editorial
La paz, Odebrecht y las
presidenciales del 2018
No corren
tiempos apacibles en Colombia. Cual rayo, no en cielo sereno sino en uno ya
bastante encapotado, sobrevinieron sobre Colombia las revelaciones del
escándalo Odebrecht. En lo que va del año, verdaderas ráfagas noticiosas se
suceden sin tregua; no terminan de asimilar los colombianos la conmoción del
día cuando sobreviene otra nueva. Los sobornos de la multinacional brasileña
salidos a la luz se ventilan en Colombia alrededor de los contratos Ruta del
Sol II, el otrosí para el tramo Ocaña-Gamarra, el túnel Tunjuelo-Canoas, y el
de navegabilidad del río Magdalena. Dos exviceministros del Gobierno Uribe, dos
exasesores presidenciales de la misma administración, un director y altos
funcionarios de la Agencia Nacional de
Infraestructura, directivos del Banco Agrario, el actual director de la Dian,
dos exministras del Gobierno Santos, el actual director del Fondo para el
Cambio Climático, exparlamentarios y congresistas en ejercicio, el expresidente
de Corficolombia del Grupo Aval, algunas otras empresas privadas y varios
particulares han sido acusados, vinculados al proceso Odebrecht o llamados a
declarar. En especial, se investigan hechos según los cuales habrían ingresado
dineros de la cuestionada multinacional brasileña a campañas presidenciales. En
febrero de 2014, en Sao Paulo, Odebrecht, amén de servir de puente entre el
asesor de campañas Duda Mendonça y directivos de la campaña presidencial de
Óscar Iván Zuluaga para adelantar su publicidad, desembolsó para ello un pago
adicional de 1,6 millones de dólares. En las campañas de Juan Manuel Santos se
investiga el pago de 400.000 dólares por afiches, el de un millón de dólares
por la realización de encuestas contratadas en Panamá, y el testimonio de Otto
Bula sobre el millón de dólares supuestamente dirigido a Prieto, el gerente de
la campaña de Santos. La complicada situación a la que ha sido empujado el
gobierno, manifiesta en los ataques que han arreciado contra el primer
mandatario desde el uribismo y varios otros sectores, en un momento en que su
imagen registra el más bajo nivel, se percibe en el título del artículo de
análisis de una conocida publicación: “Los aprietos de Santos”. Se trae allí a
cuento un eventual juicio de destitución de Santos por el Senado como
consecuencia del escándalo que, aunque descartado por el autor del artículo
como improbable, muestra que el solo hecho de que se ventile como uno de los
desenlaces posibles, revela la gravedad de la situación.
Se prevé
que la lista de involucrados siga creciendo y se conjetura que las revelaciones
apenas comienzan. La incesante secuencia dio lugar, con similar celeridad, al
estupor ciudadano, la indignación y la voluntad de emprender una campaña contra
la corrupción. Con razón, se estiman en astronómicas sumas las billonarias
pérdidas anuales causadas por la corrupción, se conceptúa que Colombia no puede
prosperar padeciendo semejante flagelo y, como corolario, se lanzan campañas
para acabar con el abominable mal de una vez por todas.
¿Por qué sobreviene Odebrecht?
La lucha
contra la corrupción es una genuina bandera democrática que expresa un interés
común fundamental de los colombianos. Lo cual no es óbice para reparar en el
origen sui generis de la actual oleada anticorrupción. El hecho es que
no fue desde marzo de 2014 –cuando la policía federal del Brasil dio a conocer
el inicio del escándalo de Odebrecht– que la justicia colombiana tomó cartas en
el asunto; la conmoción en Colombia no se sintió sino a partir del informe del
Departamento de Justicia de Estados Unidos, el 22 de diciembre del 2016.
Incluso, como se ha denunciado, tamañas irregularidades ahora salidas a flote,
tuvieron lugar en los contratos Odebrecht en Colombia aun después de que en Brasil
ya se había destapado la corrupción. Pero solo fue casi tres años más tarde,
cuando el Departamento de Justicia norteamericano informó que Odebrecht
adelantaba diabluras en 12 países de 2 continentes, América y África, que
reaccionó la justicia colombiana. Tardanza que, por supuesto, no vuelve
ineficaz sino muy pertinente la justa acritud y el clamor de sectores y
corrientes políticas democráticas en pro del combate contra la corrupción. Pero
que reclama llamar la atención sobre el inconfundible aire colonial que reviste
la actuación del establecimiento colombiano, hasta en causas justas, solícito
ante cada movimiento o señal del imperio.
