Por Fernando Guerra Rincón
Economista, magíster en Estudios Políticos
y Económicos de la Universidad del Norte
Los males de la ciudad
Petronio Álvarez, el poeta del Pacífico, nacido
el 1° de noviembre de 1914 en el pantano infame de la pobreza en Buenaventura,
se dolería hoy del estado de su bello puerto de mar, que no es como su amable,
esperanzador y hermoso nombre sugiere: buena ventura.
Entre los 407.539 habitantes del puerto, el
88,5 por ciento son afrodescendientes, con un nivel de pobreza del 81 por
ciento, indigencia del 44 por ciento, con más del 60 por ciento de desempleo y
17 por ciento de analfabetismo. El agua llega por horas a los hogares. Y solo
el 76 por ciento de la ciudad tiene cobertura de alcantarillado. En la zona
rural no hay, prácticamente, ningún tipo de servicio público. No hay
hospitales. Para los pobres de Buenaventura el tiempo no pasa.
Además de las carencias y el abandono, la
ciudad sufre violencia, despojo y desplazamiento forzado, narcotráfico y
microtráfico, así como una corrupción rampante (los últimos tres alcaldes
acabaron en la cárcel y otro fue asesinado), por cuenta de una clase política
cooptada por la dirigencia nacional, que también es responsable del desgreño y
de la improvisación.
Este entorno rico en biodiversidad pero
débil en sostenibilidad ambiental está amenazado por las economías ilegales que
agrietan la paz: las drogas ilícitas, la minería ilegal y los ejércitos
privados han azotado al municipio y le niegan la seguridad y la tranquilidad
para la vida ciudadana y el clima necesario para la inversión, los negocios y
el empleo formal. Nuevas formas de paramilitarismo, menos ideológicas y más
mafiosas, se disputan el territorio, urbano y rural, y han llegado a producir
fenómenos tan degradantes como las llamadas “casas de pique”.
Por todo eso –y en pleno desarrollo de los
acuerdos de paz entre el gobierno y las Farc– los habitantes de esta ciudad se
levantaron con sobradas y justísimas razones en un paro cívico, buscando la
dignidad y la equidad que les han escamoteado durante décadas.
Riqueza de unos pocos
El puerto ha sido olvidado tanto por Bogotá
como por Cali, cuyas élites siempre han mirado su destino con desdén, y hoy se
rasgan las vestiduras ante la desoladora realidad que han contribuido a crear.
En Buenaventura la riqueza entra o sale,
pero nada se queda para mejorar la vida de su gente: la fortuna se esfumó bajo
los efectos prestidigitadores de la mano invisible que condujo a la liquidación
de Colpuertos en 1993 y acabó en manos de los más vivos.
La política económica del gobierno central
consolidó el divorcio entre sus masas empobrecidas y una élite que funciona
alrededor de la Sociedad Portuaria, cuyos socios son el consorcio de origen
catalán Tcbuen y el Grupo Portuario, Ciamsa S.A., del cual son parte los doce
ingenios azucareros del Valle del Cauca, Harinera del Valle, la cementera Argos
(a través de Compas S.A.), el puerto Aguadulce, las agencias de aduanas y una
veintena de sindicalistas (de las viejas camarillas corruptas de los años 80)
que se enriquecieron con el despojo y propiciaron la privatización que
profundizó la brecha entre la nueva Sociedad Portuaria y el resto de
Buenaventura, un abismo que ha adquirido dimensiones catastróficas.
El muro que separa la activad portuaria de
su entorno urbano es el símbolo evidente de esta situación. De alguna manera,
Colpuertos creó un sentido de cohesión social y propiciaba una mejor
distribución del ingreso. La corrupción y la ineficiencia –el argumento o el
pretexto para liquidar y privatizar esta entidad– no es excusa para haber
regalado el monopolio del comercio exterior colombiano a agentes privados. Este
monopolio explica la abrumadora realidad de una Buenaventura esquizofrénica: un
puerto opulento, una ciudad empobrecida.
Buenaventura, se ha convertido en un puerto
sin comunidad. Y lo peor, sin dolientes. El puerto de Buenaventura le reporta a
la nación 5,58 billones de pesos anuales por diversos impuestos y le devuelve a
la ciudad menos del cinco por ciento de esos ingresos.
Doce empresarios son dueños de las empresas
y de la logística portuaria y son usufructuarios exclusivos y excluyentes de un
negocio que reporta 2.000 millones de dólares anuales y mueve 600.000 contenedores
al año con el 80 por ciento del café que produce el país, el 60 por ciento de
las exportaciones y el 35 por ciento de las importaciones. Entre los grandes
ganadores en el puerto está Enrique “Rickie” Razón, el tercer hombre más rico
de Filipinas y uno de los hombres más ricos del mundo, que no vive allí. Llega
en sus aviones privados a las juntas y toma los vuelos de regreso en la tarde,
sobrevolando la miseria.
