A pesar de la falsedad, la apelación al ánimo de retaliación, el odio y la desorientación propalados por el uribismo y demás sectores de extrema derecha, Colombia da un paso crucial hacia la implementación de los acuerdos de paz
Por Marcelo Torres
Secretario General del PTC
Pocas veces en la historia del país, y
ninguna en el siglo XXI colombiano hasta el 27 de junio de este año, había
tenido lugar un acontecimiento como la dejación de armas de las Farc. Se
concluyó así un conflicto armado, el de mayor alcance en la vida nacional, de
más de cincuenta años. Sin lugar a dudas, difícilmente puede señalarse otra
circunstancia que se compare en importancia, ni de lejos, en cuanto a la
magnitud de su repercusión en el presente y el futuro inmediato del país.
La terminación del conflicto armado
Gobierno-Farc significa que la nación empieza a dejar de sufrir las enormes
pérdidas en vidas, víctimas del desplazamiento y despojados de su tierra,
mutilados y heridos, como la considerable destrucción de bienes públicos y
privados y el consiguiente deterioro del medio ambiente. También podría
superarse la merma sustancial que los costos de la guerra, y principalmente los
recursos públicos a ella dedicados, implican para salud, educación, bienestar
social y otros gastos sociales y de inversión productiva. La finalización de la
contienda armada podría abrir la puerta a la terminación de la drástica
restricción de la democracia política que la confrontación ha conllevado. En
especial, podría superarse una de sus peores consecuencias: la mayúscula
reducción de posibilidades de hacer política, y con ello, facilitar a las
fuerzas democráticas y de izquierda el acceso al gobierno y a otros cargos de
representación y elección popular. La dejación efectuada de 7.132 armas
individuales, operación verificada por la ONU, según se desprende de la
certificación expedida por la organización mundial, constituye a las Farc en
“la guerrilla del mundo que más armas ha entregado por hombre”.
Normalmente, divisar tales efectos bastaría
para elevar el ánimo e identificar como digna de celebración su causa: el fin
de la violencia política. Y sin embargo, de extraña manera, el suceso no
suscitó en la opinión pública el impacto de su real dimensión. Es como si el grueso
de la población padeciese una especie de enervamiento, resultado de una
acumulación de factores adversos que hubiesen terminado por nublar su sentido
de la orientación o extraviar su juicio.
En contraste con ello, las extraordinarias
movilizaciones derivadas de los paros del magisterio y de los trabajadores
estatales, de los paros cívicos de Buenaventura y Chocó, constituyeron
manifestaciones protuberantes del rechazo del pueblo al desgastado y
desenmascarado molde neoliberal y a su aplicación por el gobierno Santos, y una
muestra de que se eleva la conciencia de amplios sectores sociales al practicar
en grande escala la resistencia civil callejera y la movilización como
imprescindibles para defender y lograr sus reivindicaciones. Otro tanto en el
mismo sentido cabe decir del amplio reconocimiento y la simpatía y el apoyo
ciudadano, sin precedentes en los últimos tiempos, que suscitaron los paros del
magisterio y los estatales. En esta ocasión el uribismo no pudo arrimarse a la
protesta popular. No solo porque apoyar, así fuese por mera conveniencia
política, reivindicaciones populares que repugnan al Centro Democrático y a sus
socios iba más allá de lo que puede permitirse el extremismo derechista, sino
porque cualquier simulación de respaldo habría sido rechazada, especialmente
entre el grueso del magisterio colombiano que conoce bien por haberla padecido,
los zarpazos de la reacción uribista.
Sin embargo, en la medida en que las
impopulares ejecutorias económico-sociales de la actual administración han provocado
un visible descontento social, y contribuido de modo sustancial al incremento
de la imagen desfavorable del presidente, hoy en su punto más bajo, este
descrédito ha terminado afectando negativamente al conjunto de las políticas
del gobierno. Y muy en especial a la implementación de los acuerdos de paz. En
buena parte de modo espontáneo, pero reforzada en grado decisivo por la
propaganda de la ultraderecha, a sectores nada desdeñables de la población por
su magnitud y carácter social, les dice muy poco una paz a la que identifican
con un gobierno del que solo reciben rotundas negativas a sus demandas,
impuestos mil, evidencias de privilegios a los superricos, subasta continua de
las empresas del Estado, y noticias de escandalosa corrupción. En tales
condiciones, el consecuente malestar social coadyuva, aprovechado aviesamente
por facciones cuyo papel resulta esencial calibrar, a empujar a un muy segundo
plano de la atención pública los avances del proceso de implementación de los
acuerdos y ha sido utilizado para opacar la tremenda importancia de la completa
dejación de armas por las Farc. Es decir, que gracias a la confusión y a la
desorientación creadas, a la par con el saludable aliento de masas desatado se
entrelaza un estado de desatención popular por asuntos que conciernen al vital
interés mayoritario. Lo que podría percibirse por quienes lo instigan y
canalizan –como sucedió con el resultado del plebiscito–, como un verdadero
palo, producto de situaciones complejas y manipulaciones, pero efectivamente
acentuado hacia la extrema derecha.
