la política gringa en América Latina y, en especial, de secundar la aventura de la agresión militar a Venezuela con Colombia como carne de cañón. Mientras, por una parte, se ahondarían los aspectos más aberrantes del modelo neoliberal, antiobrero, privatizador y antisocial, de otro lado, sería total el desmantelamiento del proceso de paz, el arrasamiento definitivo del Estado de derecho y la generalización de la violencia, las masacres y los atentados contra la oposición, la protesta social y toda expresión crítica e independiente.
A la cadena de fiascos del gobierno de Duque y del uribismo se suma ahora la derrota electoral de Trump. En su papel de pajecillo del imperio, extremado su servilismo hasta lo grotesco, se ganó el regaño de su superior en Colombia, el embajador norteamericano, quien rechazó la obsecuencia uribista como indeseada intrusión. Aun así, el gobierno colombiano se esforzó por contribuir al sartal de improperios de la campaña trumpista contra Biden aportando el “argumento” de que este encarnaba el nuevo “castrochavismo” porque al igual que “su amigo Petro” era “socialista”, y promovió reuniones entre colombianos y latinoamericanos de Miami con el mismo propósito. Con posterioridad a la victoria de Biden, la declaración del expresidente Álvaro Uribe se constituye en demostración palmaria de la diferencia entre el gobierno del presidente electo y Trump: le reclama al gobierno de Obama, y a su entonces vicepresidente Biden, su falta apoyo al no del uribismo contra la paz expresado en el plebiscito. Con el rabo entre las piernas, ahora el gobierno uribista congratula al nuevo presidente estadounidense y asegura que jamás intentó acción alguna contra su candidatura.
Por fortuna, el resultado de las elecciones estadounidenses marca un rumbo positivo de trascendencia mundial y en particular para Colombia. En una palabra, la derrota de Trump recibe una celebración, unánime y alborozada de los demócratas en todos los confines de la Tierra y en especial en América Latina.
Como se ha informado reiteradamente, la votación final está en manos del Colegio Electoral, institución que refleja el balance de fuerzas concurrentes a la conformación nacional de Estados Unidos en el siglo XIX, valga decir entre el norte en proceso de industrializarse y el sur agrícola y esclavista. Es por eso por lo que Estados pequeños tienen un peso específico proporcional mayor al que tienen otros Estados más grandes, pues fue el acuerdo para mantenerlos en la federación que se fue concretando en las décadas posteriores a la Independencia.
En cuanto al Senado, la pelea está muy pareja, y si los demócratas se alzaran con uno o dos asientos, igualarían a los republicanos, aunque por lo pronto estos conservan la mayoría. Debe tenerse en cuenta que, en caso de empate entre los cien votantes en esta corporación, con la victoria de Biden, la vicepresidenta, Kamala Harris, será quien desempatará. El control del Senado resulta importante en la designación de varios altos cargos clave, como los jueces de la Corte Suprema.
La Cámara de Representantes seguirá teniendo mayoría demócrata, como ha sido durante los últimos cincuenta años, termómetro del mayor respaldo popular que tiene ese partido sobre el republicano pues acá la elección es por voto directo y número de habitantes.
No obstante el margen con el que ganó Biden, la campaña de Trump intentará ganar las elecciones por varias vías: con muy evidentes falsas informaciones, insólitas exigencias, e interponiendo en los tribunales demandas para anular millones de votos demócratas que llegaron a través del correo. Lo manifestaron las estentóreas exclamaciones sin fundamento de Trump, asegurando que ya había ganado, que las papeletas recibidas después del día de las elecciones “no se contarán”, que les estaban “robando” la elección, y su twit “¡Alto al conteo!”.
Trump intentará lograr que la Corte Suprema, en la cual los republicanos cuentan con mayoría, ventile y decida sobre si se cuentan o no los votos enviados por correo pese a que varios Estados mantienen la práctica como legalmente vigente y efectúan su conteo hasta después de entre 3 y 10 días siguientes a la elección. En la mañana del sábado 7 de noviembre se supo que uno de los jueces republicanos de la Corte Suprema de Justicia ordenó que los votos que llegaron por correo en el crucial estado de Pensilvania se cuenten por aparte del resto.
