Génesis de la oposición a la paz (14 de septiembre de 2016)

César Tovar de León 9:21 a.m.




Por: Marcelo Torres 

A pocos días del plebiscito del 2 de octubre, es clave precisar qué debe ponerse en el primer plano de la atención de los colombianos. Por suerte, el proceso de negociaciones de La Habana, a través del  encarnizado debate público generado, ha decantado los asuntos que ameritan ese máximo interés. Hay que transmitirlos ahora al público de manera sintética, completa y a tiempo. Empecemos por un asunto cardinal: ¿por qué el escenario político y social ha devenido tan polarizado alrededor del crucial asunto de la paz? Habida cuenta de los daños y padecimientos acarreados por la violencia política al país, resultaría casi obvio esperar que ante el mecanismo institucional que le da salida, el plebiscito refrendatorio, debería expresarse un unánime apoyo al anhelo nacional por la paz.

 Pero no ha sido así. Una porción considerable de colombianos ha anunciado en las encuestas su voto por el No a los acuerdos de La Habana, bajo el efecto del torpedeo sistemático a las negociaciones de paz durante todo su transcurso por el Centro Democrático, el sector político opuesto al proceso, ahora promotores de la campaña negativa, en tanto que otra parte, también significativa, se muestra escéptica inclinándose por la abstención. Aunque la etapa final de concresión y finalización de los acuerdos alteró positivamente la anterior tendencia de las encuestas, y se perfila en proporción ascendente  una mayoría del Sí[1], nadie puede confiarse en pronósticos sobre una opinión pública que ha mostrado una apreciable y veloz variabilidad en sus estados de ánimo. Por el contrario, el Sí necesita una magnitud de votación si no aplastante sí con el amplio margen de ventaja suficiente para mantener a raya o sofrenar una oposición a la paz exacerbada y desafiante. Por ello se impone un envión final de nuestros esfuerzos ventilando temas que puedan contribuir a una definición positiva de colombianos confundidos o indecisos, y en procura incluso del cambio de posición de ciudadanos por el No de buena fe pero engañados por los enemigos de la paz. En aras de ello, conviene precisar con profundidad y exactitud a qué obedece la actual polarización, llamando la atención sobre la génesis del influjo uribista. No es el único tema del núcleo de las cuestiones de fondo; empezar por él  ayudará a despejar las mentes de muchos de la malsana influencia.    

Un credo de mano dura y de aniquilación

No constituye novedad alguna advertir que en Colombia hayamos tenido que padecer o percibir, con frecuencia rayana en costumbre, cruentos y estremecedores sucesos. Quizá  esta anómala familiaridad del país con los hechos continuados de fuerza se deba a que, desde la instauración del Frente nacional bipartidista hasta hoy, no ha habido generación de colombianos que haya crecido o transcurrido en un entorno ajeno a la violencia. Y acaso por lo mismo, en amplios sectores de la población  ─especialmente en franjas de las capas medias que en otras condiciones formarían parte de la opinión considerada democrática─,  surgieron y perviven nociones sobre la violencia y la paz que subestiman los terribles efectos de la guerra al tiempo que menosprecian la importancia de la paz.

En los días que corren, esta inversión de las cosas en la percepción de considerables porciones de la sociedad colombiana no es en absoluto ajena a las acciones ideológicas en gran escala de agentes del conflicto armado y en especial a la versión  difundida con persistencia por sectores de la ultraderecha, sobre una pretendida solución de la contienda basada en la “mano fuerte” y la rendición incondicional de las agrupaciones insurgentes. Dicha concepción se remonta, en el tramo contemporáneo de la violencia colombiana, a los inicios mismos de la década de 1980 con el surgimiento de los primeros escuadrones paramilitares en la zona del Magdalena Medio y en otros lugares.  Se configuró desde entonces una corriente política y social nacida de la siniestra simbiosis del conflicto armado y el fenómeno del narcotráfico, cuya base social fueron terratenientes, señores de la guerra, temibles clanes mafiosos,  gamonales territoriales, y elementos de la alta oficialidad de Ejército y Policía. Esta mixtura o alianza de diversos sectores con ilegal poder político y económico, denominada emergente por la copiosa literatura a ella referente, surgida en nombre de la respuesta a los desafueros y excesos de las agrupaciones guerrilleras, pronto puso en boga su enfoque y procedimientos sobre la insurgencia armada o por lo menos consiguió durante tiempo prolongado un clima político y social permisivo para los mismos. Se ha echado de ver el parentesco ideológico o doctrinal de esa concepción de la “mano dura” contra las agrupaciones guerrilleras con  el Centro Democrático, cuyos antecedentes o raíces ideológicas, desde  mediados del decenio de los noventa hasta hoy, han corrido a cuenta del expresidente Álvaro Uribe Vélez y sus más cercanos seguidores, primero como gobernador de Antioquia y luego como presidente de la república durante dos períodos.