…el largo brazo de la justicia gringa
El asunto
plantea interrogantes insoslayables. ¿Desde cuándo Estados Unidos actúa como
cruzado defensor de los recursos públicos de los países del subcontinente?,
¿acaso tal rigor y severidad se ejercen contra la propia corrupción
norteamericana? El último informe mundial de Oxfam denuncia que la riqueza de
los superricos del planeta escondida en paraísos fiscales asciende a 7,6
billones de dólares. Buena parte corresponde a megabillonarios estadounidenses.
¿Qué hace Estados Unidos frente al entramado global de la industria de gestores
de patrimonios gigantes y paraísos fiscales que posibilita este fraude al fisco
de su propio país y de innumerables otros, y que ahonda la desigualdad social
planetaria? En la crisis de 2008 mucha gente perdió su vivienda en Estados
Unidos, ¿cuáles fueron las medidas aleccionadoras contra la élite de Wall
Street que generó la crisis de las hipotecas de aquel año? En esa crisis, ¿no
hubo un rescate superbillonario de corporaciones bancarias y financieras,
primero de Bush y luego por Obama? A propósito: ¿qué responsabilidad atañe a
las entidades bancarias gringas cuyas redes sirvieron para los pagos de las
coimas de Odebrecht?
Lo menos
que suscita la inefable pesquisa gringa en Brasil es un profundo escepticismo.
¿Por qué en Brasil? Recuérdese que el Alca era la estrategia económica matriz
de Bush padre para integrar América en un solo mercado desde Alaska hasta la
Tierra del Fuego. Y tómese nota de que el sepulturero principal de aquel “sueño
americano” imperialista fue el Brasil del gobierno de Lula, junto a los de
Chávez y Kirchner, en la Cumbre de Mar del Plata, en 2005. Es decir, el
hundimiento del Alca era una vieja cuenta por saldar. Desde luego, los sobornos
de Odebrecht suministraron un motivo real; la ocasión la pintan calva. No le
iba mal al Tío Sam acreditar su justiciero Departamento, tratándose en realidad
de un arponazo directo al corazón y a los gobiernos de los Vientos del Sur. Así
resultase uno que otro “daño colateral” sobre gobiernos “amigos”, como el de
Colombia. Si Washington había sido capaz de hacer la guerra contra Irak,
invadir su territorio y derrocar su gobierno sobre la base de una mentira –la
supuesta producción iraquí de armas de destrucción masiva–, ¿por qué iba a
desaprovechar un capítulo real, el de Odebrecht, para realizar sus intereses?
El asunto va, además, en la dirección de que la única justicia universal es la
del imperio.
El Grupo Sarmiento Angulo y el Fiscal
La
algazara de los medios de Colombia se ha cuidado de escarbar poco –con notables
excepciones− en el papel de los socios de los contratos de Odebrecht en
Colombia. La columnista María Jimena Duzán reveló un interesante hallazgo: un
documento en el cual se registra que Corficolombia, la financiera del Grupo
Sarmiento Angulo que se declaró “víctima” de Odebrecht, compartía conocimiento
e iniciativa con la multinacional brasileña en los sobornos adelantados. Y es
evidente que las afirmaciones de que la firma de abogados de quien hoy preside
la Fiscalía general asesoró a Corficolombia, socia de Odebrecht, y que, en su
anterior condición de superministro del Gobierno Santos, fue partícipe mediante
el Conpes 3817 de 2014 de la autorización del sector 2 de la Ruta del Sol,
acusaciones lanzadas por el senador Robledo, metieron en los palos al zar de la
justicia colombiana.
