La elección de Duque. 8 millones de votos libres. El influjo uribista. Gobierno de Uribe en cuerpo ajeno. Se ahonda el modelo privatizador neoliberal. Fraguado sometimiento de rama judicial. Arrecia matanza de líderes sociales y activistas de oposición desde elección de Duque. Embestida legislativa uribista contra JEP y acuerdos de paz. Se avecina medición estratégica de fuerzas. Avanzó táctica de frente único. Gustavo Petro, líder de la oposición y la resistencia civil.
Por Marcelo Torres
Tras uno de los debates presidenciales más
intensos y apasionantes de que se tenga noticia en el país, los resultados
oficiales dieron como nuevo presidente electo a Iván Duque, “el que Uribe dijo”
y que, como elegido, se solaza en aludir a su tutor como “eterno presidente”.
La jefatura del Estado ha quedado en manos de la fuerza más oscura y
reaccionaria de cuantas obstruyen los anhelos y metas democráticas y de
progreso del país. Pero al mismo tiempo, nunca antes una amplísima corriente
democrática nacional había salido tan fortalecida como en esta ocasión la
liderada por la candidatura presidencial de Gustavo Petro. De modo que si sobre
una nación tan desgarrada por la violencia como la nuestra ahora se abate un gobierno
del ala extrema de la derecha, también debe registrarse que las fuerzas
democráticas del cambio experimentaron un crecimiento verdaderamente inusitado en
su audiencia y en sus filas. Porque más de ocho millones de votos no son cosa
de desdeñar ni pueden ignorarse para la lucha venidera. Como quien dice, el
enemigo logró su objetivo inmediato, pero nuestra orilla se apresta a proseguir
con mayores efectivos que antes las peripecias de la batalla.
En la decisión crucial de la elección del
gobernante de la nación para el cuatrienio venidero, Colombia tuvo que
enfrentar, como sobresaliente, de entre la gama de obstáculos a su progreso, el
de la considerable influencia ideológica ultraderechista que ejerce el uribismo
sobre muy amplios sectores medios y populares del país. Al lado de acendradas
prácticas corruptas como la compra de votos, el omnipresente fraude en los
procesos e instituciones electorales, la propaganda basada en la mentira y el
miedo, y la antigua tendencia mercenaria prevaleciente entre los cacicazgos de
los partidos tradicionales hacia el mejor postor (que en Colombia significa el
que gobierna), no cabe duda de que el influjo uribista ocupa el primer lugar.
El quebrantamiento del mismo, la liberación ideológica de vastos sectores
sociales del regresivo sortilegio, o por lo menos una seria disminución de
este, son premisa de la modificación de la correlación de fuerzas en este país.
En ocasiones anteriores hemos planteado que tan oscura influencia tiene en
Colombia sus propias y particulares raíces, históricas y recientes, y que estas
últimas surgieron en el prolongado conflicto armado interno. Debe agregarse que
vino en su refuerzo la actual onda global derechista dentro de la cual se
enmarca y a la que sirve.