 Mucho le abonaron el terreno a la mencionada visión las actividades las Farc durante su apogeo de la segunda mitad de los noventa e incluso ya a comienzos del presente siglo, al punto de suministrarle a Uribe el material temático de la campaña que lo catapultó a la presidencia de la república en 2002. En la actualidad, los estragos de la caída de los precios del petróleo, y la política de drástico ajuste fiscal con la que ha respondido el modelo neoliberal imperante bajo el gobierno Santos, con el consiguiente deterioro de la economía y la situación económica y social, como las justas protestas sociales suscitadas y en curso, también han llevado abundante agua al molino uribista aunque muchos de sus seguidores no recuerden o no quieran reparar en que el celebrado pacificador también aplicó a tutiplén las fórmulas neoliberales.

Todo lo anterior puede explicar, así aparezca paradójico, que en un país en el cual la violencia política ha ocasionado tan grande impacto negativo no resulte claro y evidente que el principal problema nacional a resolver de Colombia sea, precisamente, la terminación definitiva del sangriento  y prolongado conflicto armado.

La derechización cabalgó sobre la violencia

La afirmación de que este conflicto ha sido el obstáculo principal del avance democrático del país encuentra su comprobación, sin ir más lejos, en hechos fundamentales de la política colombiana reciente. En su último tramo, a contrapelo de la violencia, fue un avance que las fuerzas progresistas  –partidos y redes sociales democráticas y de izquierda, congresistas de oposición, sindicatos obreros, organizaciones y movimientos sociales y cívicos, defensores de derechos humanos─,   lideradas por sus voceros más avanzados[2], denunciaran públicamente las atrocidades del paramilitarismo y sus vínculos con agrupamientos políticos gobernantes, empresariales e incluso con multinacionales, al igual que los resultados de tan valientes denuncias, trocando la indulgencia y hasta la favorabilidad anteriores hacia las acciones paramilitares en el abierto repudio que desde entonces  recibieron a nivel de opinión pública. No menos importante fueron las posiciones de la Corte Constitucional en defensa de la legalidad, su veto a la segunda reelección de Uribe y los procesos judiciales y condenas proferidas contra buena parte de sus cómplices de la denominada “parapolítica”. Fue la réplica, callejera e institucional, del país democrático a la prevalencia en la política nacional y en el Estado, de las fuerzas de extrema derecha emergidas del conflicto armado. Pero fue un retroceso, del que Colombia no ha logrado salido del todo, el hecho de que a partir de la normal indignación de los afectados de todos los sectores sociales por las acciones armadas, los actos terroristas, las minas antipersonales, los secuestros, la extorsión y las amenazas de las Farc y otras agrupaciones insurgentes, Uribe obtuviera o ampliara una base social real desde la cual, haciendo eco y apoyándose en ideas y concepciones ultra-retrógradas de la vieja sociedad colombiana, y canalizara así la inconformidad de amplios sectores sociales hacia posiciones de extrema derecha, las más reaccionarias de América Latina, lindantes incluso con el fascismo.

Los 8 años de los dos gobiernos consecutivos de Uribe, repletos  de gravísimas transgresiones del Estado de derecho, constituyeron un período de gran retroceso de la democracia auspiciado desde la cúspide gobernante. Hechos como la dirección de la agencia de seguridad del Estado por un agente del paramilitarismo, el espionaje ilegal contra la Corte Constitucional, las “chuzadas” a personajes políticos opositores, los “falsos positivos”, la disposición ilegal de recursos públicos para grandes propietarios de tierras, la reelección con escándalos de compra de votos de parlamentarios, la incursión armada ilegal en países vecinos, etcétera, son, amén de incontables medidas contra el pueblo y el interés nacional, sólo algunas de las más conocidas de la larga lista de tales acciones oficiales. Lo anterior se desenvolvió simultáneamente con el que fuera el más protuberante papel del gobierno Uribe: desarrollar la mayor ofensiva militar jamás desplegada contra las Farc o contra agrupación guerrillera alguna, con la asesoría y el apoyo, por supuesto, de Estados Unidos. Y haber conseguido con ello alterar el anterior balance de fuerzas de desfavorable para el Estado y favorable a las Farc en lo contrario: la pérdida de la iniciativa estratégica de esta agrupación y el desescalamiento de la guerra de movimientos, que retornó a la guerra de guerrillas.