Reficar, dentellada gigante de la corrupción
Según ha
revelado el Contralor General, un detrimento del patrimonio público de la
nación, “el más grande en la historia del país”, que supera los 6.080 millones
de dólares, tuvo lugar en Reficar. Los más de 30 altos funcionarios que han
sido llamados a declarar podrían sacar a flote el mayor y más escabroso
capítulo de la gran corrupción colombiana. El detrimento se materializa en las
deficiencias de la ejecución de las etapas del proyecto, estimadas en 4.144
millones de dólares, y el lucro cesante por la entrada tardía en operación de
Reficar, en 1.936 millones de dólares. El proyecto de la Refinería de
Cartagena, Reficar, que debía estar terminado a finales de 2013, apenas se
concluyó en 2015, casi dos años y medio después. Los costos del proyecto se
treparon, entre octubre de 2009 y octubre de 2015, de 3.993 a 8.016 millones de
dólares, 4.023 millones más de lo inicialmente previsto. Es decir, duplicó su
valor en menos de cinco años. Los hallazgos se cuentan por montones: anticipos
sin legalizar, graves deficiencias en los contratos de diseño e ingeniería,
sobrecostos por incrementos en las horas de trabajo –muchas de las cuales
supuestamente realizadas en países como Holanda o Egipto–, exorbitantes pagos
por grúas que no se utilizaron, un contrato de andamios que de su precio
inicial saltó a un 675% más, y más sobrecostos multimillonarios por alquiler de
baterías sanitarias, llamadas telefónicas y hasta minibar. La firma
constructora CB&I, Chicago Bridge & Iron, y la consultora, Foster
Wheeler, con sede en Houston (Texas), ambas de Estados Unidos, actuaron a su
antojo, hicieron de las suyas y siguen efectuándolo. “Sin duda, concluye la
Contraloría, CB&I no tenía experiencia para la ingeniería, el suministro y
la construcción de una refinería”, y sobre las mismas empresas de la hazaña
denuncia que “Aquí no se puede borrar la información y no se pueden sustraer
los discos duros de los equipos, que es lo que están haciendo”. Lo curioso es
que todo esto se efectuó y aún no termina, bajo la responsabilidad de
conspicuos miembros del estrellato económico, administrativo y empresarial del
establecimiento colombiano, tenidos como genuinos sabios de la economía y los
asuntos públicos (entre otros, el actual ministro de Hacienda, Mauricio
Cárdenas, y Fabio Echeverri Correa, Hernando José Gómez, Roberto Steiner,
Javier Gutiérrez y Carlos Gustavo Arrieta). Por lo demás asiduos alcabaleros,
fervientes privatizadores, activos divulgadores de las especies neoliberales y
rendidos apologistas de los tratados de libre comercio. Tanto Odebrecht como
Reficar, duras lecciones para el país, indica que es hora del balance sobre los
desastrosos efectos de las privatizaciones –en las cuales el Estado y Colombia
siempre pierden–, que arrojaron la salud a la peor crisis de su historia,
deterioraron la educación pública y menoscabaron los derechos de los
trabajadores. Al igual que la evaluación de resultados sobre los TLC, que
terminaron arruinando el agro, arrasando la industria nacional, acentuando el
esquema del atraso y destruyendo el medio ambiente.
El efecto Odebrecht sobre la paz
Justo
cuando el país llega a la fase crítica del proceso de terminación de la
violencia política, la implementación de los acuerdos de paz, hace su eclosión
el escándalo Odebrecht con su avalancha de revelaciones sobre la nefasta lacra
de la vida nacional: la corrupción. Resulta, por tanto, ineludible intentar
evaluar el alcance de las repercusiones de este escándalo y a la par,
esforzarse por discernir el verdadero eje del rumbo de la vida nacional.
Es
evidente que el efecto inmediato y más general del escándalo Odebrecht ha sido
el de añadir una casi desmesurada dificultad, si no interrumpir de tajo, al
fundamental sendero que transita el país en los últimos cinco años, el del
proceso de paz. Este ha enfrentado de por sí un cúmulo de factores y
circunstancias adversas. Odebrecht sobreviene en el momento del arranque del
cumplimiento de los acuerdos de paz, que requiere el respaldo y la concentración
de la atención pública en sus ejecutorias. En lugar de ello, el sartal de
informaciones y sórdidos detalles de Odebrecht opacaron casi del todo un
acontecimiento de trascendental importancia: la concentración de los efectivos
de las Farc en los campamentos, escenario de la antesala del decisivo acto de
dejación de las armas, con el cual se debe dar comienzo a la finalización
definitiva de un conflicto armado, con todos sus horrores, de más de medio
siglo.
