La dirigencia política tradicional que representa a esta minoría constituida por los grandes propietarios de tierras, intermediarios de las multinacionales y dueños del capital financiero, acuñó distintos nombres para esta política contraria a los intereses de la inmensa mayoría de la nación. Se la llamó “apertura económica” en el gobierno de Gaviria y, más recientemente, “confianza inversionista” en los gobiernos de Uribe, sin cambio alguno en los de Santos. Ante la pandemia, la acción del Estado se quiso limitar a ofrecer créditos bancarios a tasas comerciales, con la condición de mantener el empleo. Dudoso apoyo para empresarios ya muy endeudados y con inciertas posibilidades de recuperación.
Por Arturo Cancino
Economista, profesor universitario
No es exagerada la expresión “desastre caótico” usada
por el expresidente Obama para referirse a la gestión de Donald Trump frente a
la crisis sanitaria en Estados Unidos. De epicentro mundial de la pandemia, la
potencia del norte va camino a convertirse en el escenario del más grande
holocausto de vidas estadounidenses desde la Segunda Guerra Mundial. El
predominio del lucro privado sobre el interés público y el aplastante poder de
una oligarquía financiera insaciable, personificada por Trump, hará que la
nación más rica del mundo –pero con 37 millones de pobres y la mayor
desigualdad social entre los países desarrollados– sufra en esta crisis global
una catástrofe peor que cualquier otra nación de alto desarrollo; e inclusive,
que muchos países de desarrollo medio. Así mismo, con alrededor de una cuarta
parte de la población trabajadora desempleada y una contracción de cerca de 6%
de su PIB, será una de las economías más golpeadas por la depresión económica
global que se ha desencadenado.
Sin embargo, es justo decir que la expresión de Obama
sería aplicable, sin muchas excepciones, al estado actual del mundo bajo el
orden económico implantado por el neoliberalismo. Estados Unidos es sólo la
versión amplificada de la brutal desigualdad y exclusión social resultante de la
aplicación del dogma neoliberal y la dictadura del mercado. Este modelo ha
llevado a la mayor concentración de la riqueza de todos los tiempos: 26 supermultimillonarios
poseen hoy tanta riqueza como los 3.800 millones de seres humanos de menor
ingreso, de acuerdo con estudios de Oxfam.
Tal acumulación insólita se ha producido
simultáneamente con el deterioro de los salarios reales de los trabajadores, el
empeoramiento de la seguridad social y las condiciones de trabajo de la mayoría
de la fuerza laboral, el auge de la informalidad, el empleo precario y el
desempleo. Así, los supuestos logros alcanzados por la globalización neoliberal
en la disminución de los niveles de pobreza se han limitado a la creación de una
franja social que, con ínfimos subsidios pero sin estabilidad ni ahorros o
seguros suficientes, sobrevive frágilmente en las proximidades del umbral
inferior de la clase media, siempre expuesta a caer por debajo de la línea de
pobreza y ser víctima de las peores privaciones al más leve empujón del viento
de la recesión económica y aumento del desempleo.
Al mismo tiempo, en las cuatro últimas décadas las
políticas neoliberales han recortado dramáticamente el gasto social y debilitado
los sistemas de salud pública en muchos países, mientras se han esmerado por
convertir la atención en salud en un próspero negocio privado de
inversionistas, aseguradoras y empresas farmacéuticas. Como se sabe, todos
estos se caracterizan por su aversión al riesgo financiero de atender a la
población más pobre, su escaso interés en invertir en vacunas y prevención de
enfermedades y su capacidad reducida para afrontar, con eficacia social, crisis
epidemiológicas como la actual.
Con razón, pensadores notables como Noam Chomsky
destacan que en esta pandemia del covid-19, “estamos ante otro fallo masivo y colosal
de la versión neoliberal del capitalismo”.
La economía
colombiana y su panorama social
En nuestro país, la élite rentista que domina la vida
económica nacional se adhirió muy temprano a la doctrina neoliberal y suscribió
sin objeciones el decálogo del Consenso de Washington. La dirigencia política tradicional
que representa a esta minoría constituida por los grandes propietarios de
tierras, intermediarios de las multinacionales y dueños del capital financiero,
acuñó distintos nombres para esta política contraria a los intereses de la
inmensa mayoría de la nación. Se la llamó “apertura económica” en el gobierno
de Gaviria y, más recientemente, “confianza inversionista” en los gobiernos de
Uribe, sin cambio alguno en los de Santos.
