En el convulso mundo de hoy, asistimos a un debate complejo en torno a la destrucción de estatuas de personajes relacionados con aspectos que en la actualidad causan el rechazo de grandes sectores de la población. Esta intensa discusión, llegó con fuerza a Colombia y también impulsó el derribo de la estatua ecuestre de Sebastián de Belalcázar, por parte de indígenas al sur de nuestro país. La destrucción de una estatua es una forma de renunciar, de romper con el pasado oficial, con el poder imperante, más allá de las implicaciones reales que dicha práctica tenga, es más un acto simbólico, que tiene varias aristas para analizar, y no puede juzgarse como negativo o positivo de forma absoluta, sin reflexionar.
Historiador y Magister en Historia
En el convulso mundo de hoy, asistimos a un debate complejo en torno a la destrucción de estatuas de personajes relacionados con aspectos que en la actualidad causan el rechazo de grandes sectores de la población. Esta intensa discusión, llegó con fuerza a Colombia y también impulsó el derribo de la estatua ecuestre de Sebastián de Belalcázar, por parte de indígenas al sur de nuestro país. Como historiador, comencé a reflexionar sobre este proceso, que no es inédito ni mucho menos, y, por el contrario, se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia, desde la destrucción de figuras de Lenin o Stalin en pleno siglo XX, a las guerras religiosas y la destrucción de los íconos en el antiguo Imperio Bizantino, así como en el derribo de monumentos en revoluciones o revueltas de diversa índole. La destrucción de una estatua es una forma de renunciar, de romper con el pasado oficial, con el poder imperante, más allá de las implicaciones reales que dicha práctica tenga, es más un acto simbólico, que tiene varias aristas para analizar, y no puede juzgarse como negativo o positivo de forma absoluta, sin reflexionar.
Podemos ver el derribo de una estatua como un juicio anacrónico contra un héroe del pasado, que se torna un criminal para los parámetros actuales; o también, como una destrucción de las ataduras simbólicas del pasado y sus representaciones, con implicaciones en la actualidad. Más allá de decantarme por una respuesta, quisiera exponer algunos puntos de este debate, donde aparecen disyuntivas entre la sacralización del pasado, y las dinámicas actuales de confrontación. Comencemos repasando algunos textos sobre la problemática, lanzando algunas preguntas plasmadas en un artículo[1] de Nicholas Jones y Chad Leahy, respecto a una estatua de Cervantes pintada en EEUU recientemente.
“Para terminar, les rogamos a nuestros colegas cervantistas e intelectuales que por favor vuelvan a poner las cosas en su lugar. En vez de lanzar gritos de agonía por las injusticias cometidas contra Cervantes, ¿qué pasaría si dejásemos de lado al manco de Lepanto por un momento? Puestos a elegir entre la defensa de la materia de una estatua pintada o la del cuerpo de George Floyd, ¿dónde querríamos ubicarnos? ¿Y qué revela la respuesta a esa pregunta en cuanto a nuestros valores, nuestras prioridades?”
En un primer texto de Pablo Barruezo[2], se plantea la importancia de definir correctamente el proceso de derribo de estatuas. Ni erradicación cultural, ni iconoclasia, ni revisionismo son conceptos que definen lo que estamos viendo en diversos puntos del globo. Barruezo argumenta que no se puede igualar el análisis histórico con el patrimonio, dejando claro que no se está eliminando el pasado al derribar una estatua, sino que, por el contrario, la sociedad –en constante movimiento y permanente cambio– está eligiendo qué quiere y qué no quiere reivindicar del pasado en el espacio público de las ciudades. En otras palabras, Belalcázar no quedaría borrado de la historia, sino su exaltación por medio de una estatua que lo reivindica en un espacio público determinado. Para este autor, la dignidad actual, estaría por encima de una estatua, y retirarla sería simbólica y socialmente valioso, ya que “el patrimonio debe estar siempre supeditado a una continua reflexión y crítica, y es susceptible de ser resignificado o remodelado si choca frontalmente con la lucha –material o simbólica– por una sociedad más justa e igualitaria”. En últimas, todo se reduce a nuestra relación con el pasado, renegociando lo que debe aparecer en los espacios públicos actuales.
Un segundo escrito sobre el tema es el de Pedro Adrián Zuluaga[3], el cual llama la atención sobre los peligros de focalizar todas las energías sociales en el hecho exclusivo del derribo de X o Y estatua, sin tocar el trasfondo social que es lo verdaderamente importante. Así, no consiste el asunto en reemplazar una memoria excluyente por otra de las mismas características, sin críticas profundas y cambios reales en la coyuntura que padecemos ahora.