Fue muy difundida la afirmación de Trump sobre lo fraudulento de los votos por correo, y su anuncio de que si por ello resultaba alterado el resultado electoral, no los aceptaría. Mucho se ha especulado sobre la eventual opción de última instancia a la que podría recurrir Trump para no desocupar la Casa Blanca: una negativa, envuelta en razones pseudolegales, a entregar el mando a su sucesor. Tamaña eventualidad, que constituiría un verdadero de golpe de Estado de Trump en cualquiera de sus variantes, por ejemplo, llamando a la insubordinación de los grupos ultraderechistas, intimidando a los ganadores para que no puedan concretar el triunfo, o mediante órdenes directas al Ejército o a la Guardia Nacional para que respalden su negativa a entregar el poder. Entre todas las bravuconadas de Trump, esta última es la única que no ha esgrimido, lo que indica que no contaría con el respaldo de las fuerzas armadas en su intentona.
La candente eventualidad podría parecer a muchos un asunto de ciencia ficción en un país que se precia de tener la más sólida institucionalidad, pero hoy la fractura y los antagonismos estremecen la sociedad norteamericana de modo muy ostensible. Es muy significativo que la expresión “guerra civil”, con referencia a Estados Unidos, haya aparecido con inusitada frecuencia en los medios de todo el mundo por estos días. Dado el indudable juego y forcejeo entre los intereses más poderosos del mundo, el de las más grandes multinacionales integrantes del complejo militar-industrial y de alta tecnología respecto de la estrategia global de Estados Unidos, y de que como ha sido puesto en evidencia por los mil y pico de libros publicados con graves denuncias sobre las ejecutorias y trayectoria de Trump, amén de sus declaraciones sobre no aceptación de resultado “fraudulento” o “robo” de las elecciones presidenciales, la eventualidad de una negativa a la entrega del poder a su sucesor adquirió verosimilitud. Por fortuna, el rotundo pronunciamiento del pueblo estadounidense contra la reelección de Trump ha inclinado la balanza de forma terminante saliéndole al paso de los proyectos e intrigas del trumpismo.
Derrota de Trump: Norteamérica y el mundo respiran aliviados
El triunfo de Biden en las elecciones dará un respiro al planeta, a las fuerzas democráticas y revolucionarias, para alistarse para las próximas batallas entre el gran capital financiero y monopolista y las fuerzas del trabajo. Por el contrario, una victoria de Trump habría significado un espaldarazo a las posiciones de extrema derecha que han venido generalizándose en el planeta, acentuando aún más los protuberantes rasgos fascistas en lo corrido del siglo, desde el 2001 con el atentado contra las Torres Gemelas.
El gobierno de Trump acentuó esa tendencia fascista que se expresa en la concentración del poder en manos del presidente, que ha puesto al Congreso y a la Corte Suprema de Justicia al servicio de sus intereses y que, paralelamente, ha dado zarpazos al poder de gobernadores y alcaldes como se ha visto en el manejo de la pandemia. El sesgo fuertemente racista de su política migratoria, y de discriminación de los migrantes de los pueblos más pobres y atrasados, como su propuesta del muro divisorio en la frontera con México, había indignado los medios democráticos de todas las latitudes. De igual forma, la práctica cotidiana de apoyo a los supremacistas blancos y la violación de los derechos ciudadanos, ante todo el derecho a la protesta, reprimido ferozmente por un cuerpo policivo sin dios ni ley, lo mismo que el recorte a la libertad de expresión al descalificar a los periodistas y medios que no le son afectos. Los preparativos para agredir militarmente a Venezuela, como los acuerdos con Israel para rematar la política de despojo de los territorios de los palestinos
Estas y otras ejecutorias similares evidencian el creciente fascismo en Estados Unidos, que reelegido Trump habría adquirido proporciones más alarmantes y arrasadoras.