La esencia de la misma ha sido colmar de privilegios
fiscales y normativos a los grandes capitales, al tiempo que se les transfiere,
en todo o en parte, la propiedad de las empresas del Estado y se convierte la prestación
de los servicios públicos esenciales –como la salud y la seguridad social– en lucrativo
negocio privado (privatización). Recíprocamente, mediante sucesivas reformas
tributarias, saturan de impuestos a las clases medias y al pueblo para
recargarles el sostenimiento de un Estado orientado cada vez más a subsidiar a los
grandes negocios con los recursos públicos y a favorecer el enriquecimiento,
lícito e ilícito, de unos pocos (fiscalidad regresiva y corrupción).
Así mismo, mediante reformas laborales que en teoría se
proponen disminuir el desempleo, se ha buscado despojar a los trabajadores de
sus beneficios legales en la contratación laboral, socavar sus derechos a la
organización y negociación colectiva y depreciar los salarios en aras de
maximizar las ganancias de las empresas (flexibilización laboral). Y también se
ha propuesto liquidar su derecho a la pensión con el pretexto de asegurar su
sostenibilidad (reforma pensional).
Además, al haber proscrito todo fomento efectivo de la
industrialización y el desarrollo rural por parte del Estado (desregulación y liberalización),
han logrado destruir o desnacionalizar varias ramas de la actividad industrial
en beneficio de las importaciones y el capital extranjero, debilitando así la
mayor fuente interna de creación de empleo de calidad. Hay que agregar que
también se ha arruinado a muchos productores de alimentos e incrementado la
dependencia alimentaria del país con el favorecimiento de las importaciones agrícolas
subsidiadas y los funestos Tratados de Libre Comercio suscritos por los
gobiernos de Uribe y Santos con Estados Unidos y otros países industrializados.
El resultado neto ha sido la interrupción y retroceso
del proceso de industrialización (de 24% de participación en el PIB a mediados
de los años 80 a menos de 12% hoy), el crecimiento desbordado de las
importaciones y su pago parcial con las exportaciones de hidrocarburos, minería
y otros bienes primarios; el faltante, lo financia el incremento de la deuda externa
pública y privada cada vez más alta y onerosa. Es decir, lo logrado por medio de
esta estrategia es una regresión a la economía del siglo XIX, que se ha llamado
apropiadamente reprimarización o modelo de dependencia primario exportadora.
Los efectos de este tipo de economía son mínimos en la creación de empleo y
desarrollo, pero mayúsculos en la destrucción del medio ambiente, los suelos y
la biodiversidad. Todo lo anterior, en medio de un funesto clima de violencia
rural que, luego de una notable disminución con la firma del Acuerdo de Paz con
las Farc, se ha recrudecido durante este Gobierno.
La correlativa pérdida de importancia del sector productivo
ajeno a las exportaciones minero energéticas y primarias, se ha traducido en el
hipercrecimiento de un sector de servicios muy heterogéneo que incluye desde
las ventas callejeras, los restaurantes y otros servicios personales de baja complejidad,
hasta los servicios financieros, las comunicaciones y servicio públicos más
intensivos en tecnología. Pero estos últimos representan apenas el 10% del
empleo del sector terciario, lo que hace que en éste predominen ampliamente los
bajos salarios, el empleo temporal y el trabajo informal. Por tanto, su
contribución a mejorar el nivel de vida de la población es muy modesto, además
de estar sus empleos excesivamente sujetos a las oscilaciones del ciclo
económico y los desequilibrios del sector externo.
Esta estructura económica es la base sobre la cual en Colombia
se levanta hoy una pirámide social con uno de los niveles mundiales más altos
de desigualdad en la distribución del ingreso, inequidad en el acceso a los
servicios básicos y altos niveles de desempleo, subempleo y trabajo informal.
El Índice de Desarrollo Humano del país sigue siendo muy bajo comparado con
otros países en desarrollo menos ricos. La pobreza por ingresos se estima que se
logró reducir al 27% por medio de los precarios subsidios de la política social
asistencialista (Familias en Acción, Jóvenes en Acción, Adulto Mayor), pero la
movilidad social ascendente de los colombianos, o sea, la posibilidad intergeneracional
de mejorar su nivel de vida, es casi inexistente. Mientras tanto, la población
vulnerable por encima de la línea de pobreza sí representa una ancha franja de
colombianos al borde todo el tiempo de caer debajo de la misma.
