Ya son varias las contradicciones del gobierno de Iván Duque con las Naciones Unidas. Aquí un análisis de cada una de estas.
Por Consuelo Ahumada
Miembro del Comité Ejecutivo del PTC / marzo 09, 2020
Si hubiera que describir en pocas palabras la proyección internacional
de la política de Iván Duque en año y medio de su mandato, habría que destacar
dos rasgos. El primero, su disputa permanente, cuando no franco enfrentamiento,
con las Naciones Unidas y sus agencias en Colombia, en especial en cuanto a los
derechos humanos y la implementación del Acuerdo Final con las antiguas FARC.
El segundo, el esmero con el que el Presidente acoge las imposiciones de Trump
y le reitera una y otra vez, mediante acciones y palabras, su disposición a
convertirse en su aliado principal en una región tan convulsionada como América
Latina.
Ambas apreciaciones guardan estrecha conexión con los valores que imperan
en el orden global en los tiempos que corren y que atentan contra la
consolidación de la paz, aquí o en cualquier rincón del mundo. Se expresan en
mayor exclusión económica y social, xenofobia y racismo, prevalencia de las
armas de la muerte sobre el diálogo y la negociación, negación del cambio
climático, entre otras tendencias nefastas.
Tres años después de su firma, la implementación del Acuerdo atraviesa
por serias dificultades. Es ostensible el incumplimiento de los puntos
fundamentales del mismo, por parte del Gobierno Nacional. Un asunto crucial es
la protección de la vida de los excombatientes, que vienen siendo amenazados y
asesinados, junto con cientos de líderes sociales. Frente a ello, la respuesta
de las autoridades ha estado marcada por indolencia, abandono, displicencia,
irrespeto. En varios de estos casos ha habido franca complicidad de agentes del
Estado. Altos funcionarios del gobierno insisten en minimizar y banalizar la
situación, muchas veces con comentarios desafortunados, y en responsabilizar al
narcotráfico y a los grupos de la disidencia, de manera abstracta. Mientras
tanto, hay indicios claros del retorno a algunas de las prácticas más temibles
de la llamada seguridad democrática.
En un marco de tensión permanente, se vienen incrementando los
desencuentros con distintas instancias del sistema de las Naciones Unidas.
Recordemos que el Consejo de Seguridad se comprometió a fondo con la firma e
implementación del Acuerdo y respaldó la Misión de verificación. El anterior
canciller de Duque viajó en más de una ocasión a encontrarse con el Secretario
General y con el mismo Consejo, en reuniones formales e informales, con la
difícil misión de tratar de convencerlos del compromiso del gobierno y al mismo
tiempo de evadir su responsabilidad por el incumplimiento.
A la reciente descalificación que hicieron el Presidente y sus
ministros del informe presentado por la Oficina de la Alta Comisionada de las
Naciones Unidas, señalándolo como violatorio de la soberanía nacional, hay que
sumarle el episodio que se presentó con el relator especial para Colombia de
esa oficina, Michel Forst, quien sustentó su informe ante el Consejo de
Derechos Humanos de ese organismo en Ginebra el pasado 4 de marzo. Este fue
respaldado por la mayoría de los países y por numerosas organizaciones
sociales, que instaron al gobierno a cumplir de inmediato con las
recomendaciones.
Pero el malestar venía desde meses atrás. El gobierno de Duque le negó
a este funcionario el año pasado la invitación para regresar al país a concluir
su investigación, debido al disgusto que le provocó su primer informe del 2018.
En el informe presentado finalmente, se afirma que Colombia es el país con
mayor índice de asesinatos de defensores de derechos humanos en América Latina,
se destacan los altos índices de impunidad que prevalecen e insiste en que la
situación en varias regiones es crítica. Igualmente, se pone de presente la
criminalización de defensores de derechos humanos y se menciona el posible
papel que podrían estar jugando en esta práctica grandes empresas que ejecutan
megaproyectos energéticos y se mencionan algunos ejemplos concretos. Por
supuesto que también se refiere al accionar de los llamados grupos ilegales.
La contradicción con las Naciones Unidas también se ha dado en otros
campos. Hace pocas semanas el gobierno canceló el convenio con la Oficina de
las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito, UNODC, que brindaba
asistencia técnica al Plan Nacional Integral de Sustitución, PNIS. Este
programa es central en el cumplimiento del punto 4 del Acuerdo sobre solución
al problema de las drogas ilícitas y el impulso a los cultivos alternativos.
Con esta decisión, se generan las condiciones para retornar a la
fumigación aérea con glifosato, una medida que, contra toda lógica, ya tomó el
Gobierno Nacional por solicitud de Estados Unidos. Esto sucede a
pesar de que la OMS y otras entidades se han referido al carácter cancerígeno
de este producto y de la existencia de numerosas demandas en curso en contra de
la empresa productora. Es entonces una política que atenta contra la salud
pública y la preservación del medio ambiente. No solo es un nuevo golpe al
Acuerdo sino también un retorno a la fracasada política antinarcóticos de
Estados Unidos en la región.
Sin embargo, el ataque del gobierno de Trump al Acuerdo ha venido
también por otros flancos. Hace un año su embajador intentó ayudar a desmontar
la Ley Estatutaria de la JEP, amenazando y sancionando a magistrados y
congresistas que la apoyaron; han sido constantes sus presiones para que los
excombatientes sean extraditados a Estados Unidos.
Para completar este oscuro panorama, desde el año pasado Colombia se
convirtió en punta de lanza de su ataque al gobierno de Venezuela, lo que pone
en peligro la estabilidad y la paz regional.
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