El efecto mundial también habría sido catastrófico. El mantenimiento del abandono del Acuerdo climático de Paris por Estados Unidos lesiona el interés de la humanidad y la vida entera del planeta. Por cuenta del respaldo de Trump, una banda de gobernantes de similar talante ultraderechista se ha venido instalando en el mundo y actuando a sus anchas, como Bolsonaro en Brasil, el uribismo en Colombia y personajes como Almagro en la OEA, al tiempo que alentaba las corrientes neofascistas de Europa.
Pero, de otra parte, si las contradicciones en la esfera económica que llevaron a la presidencia a Trump, en los cuatro años que están por terminar no se resolvieron por las ejecutorias del que abandonará la Casa Blanca, tampoco es de esperar que sean resueltas por el nuevo inquilino. La llegada de los demócratas a la presidencia de Estados Unidos con Joe Biden a la cabeza no significará, ni muchos menos, que se desdibuje o que se aminore la característica esencial de este país en el último siglo: el imperialismo. A través del poderoso engranaje encabezado por el capital financiero seguirá saqueando al planeta, en particular a los países atrasados. Pero para decirlo con todas sus letras, cada vez es más claro que al pueblo norteamericano como a los trabajadores y a miles de millones de gente corriente en el planeta no les resultaba indiferente, ni mucho menos, que la forma de esta dominación siguiera deslizándose del democratismo liberal a las más brutales de tinte fascista como habría sucedido de resultar reelegido Trump. La derrota de Trump y la victoria de Biden significan un buen suceso para las condiciones de la continuidad de la lucha democrática en el mundo entero. Disipan o por lo menos debilitan en el actual momento la inminencia del peligro fascista, permiten que no empeoren las condiciones para que prosiga la batalla general de las fuerzas progresivas del mundo contra el neoliberalismo y que su filo se concentre en detener y derrotar la funesta tendencia.
Trump constituye la culminación del fracaso neoliberal, el del modelo que reemplazó al manejo keynesiano de la economía capitalista. Durante las 5 décadas de la etapa keynesiana el capitalismo había experimentado un relativo control, al menos parcialmente, de sus recurrentes grandes crisis económicas y sociales, un paréntesis que le dio oxígeno para casi todo el resto del siglo XX. La adopción de la teoría de Keynes por el mundo capitalista fue, primero, una respuesta ante la irrupción del socialismo a comienzos de siglo XX como nuevo régimen social, y luego, parte de la estrategia norteamericana de contención en la contienda de las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, por su dominio sobre el mundo.
Pero el relativo mejoramiento del nivel de vida de sectores enteros de la clase trabajadora en los países centrales, el incremento del impuesto a la riqueza y a las herencias, terminó por considerarse un costo económico inadmisible e intolerable para el mismo gran capital. Sus mandamases en el mundo resolvieron ponerle punto final al keynesianismo desde mediados de la década del 70, echar mano de la doctrina económica enmohecida en la Escuela de Chicago cuya ferocidad y salvajismo contra trabajadores y necesidades sociales haría palidecer aquella que imperó durante las épocas tempranas del capitalismo. De nuevo subió la intensidad y los dolorosos efectos de las crisis económicas, cada vez mayores desde los años 80, de alcance global como la de 2008, y ahora con la complicación súbita y planetaria como la actual pandemia, cuyas raíces se ubican en el mismo desbarajuste ambiental generado por el cambio climático acelerado por el modelo económico neoliberal.