Los impactos
sociales de la pandemia y las respuestas del gobierno de Duque
Las medidas de aislamiento social que, como los demás
gobiernos, se vio obligado a tomar el de Colombia para frenar la velocidad del contagio
del coronavirus, forzaron la parálisis de cerca de un 70% de la actividad
económica. Salvo los trabajadores de los servicios públicos esenciales, los
servicios de salud y financieros y los de abastecimiento de alimentos y
medicamento, todos los demás se vieron obligados a confinarse en sus casas.
Como resultado, los empleados formales y sus familias quedaron dependiendo del
pago de sus salarios por sus empleadores que tuvieron que afrontar el cierre temporal
de sus negocios; y los trabajadores por cuenta propia, así como los
desempleados, sub empleados, empleados informales y sus dependientes, quedaron
al azar de sus recursos personales y de eventuales redes de solidaridad
familiar o comunitaria.
Debido a la estructura económica y social creada por
las políticas neoliberales, este último grupo alcanza alrededor de 10 o 12
millones de colombianos activos laboralmente, cuyas condiciones económicas son
generalmente muy frágiles. Por ende, el cumplimiento de las disposiciones de la
cuarentena suponía, más allá de la disciplina ciudadana, el suministro por el
Gobierno de ayuda económica a esta población desprotegida y privada de la
posibilidad de trabajar. Además, 4.5 millones de familias no tienen vivienda
propia y esa carencia no se puede subsanar de inmediato.
Sin embargo, toda esta multitud vulnerable no ha
entrado sino parcialmente en la lista de los limitados esquemas de subsidios
para reducir la pobreza. Entonces, la ayuda de emergencia para las necesidades
básicas se ajustó a los estrechos marcos de esos programas, sólo ligeramente
ampliados en valor y número de destinatarios. Y en lugar de ofrecer un seguro pagado
por el Estado para respaldar el pago de los alquileres, el Gobierno optó,
mediante la prohibición por decreto del cobro coactivo, por trasladarle a otros
3.2 millones de arrendadores –que en su mayoría viven de esos ingresos– la
carga de subsidiar a los arrendatarios.
Por otra parte, las empresas y en especial las Mipymes
que generan el 80% del empleo, quedaron a la expectativa de un apoyo estatal
efectivo para continuar pagando la nómina de sus trabajadores en receso y
cumplir la prohibición del ministerio de Trabajo sobre despedir personal
durante la cuarentena. No obstante, las primeras concesiones para ellos no
fueron más allá de un aplazamiento de sus obligaciones tributarias y
parafiscales y la promesa de devolución por la Dian de cualquier saldo a su
favor en impuestos anteriores.
El decreto 417 de 2020, mediante el cual el gobierno
de Duque invocó la emergencia económica y social, argumentó la existencia de
condiciones extraordinarias e imprevisibles originadas por la emergencia
sanitaria y la necesidad de contener sus graves efectos sociales. Sin embargo,
en el decreto 444 de 2020 que creó el Fondo de Mitigación de Emergencias, FOME,
instrumento de canalización de los recursos que se apropiaron para la
emergencia –encabezado por el ministro de Hacienda– curiosamente no incluye la atención
en salud ni la protección de la población vulnerable como objeto posible del
uso de dichos recursos. En cambio sí contempla explícitamente “operaciones de
apoyo de liquidez transitoria al Sistema Financiero”, conformado fundamentalmente
por los bancos privados. Esta incongruencia la señaló la Alcaldía de Bogotá en
el concepto de la Secretaría de Hacienda Distrital a la Corte Constitucional
durante el proceso de la revisión del decreto.
Que no se trataba de un simple olvido o error de
redacción del ministro Carrasquilla, lo comprueba el hecho de que ante el
Congreso éste declaró disponer de casi $29 billones para la emergencia, pero
los recursos para la atención de la población vulnerable suman escasos $4 billones
para atender a las 7 millones 500 mil familias contempladas. Y los gastos en el
sistema de salud, que estima en $7 billones, no le llegan sino a cuentagotas a
las clínicas y hospitales en crisis que prestan los servicios. Mientras tanto, el
ministerio de Salud permite que un 85% de los profesionales de la salud sigan sin
recibir los elementos de bioseguridad indispensables y deban prestar sus
vitales servicios de alto riesgo bajo precarios sistemas de contratación, soportando
muchas veces atrasos en el pago de sueldos y despidos en respuesta a sus reclamos.