Sí, puesto que desde que se abrió el
período de agudas y crecientes contradicciones entre el propósito del gobierno
Santos de pactar la paz y la fiera oposición del uribismo a ella, este no ha
desperdiciado ocasión para explotar la lucha social en pro de sus fines. Con
frescura consumada, aunque no haya podido hacerlo ahora, en ocasiones
anteriores ha condenado y se une a protestas contra la política
económico-social del gobierno Santos que durante los ocho años de su régimen
Uribe había ejecutado antes hasta el abuso. Entiende el expresidente de los
falsos positivos que el deterioro de la imagen del gobierno Santos –como
consecuencia de sus medidas impopulares–, y la pérdida de apoyo social y
político al proceso de paz pueden ir de la mano y ha concentrado esfuerzos en
lograrlo. De modo febril, echando sal en la herida de los afectados por las
guerrillas, azuzando sus represalias, avivando la agresividad de sus
correligionarios del conflicto armado, y enarbolando el odio sin cuartel como
divisa contra sus adversarios, Uribe cohesiona y disciplina a sus huestes.
Convirtiendo en su antagonista a todo aquello o aquel que sea, parezca o se le
antoje subversivo, porque cuestione o se oponga a sus posiciones y ejecutorias,
considera al presidente Santos la encarnación misma del “castrochavismo” del
altiplano colombiano.
Aunada a estas estrategias el uribismo ha
desplegado energías para revigorizar y sacar a la calle a sectores sociales
imbuidos de las concepciones más retrógradas –ya añejas en la Colombia del
siglo XIX–, y rebullir los fanatismos religiosos más hirsutos. Tan caudillesca
misión ha sido secundada por los segmentos de la reacción ultra de Colombia.
Amén de la colección de personajes del uribismo, salpicados de escándalos de
corrupción o parapolítica, el exprocurador Ordóñez, beligerantes voceros de los
grandes terratenientes, candidatos anodinos en trance de figuración, fracciones
de los grandes grupos financieros y sus medios de comunicación, pastores y prelados
a la caza de feligreses, y el sector más regresivo del conservatismo como vagón
de cola. De la enumeración no puede omitirse los servicios prestados desde
dentro del Estado y del gobierno por fuerzas afines al uribismo, cuyo primer
lugar –pese a enconadas y viejas rencillas– corresponde al vargasllerismo. Sin
olvidar los grupos ilegales armados que han conminado a poblaciones de regiones
enteras a sumarse a las marchas callejeras del Centro Democrático. Y sin pasar
por alto la inquietante proximidad a sus posiciones, y las protestas y reparos
contra los acuerdos de paz, de influyentes agrupaciones de militares en retiro.
En el intenso forcejeo entre las fuerzas
que quieren llevar adelante el proceso de paz y las que pugnan por
descarrilarlo, las malas artes del uribismo consiguieron ganar –aunque por
ligera mayoría– el plebiscito de octubre del año pasado, y han desatado
tormenta tras tormenta mediática contra cada paso de la implementación de los
acuerdos. La intensidad de estos ataques arreció contra el anuncio de las
medidas que deben dar cumplimiento a lo pactado sobre el agro, colocando
múltiples palos en la rueda a la justicia especial de paz y, sobre todo,
descalificando a la ONU y tildando de farsa uno de los hechos capitales del
proceso, la dejación de armas por las Farc. Como fuere, el hecho es que el peso
mayor en el aumento actual de la confusión, el escepticismo y la desorientación
hacia el proceso de paz entre amplios sectores de colombianos, corresponde al
papel jugado por Uribe y sus huestes.
En su ofensiva mediática el uribismo
tergiversa, miente en amplia escala y no duda en propalar informaciones falsas,
especialmente en las redes sociales que, si por un lado vienen jugando un
formidable papel para difundir y animar las movilizaciones y protestas, también
constituyen un vehículo de propagación de falsedades y tergiversaciones. Tres
botones de muestra: las escandalosas revelaciones posteriores al plebiscito del
director de la campaña del No, la reciente pillada de Álvaro Uribe fingiendo haber
recibido un twitter de supuestos empresarios del que él mismo era autor, y la
utilización de una caricatura de Matador por Óscar Iván Zuluaga adulterando su
contenido original. Pero establecido que el factor principal que sobresale
entre los obstáculos alzados ante el proceso de paz es la acción política del
uribismo, hay que constatar que buena parte de la responsabilidad por las
desventuras del proceso de paz corresponde al mismo gobierno Santos. Nada
distinto cabe decir de la obstinación del primer mandatario en mantener sin
agüero el recetario neoliberal a pesar de que solo le acarrea generalizadas
protestas, descrédito y, por extensión o reflejo, entibiamiento del apoyo al
proceso de paz, cuando no incredulidad o desconfianza. Y algo similar cabe observar
sobre la curiosa incoherencia de Santos –que poco honor hace a su imagen de
político flemático, práctico y calculador– de mantener su apoyo, o haberlo
mantenido, y enormes gabelas y concesiones, a agentes o personajes políticos
ostensiblemente contrarios al proceso de paz, verbigracia, su exvicepresidente,
Germán Vargas Lleras y Juan Carlos Pinzón, el exministro de Defensa y
exembajador en Washington.
En una palabra, por grandes que sean el
repudio popular y vigorosas las movilizaciones sociales contra las medidas
neoliberales del actual gobierno –y el consecuente apoyo público recibido, que
las fuerzas políticas avanzadas debemos seguir promoviendo-, el norte de la
izquierda y los sectores democráticos del país es la más amplia unidad para
asegurar el cabal cumplimiento de los acuerdos de paz. Y la alerta de que lo
peor para Colombia sería el retorno del uribismo y demás sectores de extrema
derecha al poder.
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