Por Daniel Wiesner
Economista e investigador
Llegamos Barajas, el
aeropuerto internacional de Madrid, un poco después del mediodía para abordar
el vuelo de Avianca que nos llevará de Madrid a Bogotá vía Cali. De los 5
vuelos diarios de Avianca que cubren esa ruta, dos ya han sido cancelados. El
nuestro, milagroso, sigue confirmado, aunque no se puede hacer check-in por
internet. Mala señal.
Nos presentamos en el
mostrador cargados con más de 6 maletas pues regresamos a Colombia después de
vivir un año en Madrid. La señora –amable, para qué– nos dice que el vuelo está
retrasado 3 horas. No nos puede recibir el equipaje porque todavía no está el
avión. Por la demora, nos da un bono de 25 dólares a cada uno para que
almorcemos.
Cuando pasamos seguridad ya
son las cuatro de la tarde. Estamos en el aeropuerto desde las doce y media, tenemos
hambre. Comenzamos a ojear los restaurantes. Todos carísimos pero, envalentonados
por el bono de 25 dólares, vamos a uno que se ve bueno. Pronto todo se
derrumba: la mesera lee el bono y nos señala que solo es válido en un
establecimiento que se llama Fly Easy.
Nos paramos un poco
avergonzados y vamos a buscar el tal Fly Easy. Llegamos al lugar y vemos que no
es un restaurante propiamente dicho. Se trata de un servicio de catering de la
aerolínea. Nuestros 25 dólares solo sirven para comprar el único menú que hay:
pollo con papas y una gaseosa. No hay de otra. La comida es incluso peor que la
que sirven abordo, y eso es mucho decir.
Después de otro par de horas
finalmente abordamos. Ahí empieza el verdadero caos. Varios pasajeros se quejan
porque la numeración de las sillas ha sido cambiada y salieron desfavorecidos. “Yo
tenía ventana y ahora tengo centro”, dice uno. “Yo no me siento hasta que no me
asignen algo un poco más lejos del baño”, dice otro, amenazante. Las maletas no
caben, algunas son demasiado grandes para la cabina. Nadie controló. “¿De quién
es esta maleta negra?”, grita un tripulante con fuerte acento extranjero.
Todavía sonríe con esa sonrisa falsa como de selfi que tienen algunas azafatas,
pero ya la exasperación comienza a asomar en su mirada.
Una señora paisa que no
quería dar su brazo a torcer es la última en sentarse, pero no sin antes
intercambiar un par de palabras subidas de tono con la única tripulante que
tenía un distintivo de Avianca: una azafata de unos 40 años, pelo teñido y
mirada severa, que a estas alturas ya parece más una capataza que una sobrecargo
de vuelo. Los demás tripulantes, los rompehuelgas, la miran a ella cada vez que
no saben cómo lidiar con algo.
Rompehuelgas, esquirol,
carnero. El nombre cambia según el momento y el país, pero el personaje es el
mismo: se trata de un trabajador de reemplazo al que contratan los dueños de
una industria cuando sus trabajadores habituales van a huelga. Una figura
diseñada para atacar al trabajador en su punto más vulnerable, para recordarle que
es reemplazable.
Los rompehuelgas no son unos
personajes muy habituales en Colombia en donde los conflictos laborales se
resuelven a tiros (más de 3.000 sindicalistas asesinados en 20 años), pero en
lugares en los que las huelgas son más cotidianas y civilizadas –Argentina,
Francia, España– su existencia es conocida, polémica. En ciertos países –Japón
y Alemania–, la figura del rompehuelgas está expresamente prohibida por la ley porque
destruye el proceso de negociación colectiva.
En el caso de Avianca los
rompehuelgas son una tripulación compuesta por un mosaico de nacionalidades:
portugueses, españoles y una señora con cara de ser de Europa del este. Los
pilotos son rusos. Una tripulación armada a las carreras. Son trabajadores
contratados por la empresa Wamos Air, una aerolínea española poco conocida que
cubre este vuelo para Avianca. Todos parecen novatos. A sus caras les falta el
desgaste habitual de las de los tripulantes regulares, no están ajadas por el jetlag
y el aire acondicionado de las cabinas.
Despegamos después de oír las
instrucciones de seguridad y el saludo del piloto en español e inglés, ambos
igual de incomprensibles. Podría haber dicho que el avión se está incendiando y
todos seguimos ahí sentados, tan tranquilos.