Se adentra ahora el país en este tramo de
retorno del uribismo al poder preñado de la repetición de conocidas y terribles
prácticas de gobierno y de nuevos e ingentes peligros y asechanzas, tal como se
vislumbra. Sobran razones para preverlo. La base económico-social y política a
partir de la cual se operó la posibilidad y la capacidad de realizar un
apartamiento de Uribe por parte del gobierno que ahora finaliza, por lo menos
en un aspecto clave, el de la guerra y la paz, fue dada por el linaje y la
tradición de un Santos entre la clase dominante, que no es el caso del
presidente electo. Tampoco cuenta Duque en su haber con una trayectoria
política que le diera peso propio entre los líderes políticos y sociales del
sistema. De manera que otro factor, el segundo, a la hora de pronosticar la
previsible política del gobierno que comienza, es la reunificación del conjunto
del establecimiento, por lo menos en principio, alrededor del viejo centro de
gravitación encarnado por quien que fuera por dos períodos el jefe del gobierno
de la seguridad democrática, del reinado de las privatizaciones, y de la
obsecuencia sin límites ante Estados Unidos. Fue por este hecho, y no por algún
desconocido atributo del aspirante presidencial, como su lema -“Duque es el que
es”, de asombrosa profundidad-, que prácticamente la totalidad de las partidos
ligados al régimen político y social imperante, los tradicionales y los más
recientes, como los encumbrados grupos financieros y asociaciones gremiales que
son sus beneficiarios, cerraron filas alrededor de su candidatura. Contó, por
supuesto, que Duque pasara a segunda vuelta por el apoyo de una coalición de
ultraderecha, cuya fuerza principal la constituye el Centro Democrático,
dirigida por Álvaro Uribe. Resulta, por consiguiente, imposible de ignorar que Duque
haya sido candidatizado y elegido por una fuerza y un liderazgo que no son
producto de su propia influencia política; no es dable esperar, por tanto, que
como presidente se trueque en un mandatario independiente del influjo del señor
del Ubérrimo. Por el contrario, el sentido común indica que, contando como
hechos cumplidos los embates que ya han comenzado sobre los acuerdos de paz, el
dictado uribista será ley en el gobierno Duque.
Sobrevendrán enviones para profundizar el
esquema privatizador, alcabalero, contra los derechos de los trabajadores,
complaciente con las multinacionales y agencias de crédito y comercio internacional,
permisivo con sus prácticas destructoras del medio ambiente, abierto a las
inversiones e importaciones foráneas, obediente a la política antinarcóticos de
Washington, etc… Anticipo elocuente de todo ello lo constituye el ambiente de
regocijo y celebración del festival de negocios por venir que reina en las
cúspides financieras y empresariales, uno de cuyos botones de muestra es la
propuesta de privatización completa de Ecopetrol, como la nueva nómina
ministerial que se anuncia, y la figuración, para la cartera de Hacienda, del
exministro Carrasquilla, uno de los más repulsivos especímenes del
neoliberalismo colombiano, cuyas antinacionales ejecutorias pasadas, como su
posición en pro de rebajar más el salario mínimo, no pueden olvidarse.
Asimismo es muy previsible que dicho modelo basado
en la explotación de recursos del subsuelo y la energía fósil, recolonizador,
con una profunda raíz colonial, bajo la entrante reedición del uribismo,
pretenda apuntalarse con un régimen de aguda restricción de las libertades
públicas, de represión abierta contra la oposición, el sindicalismo y las
organizaciones sociales, y llegue hasta incluir un clima de intimidación y de
terror oficial. No debe perderse de vista que durante los 8 años de los
gobiernos de Uribe uno de sus capítulos inconclusos para la plena realización
de lo que su mandato representa fue el completo sometimiento de la rama jurisdiccional
del Estado. Un número apreciable de investigaciones judiciales y juicios
independientes sobre crímenes de lesa humanidad y vínculos de la “clase
política” con el paramilitarismo chocaron con el gobierno Uribe. Sin aludir al
hito político que constituyó el fallo adverso de la Corte Constitucional al
segundo intento de reelección del caudillo. Es claro que ahora, con el
Ejecutivo y el Congreso en el puño del uribismo, le falta doblegar la justicia.
Por consiguiente, son absolutamente predecibles bajo el gobierno de Duque
nuevos zarpazos encaminados a finiquitar, de una vez por todas, la
independencia de los jueces y órganos de control y, en suma, a suprimir la
democracia: una desembozada amalgama de neoliberalismo fascistoide o fascismo
neoliberal que pondría sobre la mesa nuevos problemas y tareas a ventilar por
el movimiento democrático. Lo cual arroja que entre las banderas de la
resistencia civil democrática frente a la ultraderecha gobernante y la amenaza
del fascismo, sobresale la batalla impuesta por la preservación del Estado de
derecho.
