Ese trasegar de trenes ha sido recreado por Ortiz Cassiani con una abundante información de archivo, sometida a riguroso proceso de selección que soporta el significativo entramado del libro. La narración fluye con ostensible pericia literaria. Ahí reside el mérito de Un diablo al que llaman tren, pareciera que leyéramos una novela. De las virtudes del caletre del autor ya sabíamos desde hace algunos años por sus columnas en El Espectador y El Heraldo y sus artículos y ensayos en Historia Crítica, Semana, Arcadia y El Malpensante, y en sus ponencias en el Seminario Internacional de Estudios del Caribe. Alfonso Múnera Cavadía, su maestro y amigo común, lo ha visto formarse por medio de lecturas exigentes y ha sido testigo de su pasión por escribir bien, por mejorar su forma de decir las cosas, para hacer de sus palabras instrumentos útiles y bellos. Germán Patiño, otro amigo común, tan interesado por rescatar la historia de las regiones colombianas, hubiera recibido con júbilo Un diablo al que le llaman tren como acicate para escribir la historia del ferrocarril Cali-Buenaventura, proyecto que dejó inconcluso por su temprana muerte. Con el legado de Germán, quedamos a la espera, en el Valle del Cauca, de alguien que siga el buen ejemplo de Javier Ortiz Cassiani.
Por Darío Henao Restrepo
Universidad del Valle
Los buenos libros provocan la
evocación de otras lecturas y realidades guardadas en la memoria del lector,
además del placer estético por su calidad literaria y la delicia intelectual
por el conocimiento de las materias tratadas. Esto sucede con Un diablo al que
le llaman tren. El ferrocarril Cartagena-Calamar, del historiador caribeño
Javier Ortiz Cassiani, recientemente publicado por el Fondo de Cultura
Económica. En mi revivió lecturas entrañables de hace tiempos, menciono
algunas. La novela del mexicano Fernando del Paso, José Trigo (1966), donde
narra la historia de un hombre que va a los campamentos ferrocarrileros de
Nonoalco-Tlatelolco en busca de un personaje llamado José Trigo. Durante esta
búsqueda, como el hijo que busca al padre en Pedro Páramo (1953) de Juan Rulfo,
se insertan otras historias como las de la huelga ferrocarrilera de 1959. La
tesis doctoral del historiador Theodore E. Nichols, profesor de la Universidad
de California, Tres puertos de Colombia. Estudio sobre el desarrollo de
Cartagena, Santa Marta y Barranquilla, publicada en 1973 por la Biblioteca
Banco Popular. Allí leí por primera sobre el ferrocarril Cartagena-Calamar, de la
importancia del Canal del Dique para el comercio por el río Magdalena, y sobre
las disputas entre la élites regionales de Santa Marta, Barranquilla y
Cartagena en sus afanes por llegar de primeras al progreso. Leí el libro cuando
vivía en Santa Marta, a finales de los años setentas, por recomendación del
economista caldense Alberto Cárdenas Gutiérrez, dueño de la librería El pozo de
la sabiduría. A él le debo lecturas imprescindibles para un joven revolucionario
interesado por la historia de Colombia. Otra lectura, Herr Simmonds y otras
historias del Valle del Cauca, del historiador caleño Germán Patiño, amigo
entrañable y compañero de lecturas y utopías, llamó la atención sobre la
historia de Cali y el Pacífico colombiano; asuntos como la herencia colonial de
Cali, la navegación a vapor por el río Cauca, la historia del Ferrocarril del
Pacífico, la colonización japonesa, el papel de los negros, mulatos, indios,
zambos y mestizos en la historia del Pacífico y su influencia en las
tradiciones populares de la región (bailes, músicas, cocina, juegos y
festividades) entraron a formar parte del horizonte intelectual de la historia
y la cultura colombiana. A la Estación del Ferrocarril de Cali íbamos con
Germán a consultar el periódico El Ferrocarril, fundado en 1884 por Eustaquio
Palacios, el autor del Alférez real. Esta colección desapareció en alguna
biblioteca particular, imposibilitando la consulta pública de un material
invaluable para escritores e historiadores. Estas evocaciones las he tenido
mientras leía con deleite Un diablo al que le llaman tren. Paso a las más
íntimas.