Pero si las escasas ayudas para la población
vulnerable le llegan si acaso a 60% de la gente que las necesita y si las malas
condiciones de trabajo y seguridad del personal de la salud continúan, tampoco
se ve mejor el panorama en cuanto al apoyo a las empresas medianas y pequeñas. En
este campo, la acción del Estado se quiso limitar a ofrecer créditos bancarios
a tasas comerciales, con la condición de mantener el empleo. Dudoso apoyo para
empresarios ya muy endeudados y con inciertas posibilidades de recuperación.
Varias semanas antes, incluso economistas ortodoxos como Lora y Botero habían
propuesto subsidiar con el salario mínimo durante 6 meses la nómina de las
empresas para conservar 3,6 millones de puestos de trabajo. No obstante, el gobierno
nacional, tras mucha pensarlo, terminó anunciando un subsidio por el 40% del salario
mínimo durante tres meses, además de tardío, insuficiente y de incierto
desembolso a través de los bancos privados.
Se calcula que el gobierno de Duque ha comprometido
por ahora recursos equivalentes a 3% del PIB para atender la emergencia,
mientras la mayoría de los países han anunciado que se proponen gastar el 10% o
más, incluyendo economías latinoamericanas más pequeñas que la nuestra como Perú,
que gastará 12% del PIB con el fin de mitigar los efecto económicos y sociales
de la pandemia, o 10% en el caso de Chile. Muchos de sus colegas exministros le
vienen diciendo a Carrasquilla y al Gobierno que “no es hora para ortodoxias”
de austeridad fiscal: todo punto del PIB gastado hoy en afrontar la crisis contribuye
a evitar que la economía se desplome este año más allá del 6-7% que prevé
Fedesarrollo. Se sabe que las empresas y empleos que se pierdan ahora no se van
a recuperar en mucho tiempo. Incluso el FMI, su padrino intelectual, ha
recomendado a los gobiernos (¡quién lo creyera!) gastar ampliamente en apoyar a
los sistemas sanitarios, las familias y las empresas para atenuar el impacto
económico de la pandemia.
Entonces, ¿cómo se explica la renuencia del Gobierno
en inyectarle recursos suficientes a estos sectores y más bien desviarlos para
aumentar la liquidez del sistema financiero? La respuesta puede llevarnos más allá
de la tara mental que agobia a gobernantes neoliberales como Duque y su
ministro, con su respeto reverente por las desfasadas calificadoras de riesgos
y los mercados de capital o su favoritismo con los bancos privados. Una posible
razón de tanta cicatería con la que se arriesga la destrucción de muchos puestos
de trabajo (que acarreará el desplome en las condiciones de vida de la gente),
es la confianza en que la repentina reactivación de la actividad económica que viene
forzando le ahorrará al Estado gran parte del esfuerzo fiscal destinado a reparar
los daños de la crisis, sin importar si eso implica que se aceleren los
contagios y la mortalidad o que muchas empresas cierren para siempre por falta
de apoyo.
El llamado “levantamiento gradual” de la cuarentena,
sin tener preparado aún el sistema de salud para una ola de contagios, no es
sino un eufemismo más de Duque, como el “diálogo nacional” o la “cero
tolerancia” con las mafias que violan los derechos civiles, compran las
elecciones y persiguen a periodistas y opositores. El Gobierno sabe que con
esta estratagema para minimizar el gasto público pone en riesgo muchas vidas, así
como la estabilidad del empleo y el bienestar material del pueblo; y también, que
el aumento de las víctimas podría obligar a un nuevo confinamiento. Pero calcula,
con una lógica mezquina, que ordenando la rápida apertura de la economía, los ahorros
que puede lograr en el gasto público compensatorio disminuyen la necesidad de
un mayor endeudamiento y, lo más importante: el riesgo de verse obligado a
respaldarlo con la reversión de los privilegios fiscales regresivos que ha
concedido a los grandes capitales… o quizás (¡vade retro!) un indeseable
impuesto al patrimonio que incomode a los superricos, sus protegidos.
Los posibles propósitos de la segunda declaratoria de
emergencia económica
El pasado 6 de mayo, bajo la figura de prolongar la
cuarentena hasta el 25 de este mes, el gobierno de Duque abrió la actividad
económica a casi todas las ramas de la economía (decreto 636 de 2020),
excluyendo por ahora a una parte del comercio, el sector hotelero, el
transporte aéreo e intermunicipal y el entretenimiento. Al estilo de Trump, de
quien Duque ha presumido un supuesto apoyo apreciado por muy pocos en estos
tiempos.