Al establecimiento del gobierno de Duque
corresponde una ofensiva en regla del uribismo retornado a las palancas de
mando del Estado. Su blanco de ataque inmediato y más obvio es el proceso de la
paz. Encuentra abonado el terreno para ello con el escándalo mediático de la
acusación gringa contra Santrich y con los injustificados retrasos e
irregularidades de la implementación de los acuerdos de paz debido a los
incumplimientos del gobierno. Puede afirmarse que el clima político general ha
puesto a la defensiva a las fuerzas defensoras de la paz ante la arremetida de
la ultraderecha. En la víspera misma de su inicio formal, el uribismo, como
fuerza que preside el nuevo gobierno, desplegó su primera arremetida institucional
en el Congreso en su acción abiertamente contraria a la justicia transicional
pactada en los acuerdos de La Habana y elevada a rango constitucional. Frustrado
parcialmente este primer asalto contra la paz, dada la posición de la Corte
Constitucional, los voceros uribistas no camuflan su propósito sino que lo
explicitan sin ambages: cambiar la Carta Política para lograr su cometido de
desmantelar dichos acuerdos. La misma vía pueden transitarla, habida cuenta de
sus mayorías parlamentarias, para abrir de nuevo la puerta a la reelección -la
vuelta de Uribe ya no en cuerpo ajeno sino propio-, como para quién sabe cuáles
y cuántas más mutaciones regresivas del régimen constitucional. También han
anunciado voceros uribistas un nuevo plebiscito con el mismo definido objetivo
de reversar el proceso de paz. Perspectiva preocupante que alerta sobre la
necesaria preparación de las corrientes democráticas para tal medición de
fuerzas; en especial, habida cuenta tanto del resultado del plebiscito
refrendatorio de los pactos de paz de La Habana realizado en el gobierno Santos
como de la experiencia histórica -en Italia, Alemania, España, y en nuestros
días en Estados Unidos- de la considerable base social de apoyo de capas medias
y populares a procesos fascistas o por lo menos de ultraderecha.
Bajo la presión del clamor nacional e
internacional contra el asesinato de los líderes sociales y defensores de los
derechos humanos, que ya pasan de los tres centenares de víctimas desde la
firma de los acuerdos de paz, el presidente electo y algunos portavoces del
uribismo, de últimos entre las incontables voces de rechazo a la execrable
oleada, han expresado su reconocimiento de los atentados y su formal repudio de
los mismos. La ONU, varios gobiernos, organismos internacionales de derechos
humanos y hasta la jefa del FMI expresaron sus aprehensiones ante la racha de
crímenes que no cesa en Colombia. En efecto, contrasta la sustancial
disminución de las muertes violentas en Colombia en 2017 -la cifra más baja en
décadas-, como consecuencia de los acuerdos de paz, con el alarmante aumento de
los asesinatos de líderes sociales especialmente en Cauca, Antioquia, Nariño,
Chocó, el Catatumbo, Córdoba y varios otros departamentos. Las amenazas contra
conocidos comunicadores, como María Jimena Duzán y la dirección de La
SillaVacía, y las que se conocen a diario en distintas regiones, dan fe de que resurge
la intimidación contra los periodistas independientes y antiuribistas, que las
fuerzas ultrarreaccionarias en todo el país acentúan su agresividad y que con
la elección de Duque sienten restaurado el clima propicio para desplegar sus
predilectos y brutales métodos contra quienes tildan de adversarios políticos. El
incremento acelerado del empleo de prácticas para aterrorizar la oposición es
clarísimo. Dan grima las declaraciones del Ministro de Defensa según las cuales
la sacrificada activista de Colombia Humana en Cáceres, Antioquia, Ana María
Cortés, tenía vínculos con el Clan del Golfo, que le valieron el justo reproche
de algunos medios al dar sus palabras la impresión de justificar el asesinato.
Gustavo Petro demandó del presidente electo la condena de los crímenes, que
tardó en producirse, y denunció que varios atentados se dirigen claramente
contra destacados líderes populares por su activa participación en la campaña presidencial
de Colombia Humana. El líder de la oposición ha convocado a la primera gran
movilización frente al nuevo gobierno, que con seguridad será multitudinaria,
para el próximo 7 de agosto. Pueden aproximarse situaciones como aquella de la
gran manifestación convocada por Jorge Eliécer Gaitán, de la antesala de la
Violencia estallada en 1948, escenario de su estremecedora Oración por la Paz.