Durante mi infancia y
primera juventud viajé muchas veces en tren de Cali a Buenaventura. Mi papá, Cristóbal,
era operario de máquinas en el ferrocarril del Pacífico. En su compañía esos recorridos
dejaron en mi la impronta de las gentes del puerto: la sabrosura de las negras
guisanderas de la galería de Pueblo Nuevo; los pegajosos ritmos musicales del
litoral con marimba, cununos y guasá; el rumoroso cañón del Dagua; la
imponencia del mar, los ríos, los valles y las montañas de la geografía del
Pacífico. Esa marca la llevaré por siempre. En esos viajes, escuché por primera
vez los aires de currulao del maestro Enrique Urbano Tenorio y su orquesta Peregoyo
y su combo vacaná, como también las canciones de Petronio Álvarez, el poeta
ferroviario, autor de Mi Buenaventura. Eran los idos años 60s, cuando aún
trepidaba ese diablo al que le llaman tren cruzando el cañón del Dagua para
conectar a Cali con la salida al mar por el puerto de Buenaventura, recorriendo
los trazados que cincuenta años atrás ayudara a construir don Jorge Enrique Isaacs
en 1864. Como destaca Javier Ortiz Cassiani acerca de la importancia del
ferrocarril para Cartagena, su conexión con el río Magdalena, de igual manera el
Ferrocarril del Pacífico concretó el empeño de vincular a Cali con el océano
más grande del mundo, el primero de enero de 1915. La obra se había iniciado el
15 de septiembre de 1878, y estuvo antecedida por los trabajos de la Compañía
del Camino de Rueda de Cali a Buenaventura, empresa constituida por el
presidente Tomás Cipriano Mosquera en 1863, y en la cual trabajó como inspector
el autor de María. Isaacs comenzó a escribir la novela que lo haría inmortal en
el campamento La Víbora, a la luz de una vela, en medio de la lluviosa manigua
tropical. Después de extenuantes jornadas al frente de cuatrocientos negros
libertos, el joven poeta sacaba fuerzas para escribir sobre el mundo de su
infancia perdida, el de las haciendas de George Henry Isaacs en el valle del
río Cauca.
Fueron incontables las idas
y vueltas para hacer realidad la llegada del tren a Cali. Cuando por fin llegó,
como anotara Germán Patiño, a quien se le debe la más completa recopilación de
materiales para escribir la historia del Ferrocarril del Pacífico, el viejo
valle del río Cauca era una región de escasa población y grandes haciendas
ganaderas, pobre y pastoril, donde castrar terneros y domar potros eran
virtudes altamente apreciadas. Similares circunstancias vivían los pueblos en
la ruta Cartagena-Calamar (Hatoviejo, Soplaviento, Arenal, Arjona, Turbaco). La
empresa del ferrocarril, según contaba su primer gerente Rusell Hart, tuvo que
luchar para que los campesinos de la región abandonaran los medios
tradicionales de transporte. Durante unas conferencias en los Estados Unidos,
el ingeniero Hart había dicho que el mayor problema había sido “the burro
competition”. Singular metáfora para expresar todas las dificultades sorteadas
para abrirle paso a la modernidad.