La primera comida se sirve a
tiempo. Una pasta que se ve bien pero está fría. Me la como sin decir una
palabra. Los pobres tripulantes ya tienen suficientes problemas. Al rato apagan
las luces y algunos pasajeros comienzan a dormirse. El avión es antiguo, no tiene
pantallas para ver películas. Supuestamente había que bajar una aplicación para
‘usar el sistema de entretenimiento en el celular’. Nadie pudo. La silla no
reclina, es difícil dormir, pero después de un rato me desconecto.
– ¡Señor, señor, auxilio, se me
muere! ¡Por favor descienda el avión! –grita una voz a pocas filas de donde
estoy sentado. Entre despierto y dormido veo la única pantalla que hay en la
cabina, un televisor con un mapa que muestra la posición del avión: estamos en
la mitad del Atlántico. ¿Descender a dónde?, pienso. Cuando termino de despertarme
caigo en la cuenta de que algo grave está pasando. Intento averiguar. Un par de
filas más atrás hay una señora tirada en el piso, dice que le duele la pierna.
Un rompehuelgas, confundido, trata de hablar con el marido de la señora para
averiguar qué pasa. El rompehuelgas no entiende nada. Va a llamar ayuda.
Al rato vuelven tres
rompehuelgas y la capataza de Avianca. Preguntan qué pasa. Poco después llaman
por el altavoz a ‘cualquier pasajero que tenga entrenamiento médico’. Aparecen
dos. Se están un rato hablando en voz baja con la pasajera. Deciden llevarse a la
paciente a primera clase. La señora se pone de pie sin mucha dificultad con
ayuda de su marido y de un rompehuelgas.
Pasan las horas, el vuelo se
hace largo. La cabina se sume en una oscuridad tenue que solo se interrumpe por
las luces de lectura de algunos pasajeros y por la luz blanca y fuerte que sale
del baño cuando alguien entra o sale. Después de un rato prenden la luz. La
gente comienza despertarse lentamente. La pantalla muestra que seguimos en la
mitad del Atlántico.
Los rompehuelgas comienzan a
pasar con los carros de la comida. Dos discuten. Uno dice que no ha debido
pasar primero con el carro, que ahora va a tener que devolverse hasta el final.
Después de un corto intercambio de reclamaciones se da por vencido y se va
hasta el otro extremo del avión. El del carro de comida me da una tajada de
pizza entre un empaque de cartón. Está cruda. La señora de al lado pregunta si
hay café:
–No, el carro con café pasó
antes que el de la comida, a lo mejor usted estaba dormida –responde la
rompehuelgas.
La señora abre los ojos y me
mira como diciendo: 'obvio que estaba dormida'.
–Pero no se preocupe que yo
ahora le consigo –dice la rompehuelgas en tono condescendiente.
Duermo más. Cuando me
despierto, la señora que se había tirado al piso está conversando con otra
junto al baño. Se ve bien. A lo mejor le sentó la primera clase. El mapa muestra
que estamos sobrevolando Venezuela. Comienzo a preocuparme por la conexión Cali-Bogotá.
Pregunto, pero el rompehuelgas no sabe nada. Obvio. Llama a la capataza. La
señora de Avianca dice que por las 3 horas de retraso que llevamos es posible
que hayamos perdido el último vuelo Cali-Bogotá. Que no me preocupe, que la
aerolínea se encarga del alojamiento.
Aterrizamos en Cali y nos
dicen que aún podemos conectar. Hay un avión que no ha salido. Pasamos rápido
por inmigración y aduanas. Salimos a la calle detrás de una empleada de Avianca
que camina rauda con un walkie-talkie en la mano. Pasamos de nuevo por
seguridad. Cuando llegamos a una de las pocas puertas de abordaje que tiene el
aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, vemos que hay por lo menos 30 pasajeros esperando.
En su cara se adivina el mal humor. Avianca retrasó ese vuelo por lo menos una
hora y media para que nosotros pudiéramos conectar. Hacer esperar a la gente no
cuesta nada. Pagarnos alojamiento y transporte sí. Para Efromovich la ecuación
es clara. No importa que el señor que regresa a Bogotá en el último vuelo no
llegue a ver a sus hijos. No importa si se daña el servicio. No importa si los pilotos
están parados. Siempre se puede contratar un rompehuelgas. Primero la plata.
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