Pero la
cuestión no reside solo en un desvío crucial de la atención pública. Odebrecht
amenaza tanto con imposibilitar las condiciones institucionales para la
implementación de los acuerdos de paz, como con influir a fondo en el deterioro
del estado ánimo de los colombianos para privar de respaldo dicha
implementación. Si bien es cierto que el obstáculo principal de la paz en el
país es la acción de las fuerzas de ultraderecha encabezadas por el uribismo,
no lo es menos que la repulsa popular a la obstinación de un gobierno en
proseguir un modelo privatizador, generador de atraso y postrado ante
Washington, ha agregado una considerable colección de escollos al fundamental
proceso de terminar el conflicto armado y civilizar la contienda política. Son
los varios lustros de padecimiento del modelo neoliberal, cuyos efectos
acumulados en las condiciones generales de vida han terminado por generar una
explicable irritación social contra el gobernante actual, la causa profunda del
socavamiento, de la erosión creciente de la confianza y credibilidad en las instituciones
imperantes y en el establecimiento que las constituye. El efecto Odebrecht bien
puede ocasionar el desbordamiento de tal descontento, incredulidad y
desprestigio hacia los cauces institucionales habituales y dar lugar a salidas
al malestar popular por nadie previstas. El antecedente reciente del
plebiscito, en el cual ganó el No –demostración fehaciente de que la
acumulación de factores de inconformidad pudo ser manipulada por el uribismo–,
muestra que uno de los cursos factibles de la situación podría desembocar en
favor de la extrema derecha. En el momento actual el uribismo sigue jugando a
que más sectores de la población identifiquen la paz con el gobierno que
rechazan, y así le quiten o debiliten su apoyo a la primera. En el evento de un
desarrollo de Odebrecht negativo más allá del límite soportable para el
gobierno, y de que este colapse como consecuencia, las posibilidades de que los
acuerdos de paz pudieran continuar su fase de implementación serían nulas o muy
inciertas.
La carrera por la presidencia
Pareciera
temprano para auscultar la carrera por la presidencia en el 2018. Mas la
notoria anticipación de sus inicios y la indisoluble conexión de los mismos con
los acontecimientos políticos, obligan a aguzar la visión, incluso más allá del
horizonte actual. La cuestión es si la tendencia a la formación de dos bloques
enfrentados alrededor del candente asunto de la paz, que terminó prevaleciendo
en las anteriores elecciones presidenciales, continúa vigente o no. Lo cual
remite enseguida a esclarecer el interrogante de si la paz ya pasó a la
condición de problema resuelto, “chuleado”, de si el país ya volteó esa página
como dicen algunos, para asegurar enseguida que lo principal hoy es la lucha a
fondo contra la corrupción.
Las dos
fuerzas de la extrema derecha, opuestas u hostiles a la paz –encabezadas
respectivamente por Uribe y Vargas Lleras–, aunque sus rencillas anteriores no
hayan sido del todo zanjadas, exploran sus posibilidades mutuas y conjuntas y
se mantienen apegadas a sus objetivos, que aparecen comunes a ambas. En cambio,
los grandes segmentos sociales y políticos que apoyan la paz se debaten en un
terreno pantanoso de problemas pendientes por resolver, como el de cuál debe
ser la amplitud de la coalición requerida, y si el empeño principal de la hora
es el respaldo a la paz o la lucha contra la corrupción.
La extrema derecha vs. el país democrático
Es claro
que el uribismo acusó un revés con las revelaciones Odebrecht sobre el aporte
de la multinacional a la campaña del principal candidato del Centro
Democrático, Jorge Iván Zuluaga, que lo obligaron a retirarse de la contienda
presidencial. Lo cual no fue inconveniente, acto seguido, para que el principal
jefe de las fuerzas adversarias de la paz, el expresidente Uribe, solicitara al
presidente Santos, como si nada hubiese ocurrido, su renuncia por el ingreso de
dineros de la misma corporación a la campaña del actual mandatario. El más
acérrimo adversario de la paz calcula, no sin fundamento, que un eventual
colapso del actual gobierno, arrastraría consigo los acuerdos logrados en el
proceso de negociaciones de La Habana. En todo caso, en mensaje reciente a sus
seguidores, Álvaro Uribe puntualiza la conveniencia para su causa de armar una
coalición. Un reconocimiento de que, en la batalla por el proyectado retorno a
la Casa de Nariño, necesitará reunir la mayor cantidad posible de fuerzas pese
a contar con varios precandidatos, entre ellos el exprocurador Ordóñez, no
obstante las pedradas que este sigue lanzando contra Vargas Lleras, el
potencial aliado del uribismo.