Entre las 46 excepciones que reciben el permiso de
abandonar la cuarentena incluye a las notarías y las comisarías de familia, pero
–igual que en los anteriores decretos que ordenan el aislamiento social– guarda
silencio sobre los miembros del Congreso, los jueces y las altas Cortes.
Algunos analistas no han dejado de notar que esta omisión, aun en el caso de
que la autorización a éstos para reunirse no fuera estrictamente necesaria, deja
la impresión de que el presidente Duque prefiere gobernar sin los contrapesos constitucionales
ni el control político por el Congreso a los múltiples decretos-ley que ha
venido firmando en uso de la emergencia económica.
Ciertos políticos del partido de gobierno confirman
esta impresión con su hostigamiento a los congresistas que procuran trabajar
presencialmente en el Capitolio y con propuestas sobre el cierre del Congreso o
su recorte, alegando supuestas preocupaciones de austeridad económica. No
objetan, sin embargo, los gastos suntuarios en carros blindados y en la
autopromoción de su imagen por más de $9.000 millones, aprobados por Duque en
plena emergencia sanitaria. Un ejemplo nítido de las verdaderas preocupaciones del
presidente y de su insensibilidad ante las graves privaciones del pueblo (que
la vicepresidenta llamó “atenidos”).
El mismo 6 de mayo expidió el decreto 637 de 2020 con
el que declara por segunda vez la Emergencia Económica, Social y Ecológica. Su
justificación es el supuesto carácter imprevisible de la prolongación del
aislamiento social y el empeoramiento incalculable de los perjuicios económicos
y sociales de la crisis, de lo cual se deriva la necesidad de adoptar nuevas medidas
extraordinarias para conjurarla y mitigar sus efectos. Haciendo abstracción de la
obvia falsedad del argumento sobre la imposibilidad de anticipar la extensión de
la crisis y sus consecuencias (teníamos ya los ejemplos de los países de
Europa), vale la pena destacar cuatro puntos en el apartado de la justificación
de la declaratoria referente a las “Medidas generales que se deben adoptar para
conjurar la crisis y evitar la extensión de sus efectos”.
El primero es la atribución de “modificar el uso y
destino de las contribuciones y transferencias derivadas de los contratos” del
sector financiero, asegurador y bursátil, lo que sugiere la intención
subvencionar a estos sectores de la élite de los conglomerados económicos.
El segundo, “contemplar mecanismos para enajenar la
propiedad accionaria estatal”, es decir, vender las empresas del Estado. Con ello
se pretendería utilizar la crisis sanitaria para seguir avanzando en uno de los
puntos clave de la agenda neoliberal: la privatización de empresas públicas y
el debilitamiento del Estado.
El tercero es “adoptar medidas y reglas especiales en
relación con el Sistema General de Regalías” que forma parte vital de los ingresos
de las entidades territoriales. Eso hace temer por un nuevo zarpazo a los recursos
de los municipios y departamentos, adicional al que ya le dio el gobierno al
Fonpet y el FED en el decreto 444 de 2020, con el cual se apropió inconsultamente
de $14.5 billones para financiar, a su criterio, las medidas de emergencia.
Y el cuarto, “la adopción de medidas en aras de
proteger el empleo, entre otras, el establecimiento de nuevos turnos de
trabajo”. Nótese que la mención “entre otras” no es taxativa, lo que deja
abierta la puerta para meter de contrabando cualquier cambio regresivo en el
régimen laboral como los propuestos por Vargas Lleras; o los sacrificios
“temporales” de los trabajadores para ayudar a las empresas y el salario por
horas promovido por gremios como Fenalco, Anif y la Andi.
Entre todas, ésta amenaza es la más grave, no sólo
porque contribuiría a cercenar los modestos ingresos de los trabajadores y
contribuir a su pauperización, sino porque haría mucho más remota una recuperación
económica cuya clave está en el repunte de la demanda, no en el impulso a la
oferta, como sostienen los neoliberales. Por eso, cuando entrevistaron en estos
días a un conocido empresario sobre la reapertura de su fábrica, respondió que
su verdadera preocupación no era volver a producir sino si tendría compradores.
Como manifiesta Alicia Bárcenas, secretaria ejecutiva
de la Cepal, “No podemos transitar por los mismos caminos que nos han traído a
estas grandes brechas. Estamos ante un cambio de época, de paradigma”. Pero
hacer que esto sea una realidad pasa por frenar los intentos de los gobiernos
neoliberales de aprovechar las condiciones de excepción para proseguir y
afianzar su agenda regresiva.
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