Faltó resolución en gran parte de la izquierda

La izquierda colombiana no alzada en armas tenía que haber recogido desde mucho antes del 4 de febrero de 2008, el clamor de las muchedumbres que se expresaron contra las Farc y por la liberación de sus secuestrados en la memorable manifestación de esa fecha efectuada en las principales ciudades del país. Tenía que haberse adelantado una campaña pública clara, resuelta y persistente de condena al secuestro como método ajeno a la lucha revolucionaria y democrática[3]. Entonces habría podido plantearle a esas mismas masas que resultarían arrebañadas por el uribismo, su propia propuesta de salida democrática negociada del conflicto armado. Infortunadamente, nunca cuajaron las condiciones para que estuviese en capacidad de desempeñar ese papel crucial en la política colombiana. La fuerza-herramienta llamada a cumplir la decisiva labor, con la cual habría podido disputar la influencia sobre buena parte de esas capas medias encandiladas por Uribe, era el Polo Democrático que llevó a Lucho Garzón a la alcaldía de Bogotá emergiendo entonces como una formidable coalición progresista y democrática, al cual ingresó el PTC, coalición que a poco andar se convirtió en Polo Democrático  Alternativo con el ingreso a sus filas del PCC,  el Moir y otras organizaciones de izquierda. La renuencia, y en ocasiones la declarada negativa de los dirigentes de estos últimos sectores a deslindar campos públicamente de manera inequívoca y rotunda con la lucha armada, impidió casi siempre que la coalición democrática y de izquierda en formación pudiera asumir la tarea que las circunstancias del país demandaban. El fuerte liderazgo de Gustavo Petro posibilitó aglutinar los sectores del Polo que creíamos que la izquierda no guerrillera debía sacudirse con decisión el estigma de partidaria de la violencia con que injustamente se le había etiquetado, y que la ambigüedad derivada de una mal entendida negativa a confundirse con la derecha le impedía efectuar de modo claro y fuerte en público. El resto de la historia es conocida: los sectores así aglutinados, ante la obstinada oposición del PCC y del Moir a aclarar debidamente la posición del Polo ante la lucha armada, aunada por último a su torpe negativa a cuestionar públicamente los manejos de la alcaldía de Samuel Moreno,  tuvimos  que retirarnos de esa coalición.

De modo que, como advertía Federico Engels, en determinadas condiciones, cuando ciertas tareas se convierten en necesidad en una sociedad,  a falta de elementos avanzados que las encabecen, estas terminan abriéndose paso, adelantadas incluso por fuerzas reaccionarias y con los métodos que les son propios.  El compañero de Marx citaba en abono de su tesis la unificación de Alemania, una tarea histórica progresiva,  por el puño de hierro de Bismarck, el líder de los terratenientes prusianos. En nuestro país podría señalarse, al respecto, la tarea de la unificación nacional mediante la centralización, con una Carta política teocrática y despótica, la Constitución de 1886,  por Rafael Núñez.                   

Por supuesto que cuando tales tareas que pueden calificarse de progresivas resultan adelantadas  por fuerzas y líderes de cuño regresivo, sus ejecutorias terminan fatalmente por pasar una cuenta de cobro a la sociedad en la que tienen lugar, cuyo alto costo pagan principalmente las clases y sectores sociales más explotados y oprimidos. La estrategia de mano dura contra los insurgentes, aniquilación o  rendición sin condiciones de los mismos, proclamada y perseguida por Uribe, cuyo actual corolario es el rechazo de los acuerdos de paz a que se llegó en La Habana, sigue expresado en su campaña del No al plebiscito refrendatorio. Que de lograr mayoría, no obstante la letra del fallo de la Corte, dada la ostensible debilidad en que dejaría al gobierno y lo impredecible de la reacción de las Farc, configuraría una situación política de impracticable recomienzo de las negociaciones de paz o de otras nuevas y dejaría al país al garete, en una estacada en la que oficialmente no se reconocería ni paz ni guerra, pero en la cual la confusión, la incertidumbre, y el inevitable desgobierno de un cuadro tan complejo recrudecerían los factores de violencia actuantes y potenciales, agravarían la desestabilización al límite, y propiciarían un desenlace favorable a la extrema derecha. Quizá sea este el cálculo sobre el cual Uribe haya hecho su apuesta. En la hipótesis de que tan infortunado curso de la situación nacional tomara cuerpo, con la inevitable exacerbación de los hechos de violencia de múltiples fuentes que sobrevendrían, nadie puede pronosticar cuánto tiempo tomaría el cumplimiento de la meta fijada por Uribe, de destrucción o rendición, respecto de los alzados en armas, ni si en fin de cuentas sería factible esa pax uribista. Y eso sin mencionar la actividad paramilitar que sin duda alguna se incrementaría, en favor de la agudización del curso de la situación descrito, a inusitados niveles. Lo que sí puede  saberse con certeza anticipada respecto de semejante eventualidad es que implicaría un nuevo y alto sacrificio en vidas humanas, mayor destrucción y deterioro tanto de la infraestructura nacional como del medio ambiente, continuación de la dedicación de ingentes recursos públicos y privados a la guerra, y muy probablemente, un marco político general que aseguraría la reimplantación del oscuro proyecto uribista. 
   