Entretanto,
sin parar mientes en las escandalosas novedades del día, como no sea para
intentar encauzarlas en provecho propio, Uribe prosigue, impertérrito, su
estrategia de enfrentar el proceso de paz y anular sus resultados. De nuevo, el
1º de abril, desde la calle, las huestes del uribismo y otros sectores de la
extrema derecha en procesión, vuelven a erizar el paisaje urbano con las
banderas de la reacción y el atraso. La misoginia, la homofobia, el
confesionalismo más fanático hacia los asuntos de la vida social, la
intolerancia, la discriminación, y los dogmas del capitalismo salvaje, reiteran
ante el país sus excluyentes y retrógradas divisas. Por supuesto que echan mano
sin pudor alguno del escándalo Odebrecht para disparar sus dardos contra el
actual gobierno. Pero, sobre todo, cual inalterable leitmotiv, esgrimen
su declarada voluntad de oponerse a los acuerdos de paz y anuncian que desde el
gobierno que dicen conquistarán, los reversarán del todo.
En otras
filas afines, las del otro candidato de la extrema derecha, Vargas Lleras, se
cumplió hasta el final de su desempeño como vicepresidente su decisión de
separarse abiertamente de la política de paz del Gobierno Santos e incluso, en
el escándalo Odebrecht, del mismo presidente, al declarar sobre el embrollo que
debía investigarse “caiga quien caiga”. Hay que registrar el movimiento del
alfil del vargasllerismo en la Región Caribe, Char, de promover una publicitada
reunión en Barranquilla con el expresidente Uribe. Muestra palmaria de que en
la carrera hacia la presidencia nada los arredra, ni las Oneidas, ni los Kikos
ni los Uribe. Desde luego que, por más que el juego de Vargas Lleras le haya
valido aparecer ahora como el más fuerte aspirante a la presidencia –si esto se
mide con el habitual rasero de las apabullantes maquinarias clientelistas y
compravotos de gobernadores y alcaldes alineados, y de sus respectivas
facciones políticas regionales y locales–, son ya muchísimos los colombianos
que perciben como repulsivo el poder y la influencia así conseguidos, a punta
de dispensar como propios planes de vivienda y de construcción de vías con la
plata de los impuestos de todos, y de renegar del jefe de la administración en
la que ocupaba el segundo cargo de gobierno. Pese a que dentro y fuera de
Colombia soplan vientos de derecha, la puja por la paz como las luchas del
pueblo también han permitido revalorizar los lazos de la confraternidad social
con los oprimidos y débiles y sus derechos. La indignada repulsa pública al
maltrato físico de Vargas Lleras a su escolta puede ser más que un episódico
chispazo del avance del país en materia de criterios democráticos de fondo. Su
favorabilidad cayó 21 puntos, del 61% diciembre pasado hasta el actual 40%. Puede ser que Odebrecht haya abonado terreno
al desenfoque de que la lucha contra la corrupción, y no por la paz, es la
primera tarea de la hora. Como, al tiempo, ha contribuido a esclarecer que los
sobornos millonarios por los megacontratos son el primer eslabón de una gran cadena
que no se remata sino que se reproduce con la compra de electores, sus elegidos
y sus gobiernos. No es descartable que este aprendizaje pueda deparar sorpresas
en el futuro inmediato, gratas y saludables para el país, y aleccionadoras para
los Vargas Lleras.
No a la “república del coscorrón”
No es para
desestimar que casi al tiempo que Vargas Lleras anunciara su retiro de la
vicepresidencia en acto oficial con bombos y platillos –verdadero acto de
lanzamiento de su candidatura presidencial con el apoyo del presidente Santos–,
sus contradictores en el partido de la U convocaran un acto al que asistió el
grueso de los parlamentarios de esa fracción de la coalición de gobierno.