La nueva sociedad portuaria redujo los
empleos de 10.000 en 1990 a 4.200 en 1996 y propició una caída de los salarios
de 2 millones de pesos mensuales en promedio a menos de 600 mil. No es raro
entonces que la pobreza y la indigencia toquen a la puerta de la mayoría de los
hogares del puerto.
Ni la Nación, ni el departamento, ni el
municipio se ocuparon de prever el enorme impacto de la privatización del
puerto sobre la economía de Buenaventura y sobre todos sus pobladores. Con esta
decisión se rompió el tejido social configurado alrededor de la actividad
portuaria y se han afectado negativamente las formas de cohesión y solidaridad
que antes existían.
Los megaproyectos fueron orientados a la
eficiencia del puerto y el esfuerzo del gobierno central se concentró en la
actividad portuaria, sin mecanismos adecuados para irrigar en el resto de la
ciudad los beneficios de la modernización de la infraestructura portuaria.
Reconciliar el puerto con la ciudad
Lo que hoy pasa en Buenaventura es la
confirmación de que la viabilidad del puerto, la principal actividad de la
ciudad, no puede construirse y desarrollarse de espaldas a las necesidades de
sus pobladores. Esta depende, esencialmente, de la recuperación de la ciudad y
de la región. No se puede concebir un puerto moderno y eficaz en un contexto de
marginalidad y desgarramiento social.
Si la realidad socioeconómica de
Buena-ventura no sufre un cambio a favor de la inclusión y de la equidad,
tendrán que recurrir cada vez más al Esmad, como ha sucedido en el desarrollo
del actual paro. Como producto de la protesta, la capacidad del puerto está llegando
a su límite y los efectos se sienten en todo el territorio nacional y en todas
las actividades económicas, incluso en el litoral pacífico, que se abastece
desde Buenaventura.
Ninguno de los documentos Conpes formulados
por Planeación Nacional para el desarrollo de Buenaventura y el rescate de la
Región Pacífico han cumplido la tarea de rescatarlos de las garras de la
pobreza y de la inequidad. Por el contrario, las condiciones de vida, de
seguridad y de pobreza han empeorado.
Buenaventura y la Región Pacífico necesitan
más Estado y menos mercado y hasta ahora ha regido preponderantemente lo
segundo. El gobierno nacional debe invertir mucho más de lo que invierte hoy en
Buenaventura. Las sociedades portuarias deben pagar más impuestos. El criterio
de la ganancia máxima no opera en una región empobrecida, sin infraestructura,
sin ingresos suficientes y sin seguridad.
La aclimatación de la paz le haría mucho
bien a la región, pero para lograrlo el Estado tendría que asegurar el
monopolio de las armas, que hoy es desafiado por la minería ilegal, el micro y
el narcotráfico, las bandas armadas, los frentes disidentes del proceso de paz
y el ELN. Por ejemplo, el Pacífico puede ser un laboratorio donde se ensaye la
legalización de la coca para quitarles un negocio que produce violencia y
jugosas ganancias para los capos viejos y nuevos. Así, la olla de presión que
es Buenaventura tendría una válvula de escape.
Las autoridades caleñas pueden propiciar el
diseño y desarrollo de una ciudad-región, o la creación de un área
metropolitana integrada al mercado global, con Buenaventura como eje
articulador, tal como se están concibiendo y reformulando las grandes ciudades
del mundo. Debe ser proyectada como una ciudad del siglo XXI y no solamente
como un puerto subsidiario, tal y como ha sido hasta ahora, lo que implicará
convertirla en la capital económica, social y cultural del pacífico colombiano.
Es urgente recuperar el sistema férreo, feriado también en la orgía de las
privatizaciones.
Con paz, el Pacífico colombiano puede pasar
de la coca al coco, es decir, desarrollar la industria turística cuyos flujos
mundiales están buscando nuevos destinos ahora que el terrorismo golpea a
Europa y la tecnología deja espacio sobrante en la jornada laboral. En este
renglón tan promisorio está todo por hacerse.
Buenaventura, como el Pacífico, no está
condenada. Así como Antioquia fue el eje por donde pasaba el desarrollo
nacional en el siglo XIX y comienzos del XX, el espacio geográfico de
Buenaventura y el Pacífico colombiano está destinado a ser la cuenca por donde
pasará el futuro de Colombia en el siglo XXI, con una economía mundial jalonada
por China.
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