Trump, que no agregó nada al recetario neoliberal pero agravó más sus antisociales aristas en el interior de Estados Unidos, como exponente de la vieja derecha norteamericana portadora de sus más regresivas tradiciones, exacerbó hasta el estallido social las desigualdades sociales y racistas, entorpeció con sus medidas proteccionistas el globalismo comercial de las transnacionales gringas, e irritó el generalato estadounidense, un componente esencial del complejo militar-industrial y de alta tecnología con sus intromisiones en la estrategia global estadounidense. Todo ello sin hablar del manejo desastroso de la pandemia, responsable principal de la muerte de dos centenares de miles de vidas, cuya cuenta de cobro en las presidenciales del 3 de noviembre le pasó el grueso del pueblo norteamericano. Aunque ciertamente no fuese el tinte fascista de la administración Trump lo que disgustara al capital financiero estadounidense, sí lo fue el aumento del riesgo interno al ponerse al rojo vivo el descontento social y las justas reclamaciones catalizadas por el extremismo errático y las extravagancias de su titular.
En el escenario internacional, los aliados europeos miran con recelo la política económica gringa, y el crecimiento de China es inatajable. Pero un eventual gobierno de Biden no podrá renunciar del todo al proteccionismo que impulsó Trump, cuidando que las cadenas globales de producción vitales se mantengan. Así que las líneas gruesas de la política exterior de Estados Unidos, trazadas por sus monopolios imperiales, no cambiarán, sino que seguirán ahondándose.
La llegada de Biden a la presidencia y el control demócrata sobre la Cámara y, quizá, en el Senado, no cambiarán las tendencias básicas del imperialismo y el capitalismo, pero podrían poner un rumbo menos antidemocrático y acaso controlar o desacelerar la actual deriva resueltamente fascistoide de la decadente potencia. Puede que las promesas de campaña se cumplan o no, pero es evidente el esfuerzo de las propuestas de Biden por expresar algunas de las reivindicaciones sociales que han tenido reciente y airada expresión en Estados Unidos. Para sus nacionales significa retomar la senda social de Obama: en salud, extender el Obamacare, es decir, el seguro médico para todos los estadounidenses; en educación, el acceso universal con educación pública gratuita parta quienes no puedan costearla; en cuanto al salario mínimo, aumentarlo a 15 dólares hora (hoy está en siete); respecto a la energía limpia ofrece dos billones de dólares en inversión y el control sobre las emisiones de las plantas de energía; para enfrentar el covid-19 anuncia pruebas y atención medica gratuitos para todos los ciudadanos. Finalmente, para enfrentar el racismo anuncia invertir en capacitación a la policía sobre los derechos ciudadanos de los negros y las minorías. Nada de eso, por supuesto, es el “socialismo” vociferado por la ultraderecha trumpiana, simplemente una aproximación al básico promedio de la democracia burguesa.
En la arena mundial, la administración Biden implica la posibilidad de enfrentar dentro de un ambiente menos peligroso ‒para la vida de los movimientos demócratas y sus líderes‒, peleas mundiales como la ambientalista, la de atacar el trabajo esclavo y de niños, regionales como la no intervención de la OEA en los asuntos de los países miembros, y las nacionales como el respaldo al reconocimiento pleno de Palestina como Estado y la devolución de los territorios ocupados por Israel. Y claro está, mayor resonancia de denuncias y vigilancia internacional a la política del gobierno de Colombia para sabotear los acuerdos de paz.
Trump empeoró todo, desestabilizó a Estados Unidos y agudizó el choque social
La presidencia de Trump fue el intento, al mejor estilo del viejo Oeste, desalmado pero armado, de contrarrestar la debacle, pero la reacción explosiva del grueso de la población demuestra no sólo que el asunto no funcionó, sino que empuja con celeridad al desequilibrio del régimen. Por lo demás, debe subrayarse que los superbillonarios gringos también le apostaron a Trump en 2016, pero la fracción principal de ellos le retiró el respaldo en las elecciones que marcan el triunfo de Biden, como lo muestran las estadísticas de los aportes a las dos campañas, siendo la de Biden la que mayor arrastre logró, un 60% de esa lista, según informó la publicación financiera Forbes. Es decir, que a un sector de los potentados gringos finalmente les pareció muy arriesgado el pandillero estilo de Trump, al igual que sus fallidos movimientos proteccionistas y por el retorno de las inversiones de las multinacionales a la industria norteamericana en su propio territorio. Simplemente, Estados Unidos ya no tiene la potencia económica para soportar las represalias aduaneras del mundo a sus exportaciones ni mucho menos tienen intención las grandes corporaciones de renunciar a la muchísima más barata mano de obra de los países de la periferia.