Tampoco que días atrás en una reunión de parlamentarios de la U con el presidente
Santos en el Palacio de Nariño, varios de los primeros se refirieron
críticamente a la definida actitud del vicepresidente de diferenciarse del
primer mandatario en el caso Odebrecht. Y muy significativo que voceros de la
misma colectividad precisaran que no están considerando al jefe de Cambio
Radical como su candidato a las elecciones presidenciales de 2018 a las que
anunciaron irán con su propio aspirante.
Los
reparos expresados de tiempo atrás por los dirigentes del liberalismo al
presidente Santos sobre actuaciones de Vargas Lleras encontraron su modo de
manifestarse en la forma de una consulta interna entre varios precandidatos
liberales para escoger el candidato presidencial de ese partido que, de
entrada, está planteando que ese partido no considera una eventual proclamación
unánime de la candidatura del saliente vicepresidente. La mayor atención merece
la disposición planteada por la jefatura liberal a la conformación de una
coalición multipartidista cuyo eje sea el cumplimiento de los acuerdos de paz.
El principal negociador del gobierno en el proceso de paz, Humberto De La
Calle, quien de acuerdo con última encuesta de Gallup registró la más alta
imagen favorable, del 49%, según recientes informaciones, lanzará pronto su
candidatura como independiente. “Yo ahora creo que lo que no le conviene a
Colombia es la república del coscorrón”, dijo De La Calle en reciente acto
público. Este No a la república vargasllerista, en sus palabras, o al régimen
del cocotazo, en términos de nuestra Región Caribe, resume bien el lema de
lucha contra el despotismo de la corriente ultraderechista de la aristocracia
bogotana. De destacar su apreciación sobre lo que está al orden del día, una
amplia coalición de todos los sectores que respaldaron el proceso de paz alrededor
del cumplimiento de sus acuerdos pactados.
Más de una
explicación ameritaría la actitud del presidente Santos hacia quien fuera su
vicepresidente. Puesto que la más elemental coherencia entrañaría que quien
sucediera a Santos en la jefatura del Estado respaldara resueltamente los
acuerdos de paz. Empero, el lazo que pareciera atar el primer mandatario al
aspirante presidencial de Cambio Radical, más que un pacto de sangre se asemeja
a un verdadero pacto de clase.
Entre algunos de los aspirantes de la izquierda y de otros sectores
democráticos –del Polo, de Alianza Verde, del Movimiento Ciudadano– se asoma,
con mayor o menor acento y claridad, el planteamiento común sobre la
conveniencia de respaldar una sola candidatura con la cual se pueda reunir fuerzas
y enfrentar las de ultraderecha. Un indicio de que luego de varios cuatrienios,
tras no pocos trompicones y a regañadientes, la táctica basada en la creencia
de que la sola izquierda puede reunir la fuerza suficiente para ganar la
presidencia y gobernar empieza a reconsiderarse en los hechos, y comienzan a
decantarse dosis de sentido común, como ocurrió en las pasadas elecciones
presidenciales por lo menos para conjurar los peligros mayores. Sin embargo,
para ser suficiente, a ese buen comienzo le faltaría que se tuviera en cuenta
una evaluación, la más rigurosa y aproximada a la realidad, sobre la
correlación de fuerzas existente hoy en Colombia. Apreciación táctica objetiva
y prejuicios ideológicos aparte, el real balance de fuerzas se configura en la
actualidad entre el bando de quienes aspiran a anular o retorcerles el cuello a
los acuerdos de paz y con ello a implantar un régimen de “orden y autoridad”, y
quienes creemos que la creación de mejores condiciones para librar lucha contra
la corrupción, por los derechos democráticos y la defensa de lo público, por
elevar el nivel de vida del pueblo, pasa por el logro de la finalización del
conflicto armado, la paz y la civilización de la contienda política. Hoy está
claro que si las dos fuerzas de ultraderecha se unen en una candidatura común y
la izquierda y demás fuerzas democráticas mantienen insuperadas las brechas que
los separan, y sus fuerzas se dispersan en varias candidaturas presidenciales,
el uribismo retornaría al poder de la mano del vargasllerismo y a Colombia le
esperaría otro oscuro período. En cambio, si izquierda y demás sectores