Un tercer texto, esta vez de Mauricio García Villegas[4], plantea tres posturas que asaltan al autor respecto a la vandalización de estatuas de Cristóbal Colón o de Cervantes. Por un lado, la sociedad debería poder renunciar a conmemorar la memoria de un personaje determinado, y derribar, así como se erigió, dicho símbolo, para que “no se les rinda más tributo”. Por otro lado, dicha destrucción de referentes simbólicos puede llegar a desbordarse, y finalmente cualquier personaje del pasado podría ser juzgado negativa y subjetivamente, con alguna intencionalidad determinada, usando anacrónicamente escalas de valoración actuales. El peligro en esta segunda postura sería según García que “si permitimos que cada uno de los odios contra el pasado se exprese derribando a sus demonios de bronce y mármol, no quedará piedra sobre piedra, ni símbolos, ni héroes, ni nada en que creer”. Finalmente, el autor propone un método democrático para solucionar el asunto de las estatuas, sin profundizar en sus mecanismos y funcionamiento, con la idea de poner un freno a la destrucción que para el autor no tendría mucho sentido, y debe analizarse muy bien antes de apoyarla sin matices. Según García, de la destrucción de monumentos “a la quema de libros no hay mucho trecho”
Un cuarto artículo, esta vez del conocido escritor Héctor Abad Faciolince[5], también reflexionó alrededor de la problemática que venimos abordando, que como se ve tiene muchas aristas. Abad retomando el texto de García, llama la atención sobre la imposibilidad fáctica de controlar a un grupo de manifestantes que derriban una estatua, y proponerles un debate “democrático”. Dicha reflexión chocaría con la espontaneidad de las protestas y sería casi impracticable, en lo que coincido con Abad. También señala algo fundamental, y es que algunos de estos personajes son mucho más complejos de lo que se cree. Vivieron hace 500 años como Colón, en un universo abismalmente diferente, y como cualquier personaje tendrían virtudes y defectos. El carácter doble de todo individuo haría muy difícil el establecimiento de juicios totales o completos, ya que cada humano es una antinomia en sí mismo.
Un quinto escrito, quizá el más interesante, nos aporta las reflexiones del historiador Enzo Traverso[6]. Allí, se comienza argumentando en torno a la legitimidad del debate sobre las estatuas que resaltan a esclavistas o colonialistas reconocidos, y aparecen en el espacio público sin reivindicaciones que les hagan contrapeso: ¿es común ver una estatua por ejemplo de Quintín Lame? ¿Hay alguna avenida principal en Bogotá o Medellín con esa denominación? Traverso señala que toda revolución conlleva o tiene como consecuencia una ruptura con lo anterior, manifestada en “furia iconoclasta”, que es respondida con la indignación de algunos sectores sociales, que usan términos como vándalos, para juzgar a los que ejecutan estas acciones, pero es “interesante observar que la mayoría de los líderes políticos, intelectuales y periodistas indignados por la actual ola de «vandalismo» nunca expresaron una indignación similar por los repetidos episodios de violencia policial, racismo, injusticia y desigualdad sistémica contra los cuales se dirigen las protestas”.
Para Traverso, derribar una estatua les da una dimensión histórica a las luchas de la actualidad, y revela las disputas del presente dinámico y cambiante, en relación con lo anteriormente celebrado o aceptado. Frente al argumento de que la historia no puede cambiarse, el argumento de Traverso es que, si bien es cierto que el pasado no puede transformarse, si pueden dejar de celebrarse figuras esclavistas o colonialistas.
“En cambio, la iconoclastia antirracista busca provocativamente liberar el pasado de su control, «peinar la historia a contrapelo», al repensarlo desde el punto de vista de los dominados y los vencidos, y no con la mirada de los vencedores. Sabemos que nuestro patrimonio arquitectónico y artístico está cargado con el legado de la opresión. Como dijera un famoso aforismo de Walter Benjamin: «No hay ningún documento civilizatorio que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie».”
Para este autor, las estatuas derribadas deberían permanecer en museos, en donde podrían discutirse y exponerse las facetas disímiles de cada personaje, y no serían borrados de la historia, serían analizados desde una crítica seria y multidireccional, dejando de celebrar sus gestas civilizatorias en el espacio público, ofendiendo directamente a muchos de los descendientes de aquellos a los que pisotearon en otros tiempos, cosa que no tendría que ocurrir en un Estado democrático. Traverso, termina su texto con la siguiente reflexión:
“La iconoclastia, como toda acción colectiva, merece atención y crítica constructiva. Estigmatizar despectivamente es simplemente exonerar una historia de opresión.”
Con lo anterior, el autor nos invita a establecer las lógicas de los actos de derribar, pintar o dañar estatuas, sin satanizar, ni señalar. No debemos, según su perspectiva, renunciar a la crítica constructiva o al debate, pero tampoco caer en críticas ciegas, melancólicas y nimias sobre la idealización o quietud absoluta y definitiva del pasado. No todos los actos del pasado son legítimos solamente por su antigüedad. Desde el presente elegimos qué reivindicar y por qué hacerlo.
Finalmente, un sexto artículo, escrito por Eduardo Minutella y Francisco Reyes[7], nos aporta elementos adicionales a los analizados. Para estos autores, las estatuas son parte de las construcciones colectivas de las naciones y las sociedades, lo que nos lleva a concluir que todas tienen una clara intencionalidad política. La complejidad del asunto radica en que los contextos cambian con el tiempo, las percepciones e ideologías se transforman: lo que ayer era bueno y aceptado, hoy puede ser perverso y rechazado. La sociedad es dinámica y cambiante, y los juicios sobre algo se transforman radicalmente.