La historia no se repite pero algunos de sus convulsos capítulos pueden guardar
curiosa semejanza…
De las batallas políticas y sociales que sin
duda alguna se avecinan, dependerá si Colombia padecerá un retroceso prolongado
y profundo o si, por el contrario, el movimiento democrático experimentará un
acenso mayor al alcanzado y coronará el punto crítico que marcará el vuelco del
balance de fuerzas en su favor. A los trabajadores colombianos, y especialmente
al movimiento sindical, expresión de su fuerza organizada, corresponde un lugar
de primera fila en la movilización, la orientación y el aglutinamiento de los
grandes sectores populares. Entre los problemas a ventilar y resolver para
fortalecer un nuevo ascenso democrático figura, de primero, el de unificar una
táctica nacional eficaz que corresponda a las necesidades de la situación. El
obtuso enfoque de secta quedó bastante maltrecho en las pasadas elecciones
presidenciales. A su artífice, verdadero Jeremías poselectoral, que protesta
por los anunciados nombramientos del gabinete duquista, replica el
caricaturista Matador, en una genial síntesis crítica de la desastrosa táctica
que representa: “Saludos te manda el voto en blanco”. Las exclusiones, fruto de
prejuicios ideológicos, también recibieron un severo mentís. Ahora falta que se
asimilen conscientemente las lecciones de la experiencia y se adopte al fin una
política de frente único. Esta empieza por el agrupamiento del conjunto de las
corrientes de la oposición y la resistencia civil, de dentro y fuera del
Congreso y por el logro, en síntesis, de la más amplia unidad de fuerzas y
sectores democráticos y progresistas de la historia política colombiana.
No hay duda de que al liderazgo y a la
corriente de Colombia Humana corresponde un papel cardinal en estas luchas por
venir. A los verdes, al fajardismo, al Polo, a todos los sectores de izquierda
y empeñados en la lucha legal y de masas, como a los de centro-izquierda y a
las vertientes democráticas y antiuribistas del liberalismo y de otras
formaciones políticas tradicionales, les cabe también una responsabilidad de
primer orden en la gran tarea. Gustavo Petro se ha ganado en plena lid la
vocería de la oposición y de la resistencia civil colombiana. La negación o el
desconocimiento abierto o soterrado de esta realidad del avance del movimiento
democrático colombiano sólo puede entorpecer la gran tarea de la conjunción de
fuerzas y llevar agua al molino de las filas enemigas. Y también, descartar o
desestimar la necesidad de una amplia y consistente labor de organización
podría desembocar en el resultado contenido en la advertencia, ya planteada por
algunos, de que la cifra récord de votación democrática alcanzada en las
pasadas presidenciales podría convertirse, sin organización, o con una
organización deleznable o raquítica, en mero “capital evaporable”.
Es explicable que el petrismo, a su vez, procure
fortalecer su orientación sobre la vasta corriente de masas que influencia, y
que lo haga desde la perspectiva de las tesis de Negri, como lo plantea su
líder. Lo es también que los demás sectores políticos y sociales, como los
verdes y los agrupamientos en torno a Sergio Fajardo, se esfuercen en ello
desde su esfera de intereses. Al igual que desde nuestra concepción del mundo, los
marxistas organizados procuremos esforzarnos al máximo por contribuir a la
lucha general, con nuestro propio balance sobre lo que arroja la primera
centuria del socialismo en el planeta, y con las implicaciones sobre la táctica
que se derivan para un país como Colombia. Esta comprensión, siempre que busque
una unidad muy amplia, redundaría en beneficio de la más grande unidad buscada,
de mejores relaciones de colaboración y respeto recíproco, y del reconocimiento
de las múltiples fuentes de aportes y orientación que requieren la lucha y la
transformación de Colombia y del mundo.
Bogotá, La Picota, 19 de julio de 2018
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