democráticos unificaran fuerzas en un solo aspirante a la presidencia, la
batalla podría librarse con opción de triunfo. Debería agregarse que, pese a
doctrinarismos y a obstinados clichés ideológicos, el cauce real de la lucha
política ha configurado hoy de manera especial en Colombia el campo
democrático. Este se conforma con la izquierda, las demás fuerzas democráticas
y los sectores de la derecha, de dentro y fuera del gobierno, partidarios de
civilizar la contienda política. Y aún haría falta decir, que no hay razón
válida para el tácito descarte tendido en torno al nombre del exalcalde de la
Bogotá Humana. Gustavo Petro ha sido objeto de la mayor persecución y veto
político de nuestro tiempo, pero cuyo alto reconocimiento popular, el mayor de
la izquierda y de otros sectores democráticos –único que rivaliza con el de
Vargas Lleras–, contra viento y marea, sigue sostenido en sondeos y encuestas
como la de Caracol de finales de marzo. La lógica de la decisiva confrontación
política de las presidenciales del 2018 indica que en la escogencia del
candidato se cuenten los nombres de Claudia López, Clara López, Antonio
Navarro, Gustavo Petro, Jorge Robledo, Sergio Fajardo y Piedad Córdoba. Y que
en esa misma escogencia hubiese avenimiento, una vez incluidos en ella el
candidato independiente De La Calle, el del liberalismo y otros que desde el
establecimiento apoyan la paz. Y en acuerdo con estos, se determine el procedimiento
para escoger el candidato único de la paz y la democracia.
Desde
luego que como es sabido, todavía, la mayoría de los aspirantes de izquierda o
de sectores democráticos independientes del gobierno se muestran renuentes o
abiertamente opuestos a incluir en la eventual y necesaria coalición a fuerzas
y candidatos que desde la orilla del establecimiento apoyaron las negociaciones
de paz o jugaron en ellas un destacado papel y hoy abogan enérgicamente por el
cumplimiento de los acuerdos. Para no hablar de quienes, como avestruces
huidizos, ante la complejidad de la situación en el 2012 se refugiaron en una
abstención estéril y negaron su apoyo en la contienda presidencial a la
candidatura que convenía para derrotar los enemigos de la paz, sin defecto de que
más tarde, cuando la batalla ya estaba resuelta, reconocieran estar de acuerdo
con la política del gobierno de negociar el fin del conflicto armado.
La paz sigue siendo la clave
No es
cierto que la paz sea “página doblada” por el país. El proceso va muy avanzado
pero la paz aún no se ha concretado. Ni el uribismo ni sus adláteres cejan en
su declarado rechazo y saboteo al proceso de paz, ni las Farc han completado su
dejación de las armas. La ultraderecha colombiana muestra en la persecución de
sus fines una claridad y una constancia que se echan de menos en buena parte de
la izquierda y demás sectores democráticos. El paramilitarismo sigue vivo y
actuante; configura el mayor peligro para el porvenir de Colombia. El asesinato
en serie de líderes sociales y defensores de la restitución de tierras al
campesinado, el mayor nubarrón actual del proceso de paz, se constituye en
siniestra advertencia de lo que puede retornar para el país. Sin la
consolidación de la paz, ni la lucha por la democracia, ni la batalla contra la
corrupción, que es una de sus facetas mayores, podrán librarse a fondo. No
obstante, las mayorías, en reacción de protesta y rechazo a las salidas
tradicionales, desencantadas de los partidos tradicionales, indignadas por la
corrupción rampante, pero perdida de su horizonte la dimensión fundamental de
la paz, sin norte ni orientación justos, podrían ser conducidas bajo toldas
ajenas a sus intereses. Por tanto, las dirigencias de las fuerzas democráticas
deben emplearse a fondo jugando su esencial papel de trazar el rumbo, animar la
movilización e incorporarse a ella. El hilo conductor de la táctica en lo que
puede convertirse en fase de transición entre dos épocas del país –la
finalización del conflicto armado y el inicio de un período sin violencia en la
política– es el cumplimiento de los acuerdos de paz. Por encima del barullo
mediático y de ese pragmatismo de principios complacientes, la lucidez de la
izquierda reside hoy en perseverar en esta línea.
27 de
marzo de 2017.
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