Si quisiéramos indagar por las raíces del ascendiente de Uribe sobre los 7 millones de electores que votaron en las pasadas elecciones presidenciales por su candidato, Óscar Iván Zuluaga, deberíamos resumirlas así: 1) obedece a que asumió la vocería de amplios sectores afectados por las acciones de las agrupaciones guerrilleras y consiguió captarlos para la consabida solución de la mano dura contra los insurgentes y la consecución de su aniquilación o rendición sin condiciones; y 2) realizó la ofensiva militar que tales afectados y otros más, que catalogaron a los alzados en armas por sus acciones como simples bandoleros,  deseaban que llevara a cabo el gobierno capaz de ello.

Desde luego que la “mano dura” no era otra cosa que el abandono de todo principio avanzado logrado por la experiencia de la civilización planetaria en las guerras mundiales, internacionales y civiles, para  aplicar una política de arrasamiento no sólo contra los combatientes de las guerrillas sino contra toda fuerza o sector del Estado o de la sociedad colombiana que pretendiera oponerse a tal concepción y a sus procedimientos. Que no podían imponerse sino al costo, en suma, del arrasamiento mismo de la democracia en su conjunto. Los hechos de su gobierno que revelaron este meollo de la política uribista son tan elocuentes como innegables. El hecho de que considerables sectores sociales se enrolaran en las filas uribistas pese a los planteamientos y acciones de su jefe, de tinte fascista, no vino sino a mostrar en Colombia esa característica común a las sociedades conmocionadas por grandes crisis en las que, a falta de eficaces actuaciones democráticas, una especie de ceguera colectiva deriva hacia el agosto de caudillos que semejan réplicas del molde de Hitler y Mussolini. 

***

Tales, a grandes rasgos, los factores y circunstancias que dan cuenta de por qué, cómo y cuándo,  una parte significativa de Colombia cayó en el embrujo del uribismo. Es decir, en la situación que explica por qué hoy, en la víspera del plebiscito refrendatorio de los acuerdos de paz de La Habana, en lugar de una movilización nacional que celebrara la cercanía de la finalización de la contienda armada, asistamos a un a extrema polarización de la sociedad colombiana. Sobre esa base, develando el fondo ultrareaccionario de la concepción uribista de la seguridad del país, tenemos que recalcar sin pausa, especialmente a indecisos, confundidos y partidarios del No, la importancia de lo que estará en juego en el plebiscito del 2 de octubre: tomar una decisión que incidirá de modo sustancial  en la vida nacional de los próximos diez o veinte años, al escoger entre la terminación de la violencia política o su continuación.  

La tarea principal de la democracia colombiana hoy reside en rodear y respaldar la culminación del proceso de paz depositando millones de votos por el Sí. Como el balance de su ejecución, el 2 de octubre por la noche, dependerá de cuántos colombianos hayan depositado su voto afirmativo. Buena parte de la eficacia de nuestro esfuerzo radica en lograr clarificar a los votantes la génesis del uribismo, causa de la polarización actual, para que la superemos con un  triunfo rotundo del plebiscito.
       

14 de septiembre de 2016





Notas

[1] “El Sí lleva una amplia ventaja sobre el No. Si el plebiscito se llevara a cabo en estos momentos, el 72 por ciento de los colombianos votaría a favor de los acuerdos entre el gobierno y las Farc para terminar el conflicto armado, contra un 28 que los rechazaría. Esa mayoría se extiende a casi todos los sectores, zonas geográficas y grupos de la población. La conclusión surge de la primera encuesta de intención de voto realizada por la firma Ipsos-Napoleón Franco para la gran alianza de RCN Televisión, RCN Radio, La FM. y Semana.” Cfr. “El Sí va ganando en el plebiscito”, revista www.semana.com, 10 de sept. de 2016.

[2] Gustavo Petro fue uno de los líderes de la izquierda que más vigorosas y documentadas denuncias de los crímenes del paramilitarismo hizo entonces desde el Congreso.
 
[3] El PTC, como evidencian numerosas de sus publicaciones, en especial su órgano, La Bagatela, en diversas ocasiones y acontecimientos nacionales fijó una clara posición al respecto. Pero hacía falta mucho más que una nota solitaria, carente de resonancia por la falta de un vocero propio del PTC en el Congreso y a su vez víctima de la estigmatización que ha operado durante largo tiempo en Colombia contra la izquierda no armada.     

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