Ortiz Cassiani sitúa muy
bien el contexto en el cual comienza la llegada de los trenes al país. Nos
recuerda la visión de Simón Bolívar en 1825, cuando manifestó su interés por
construir en Panamá un ferrocarril o un canal que comunicara al mar Caribe con
el océano Pacífico. Y destaca la comprensión geoestratégica que lo llevó a
escoger el Itmo como la sede del Congreso Anfictiónico en 1826, y a pensar que
la capital debería trasladarse de la andina y distante Santa Fé a la que sería décadas
después centro vital para el comercio mundial. Los doscientos años
transcurridos, desde ese histórico Congreso y las ideas consignadas en 1815
sobre el papel de Panamá en la Carta de Jamaica, han confirmado cuanta razón le
cabían a las visionarias ideas de Bolívar. La historia fue al revés y muy
trágica para los intereses de la Gran Colombia, infortunio histórico que se
cierra con la pérdida de Panamá y el canal interoceánico a manos del naciente
imperio norteamericano. Con acierto el autor trae a cuento la perspectiva de
Mary Louis Pratt en Ojos imperiales. Literatura de viajes y transculturación
(2010), libro en el cual queda claro que todas las iniciativas de los
empresarios gringos y europeos del siglo XIX en el continente, hacían parte de
lo que ella denomina “la nueva reinvención de América”. Las intricadas
relaciones con las élites regionales, el juego de intereses, las guerras
civiles y las disputas de negocios, configuran el escenario al cual llegaron
los inversionistas extranjeros, ávidos de colocar sus capitales y mover los
negocios en tierras aún al margen del progreso capitalista. La construcción del
ferrocarril de Panamá por una compañía norteamericana, emprendimiento pionero, impulsó
a las demás regiones a seguir el mismo camino. Los pormenores de este proceso
constituyen el punto de partida, el contexto de época para adentrarse en la
tortuosa historia de la construcción del ferrocarril Cartagena-Calamar,
imperiosa necesidad para el comercio cartagenero por el río Magdalena.
En los hechos que
antecedieron el caso de Cartagena, destaco dos que ilustran las tensiones
traídas por los inversionista extranjeros. El primero, el episodio de la sandía
protagonizado el 15 de abril de 1856, por un pasajero norteamericano del tren, relatado
por el general Joaquín Posada Gutiérrez, veterano de las guerras de
Independencia. Aparentemente en estado de embriaguez, el gringo se negó a pagar
a un vendedor de la estación el pedazo de sandía que había consumido y, en el
calor del reclamo por el abuso del pasajero, el vendedor resultó muerto a causa
de un disparo de pistola. Esto produjo que las gentes hicieran justicia por
mano propia y la emprendieran con los norteamericanos refugiados en la
estación. El saldo de estos hechos fueron varios muertos, heridos y saqueos,
dejando claro la profunda inconformidad de muchos panameños, neogranadinos y
gente pobre de América que trabajaban en la zona – la mayoría de ellos, negros,
mulatos, zambos e indígenas – descontentos con los privilegios otorgados a la
compañía y a la actitud de superioridad que mostraban los estadounidenses
(funcionarios de la compañía y pasajeros) con los habitantes de Panamá. Acontecimientos
que muestran la índole de los conflictos que se presentaban en esos tiempos de
modernización.
El segundo hecho lo
protagoniza Pedro Prestán. Como cuenta el autor, un mulato cartagenero que se
había formado en las ideas del liberalismo radical, y quien fuera uno de los
protagonistas más destacados de la guerra civil de 1885 ganada por los conservadores.
La rebelión de los seguidores de Prestán fue derrotada por el gobierno
conservador con el apoyo de las tropas norteamericanas. Prestán no solo fue un
luchador por el ideario radical, sino también un líder con clara conciencia de
las tensiones raciales que se vivían en Panamá y su repudio al desprecio que
según sus palabras “sentían los blancos norteamericanos y franceses por los
negros y mulatos”. Pedro Prestán fue ahorcado el 18 de agosto de 1885 sobre una
plataforma del tren en la ciudad de Colón. Las fotografías y la detallada
crónica del ahorcamiento muestran la alianza de los Estados Unidos con la
élites conservadoras, las mismas que años después permitirían la separación de
Panamá de Colombia.
La historia que sigue bajo
el bello titulo, Un ferrocarril para despertar a una ciudad dormida, ofrece un
relato pormenorizado de la construcción de la vía férrea hasta llegar a la
inauguración oficial del Ferrocarril Cartagena-Calamar, el 20 de julio de 1894.