Minutella y Reyes llaman la atención sobre la subjetividad inherente de todos los juicios, los peligros del anacronismo, y de la anulación de lo que no sirve para mi objetivo. Distinguen tres actitudes ante las estatuas: reivindicativa, neutral o negativa. Lo que hace que maticemos las opiniones y complejicemos este debate. Resulta que la historia puede ser contradictoria, y el que es héroe para uno, es villano para otro, razón por la cual ambos autores advierten sobre los peligros de la anulación del otro, que no piensa como yo, ni reivindica lo mismo. El llamado sería, para ambos autores, alrededor de la mesura, de la convivencia con el otro y de los peligros de la justificación, que hacen que cualquier estatua pueda ser derribada con base en móviles de los más disímiles orígenes.
“La iconoclasia anticristiana, antioccidental y reñida con cualquier mínima noción de los derechos humanos perpetrada por el Estado Islámico en Oriente Medio, también se llevó a cabo en nombre de los oprimidos del pasado y del presente. No se trata de igualar estos actos, pero la convivencia es siempre una negociación, sin dudas conflictiva, más nunca puede ser excluyente de todo vestigio del otro con el que se puja”.
Estos autores, en últimas, hacen un llamado a evitar los juicios esquemáticos, y a tener en cuenta las consecuencias de la práctica de derribar o dañar una estatua.
Para concluir este barrido por algunas posturas respecto al fenómeno de destrucción de estatuas, quedan algunas reflexiones que señalar. En primer lugar, debemos superar la perspectiva facilista y acrítica sobre el proceso que estamos presenciando, que, si bien tiene antecedentes muy claros y de variada procedencia, también puede tener consecuencias indeseadas en algunos aspectos, y puede abrir el campo para que cualquiera se vea justificado a derribar lo que le plazca, con alguna legitimación determinada de antemano. Desde “otra” orilla, o perspectiva ideológica y política diferente a la propia, lo bueno puede tornarse en malo, y lo rescatable de un personaje, puede transmutarse en su peor debilidad. En segundo lugar, hay una hegemonía de los monumentos asociada al poder y a ciertos referentes específicos de la construcción de una sociedad con dominadores y dominados. Estos últimos no aparecen casi nunca en las estatuas, y también hay allí una violencia simbólica que creemos que debe criticarse frontalmente en un Estado democrático. En tercer lugar, si bien las formas de destrucción no siempre son adecuadas para algunos sectores de la población, algunos personajes deberían desaparecer del espacio público, ya que no representan simbólicamente a la nación diversa y múltiple, sino a grupos de poder específicos y no hacen más que consolidar una versión del pasado marcada por la segregación.
Tal vez un debate serio respecto al pasado nacional, sus actores y las perspectivas de un futuro más democrático, sean más importantes y prioritarios que el derribo de una estatua, que en últimas es solo bronce. Lo ideal sería, tener un espacio público que reivindique a personajes indígenas, negros, campesinos, y no solo a expresidentes. El campo de la historia cobra una actualidad más vibrante que nunca, donde debe entenderse que cada época construye su representación particular del pasado, y tal representación tiene elementos políticos, más allá de la supuesta objetividad total que algunos defienden de forma testaruda.
No queda más que recordar que la historia la escriben los vencedores y que todo proceso de cambio realmente estructural, trae consigo destrucción de referentes antiguos. Deben evaluarse y confrontarse ambas manifestaciones: la que aparece al destruir un monumento que representa algo con lo que un sector no concuerda, así como la violencia (simbólica y material) ejercida sobre ese sector, durante décadas o siglos de subyugación. Creo fundamental dar estos debates, propios de una democracia, donde no todos debemos pensar lo mismo, sino discutir, argumentar y tolerar al “otro” con sus lógicas específicas. Que el derribo de Belalcázar sea la ocasión de ejercer este debate democrático y político, como forma de contrarrestar el autoritarismo desembozado del desgobierno actual.
Ojalá que el descontento actual frente a las estatuas, se manifieste y se encauce en un cambio real para 2022. De nada sirve tumbar todas las estatuas del país con otro Duque que padecer.
Notas:
[1]Nicholas Jones y Chad Leahy, “Cervantes y la materia de las vidas negras”, en CTXT (03/07/2020)
[2]Pablo Barruezo, “Una vez más surge la pregunta: derribo de estatuas, ¿revanchismo o legítima rebeldía?”, en: Arcadia (18/09/2020)
[3]Pedro Adrián Zuluaga, “¿Todo cambia para que todo siga igual?”, en Razón Pública (13/07/2020)
[4]Mauricio García Villegas, “Estatuas y columnas”, en Dejusticia (04/07/2020)
[5]Héctor Abad Faciolince, “Los huevos de Colón”, en El Espectador (12/07/2020)
[6]Enzo Traverso, “Derribar estatuas no borra la historia, nos hace verla con más claridad”, en Nueva Sociedad (Junio/2020)
[7]Eduardo Minutella y Francisco Reyes, “¿Por qué importan los símbolos?”, en Nueva Sociedad (Julio/2020)
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