Los problemas de Estados Unidos están ahí, pero agravados por los sucesos de los últimos años bajo Trump, y ponen al país en un mal primer lugar de indicadores clave. Como el oxidado engranaje industrial gringo empeorado por una ineficiente infraestructura, la miseria en que vive no menos de un séptimo de los habitantes, el creciente descontento cuyo enfrentamiento feroz no solo ha hecho aumentar las luchas en las calles sino el repudio entre los sectores de la élite intelectual de costa a costa, los desastres medioambientales que no dan tregua en ninguna de las cuatro estaciones, y el racismo, que sigue acrecentándose sin que efectivamente se tomen o propongan medidas para enfrentarlo ni por los demócratas ni por los republicanos.
Desde el punto de vista social, la fractura entre diversos sectores adquirió una dinámica que difícilmente Biden podrá apenas morigerar, como por ejemplo el supremacismo blanco y la xenofobia que a lo sumo volverán a reducirse a sus viejas guaridas en el sur y el medio oeste. Pero no será de poca significación refrenar, en lugar de darle rienda suelta, al desbordamiento de las más regresivas tradiciones de la vieja Norteamérica.
Con Trump, también pierde el uribismo gobernante
En Colombia, la apuesta de Álvaro Uribe, del Centro Democrático y del gobierno Duque a la reelección de Trump evidenció el peor propósito del círculo ultraderechista gobernante: buscar el apoyo de la modalidad más regresiva del imperio para llevar a cabo la completa realización de su proyecto a cambio de proseguir su papel apátrida de peón más dócil de la política gringa en América Latina y, en especial, de secundar la aventura de la agresión militar a Venezuela con Colombia como carne de cañón. Mientras, por una parte, se ahondarían los aspectos más aberrantes del modelo neoliberal, antiobrero, privatizador y antisocial, de otro lado, sería total el desmantelamiento del proceso de paz, el arrasamiento definitivo del Estado de derecho y la generalización de la violencia, las masacres y los atentados contra la oposición, la protesta social y toda expresión crítica e independiente.
A la cadena de fiascos del gobierno de Duque y del uribismo se suma ahora la derrota electoral de Trump. En su papel de pajecillo del imperio, extremado su servilismo hasta lo grotesco, se ganó el regaño de su superior en Colombia, el embajador norteamericano, quien rechazó la obsecuencia uribista como indeseada intrusión. Aun así, el gobierno colombiano se esforzó por contribuir al sartal de improperios de la campaña trumpista contra Biden aportando el “argumento” de que este encarnaba el nuevo “castrochavismo” porque al igual que “su amigo Petro” era “socialista”, y promovió reuniones entre colombianos y latinoamericanos de Miami con el mismo propósito. Con posterioridad a la victoria de Biden, la declaración del expresidente Álvaro Uribe se constituye en demostración palmaria de la diferencia entre el gobierno del presidente electo y Trump: le reclama al gobierno de Obama, y a su entonces vicepresidente Biden, su falta apoyo al no del uribismo contra la paz expresado en el plebiscito. Con el rabo entre las piernas, ahora el gobierno uribista congratula al nuevo presidente estadounidense y asegura que jamás intentó acción alguna contra su candidatura.
Por fortuna, el resultado de las elecciones estadounidenses marca un rumbo positivo de trascendencia mundial y en particular para Colombia. En una palabra, la derrota de Trump recibe una celebración, unánime y alborozada de los demócratas en todos los confines de la Tierra y en especial en América Latina.
Bogotá, 11 de noviembre de 2020
1 comentarios:
Write comentariosLos Estados o gobiernos, deben aplicar como filosofias politicas, el DESARROLLO ECONOMICO. Asi como el Estado genera desarrollo, de igual manera lo generan las empresas privadas; las que se configuran como pequeños Estados.
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