El próspero empresario cartagenero, Carlos Vélez Daníes, en detallado informe
citado por Ortiz Cassiani, señala que el servicio era prestado, en los 105,6
kilómetros de vía férrea, por ocho locomotoras, cuatro de gran poder y de 40
toneladas cada una; tres menores, de 20 toneladas cada una, todas perfectamente
nuevas. Este despertar al progreso, partía desde Cartagena y pasaba por las
poblaciones de Turbaco, Arjona, Arenal, Soplaviento y Hatoviejo hasta llegar a
Calamar. El registro de los cambios que trajo para la vida de estos pueblos
suscitó manifestaciones de exaltación como la de los poetas Rafael Pombo y León
de Greiff, quien fuera contador del Ferrocarril Troncal, o de desprecio como la
de Miguel Antonio Caro para quien “los diez mandamientos habían hecho más bien
a la humanidad que todos los ferrocarriles y telégrafos, y velas y vapores y
máquinas”. Estas visiones encontradas simbolizan las paradojas de la llegada de
la modernidad a Colombia, asunto central de Cien años de soledad. La llegada del
tren a Macondo da inicio a la prosperidad de sus habitantes. Cuando apareció por
primera vez, el inocente tren amarillo, una mujer que lavaba ropa exclamó: “-
Ahí viene – alcanzó a explicar – un asunto espantoso como una cocina
arrastrando un pueblo.” Metáfora de la misma estirpe del verso de El Testamento
de Rafael Escalona que le da el título al presente libro.
En la senda de lo que
significó el tren para Macondo -“que tantas incertidumbres y evidencias, y
tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había
de llevar a Macondo.”- Ortiz Cassiani deja para la segunda parte - La
nostalgia a quien se la merece -, los conmovedores relatos esculcados de la
memoria de las gentes de esos Macondos que fueron Calamar, Hatoviejo, Soplaviento,
Arenal, Arjona, Turbaco y Cartagena. Lugareños a quienes -un viernes del mes
de octubre de 1951- les tocó escuchar, tristes y atónitos, por última vez el
¡pipipipipi! de la máquina 1 mientras se iban levantando los rieles, y dejaban
nada más los palos y polines, y la gente detrás llorando. Se iban los mejores acontecimientos
de sus vidas. En adelante vivieron de los recuerdos, las anécdotas y las
nostalgias que todavía les estremecen el alma cuando evocan esos tiempos idos.
Maquinistas, fogoneros, guardagujas, bodegueros, jefes de estación, linieros,
freneros, vendedores de bocachicos, dulces, frutas, mercancías y chucherías de
toda laya, pasajeros, maestros, amas de casa, dueños de pequeñas pensiones, comerciantes
y agricultores de la región, relatan lo que les quedó para siempre de esos
trenes. Con pasión de buen cronista, el autor arma los recuerdos de esos
protagonistas anónimos y rescata fotografías de archivos irremplazables para
formarnos una imagen de los tiempos del ferrocarril Cartagena-Calamar.
Ese trasegar de trenes ha
sido recreado por Ortiz Cassiani con una abundante información de archivo,
sometida a riguroso proceso de selección que soporta el significativo entramado
del libro. La narración fluye con ostensible pericia literaria. Ahí reside el
mérito de Un diablo al que llaman tren, pareciera que leyéramos una novela. De
las virtudes del caletre del autor ya sabíamos desde hace algunos años por sus
columnas en El Espectador y El Heraldo y sus artículos y ensayos en Historia
Crítica, Semana, Arcadia y El Malpensante, y en sus ponencias en el Seminario
Internacional de Estudios del Caribe. Alfonso Múnera Cavadía, su maestro y
amigo común, lo ha visto formarse por medio de lecturas exigentes y ha sido
testigo de su pasión por escribir bien, por mejorar su forma de decir las
cosas, para hacer de sus palabras instrumentos útiles y bellos. Germán Patiño,
otro amigo común, tan interesado por rescatar la historia de las regiones
colombianas, hubiera recibido con júbilo Un diablo al que le llaman tren como acicate
para escribir la historia del ferrocarril Cali-Buenaventura, proyecto que dejó
inconcluso por su temprana muerte. Con el legado de Germán, quedamos a la
espera, en el Valle del Cauca, de alguien que siga el buen ejemplo de Javier
Ortiz Cassiani.
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