Por
Marcelo Torres
Enero de 2017
La posesión de Donald Trump, acontecimiento que concierne a todo el globo, y el escándalo generado por la corrupción sin fronteras de la empresa Odebrecht, copan el espacio de la atención pública. Sin embargo, los asuntos que subyacen a estas conmociones mediáticas, como la suerte de la paz colombiana, que es la misma del país, y el suceso íntimamente vinculado a dicho proceso, las elecciones presidenciales de 2018, aún distante, ameritan por motivos igualmente insoslayables que nos ocupemos de ellos. Tales asuntos pueden tener, como el movimiento de las placas tectónicas del planeta, en cámara lenta y sin audio, consecuencias devastadoras.
Este año hará cien de la primera revolución socialista del mundo. Echamos en falta el gran balance de la soviética, la china, la cubana y varias otras que llenaron un siglo convulso y trágico, en punto a desentrañar las leyes del genuino camino de la revolución como construcción de un mundo nuevo. Tendremos mucho que aprender de ese camino recorrido, inédito, tortuoso, pletórico de luchas, hazañas, yerros y aciertos, pero al fin, sendero inicial del nuevo porvenir de la especie humana. Por lo pronto, seguimos cumpliendo el deber de desentrañar adónde apuntan las tendencias del día, para fundar en la realidad, hasta donde seamos capaces de descifrarla, el quehacer del presente e inmediato futuro.
Las notas que siguen buscan cumplir dos imperativos de la política. Primero: determinar sin espejismos qué momento atravesamos. Y enseguida, de conformidad con esa realidad, cuál es la táctica plausible. Con ese cometido abordaremos los resultados del año que terminó, para proponer esbozar la línea que oriente nuestra acción en el que comienza.
Cuatro hechos básicos, como las tendencias que se revelan en ellos, parece arrojar el balance de 2016: la consolidación de los acuerdos de paz, las candidaturas presidenciales para 2018, la revocatoria de Peñalosa y el viento mundial de derecha. En este escrito examinaremos los dos primeros.
La paz
Los acuerdos de paz finalmente salieron adelante. Luego de que la renegociación subsiguiente a la mayoría del No en el plebiscito desembocara en una nueva firma de los acuerdos modificados entre Gobierno y Farc, estos recibieron luz verde constitucional y después la aprobación del Congreso, en cumplimiento de la ratificación prevista de dichos acuerdos. Pero también quedó claro que la facción más fuerte e influyente de la extrema derecha, la encabezada por el expresidente Uribe, después de haber tratado por todos los medios de sabotearlos e impedirlos, y de no aceptar los acuerdos definitivos modificados, se opondrá resueltamente a su implementación. Esto significa que debemos contar, entre los cursos factibles del desenvolvimiento de la situación nacional, con la posibilidad de nuevos procesos de violencia desatados por grupos ilegales armados opuestos a la paz.
➤A pesar de los obstáculos presentados en la última fase del proceso de paz ─algunos de magnitud inesperada─, empezando por el mayúsculo traspié plasmado en la mayoría del No, los hechos muestran que después del plebiscito hubo un manejo adecuado de esta última parte del proceso, manifiesto en el esfuerzo hecho en el curso de la renegociación para incorporar al apoyo nacional a los acuerdos a los voceros de quienes se habían opuesto a los mismos, sobre la base de preservar lo imprescindible de lo pactado en La Habana entre Gobierno y Farc.
➤Los acuerdos mantuvieron sus bases fundamentales referentes a los asuntos esenciales, necesarios y posibles de acordar en las actuales condiciones de Colombia, para poner fin al largo conflicto armado con las Farc. A saber: dejación de las armas, reparación de las víctimas, no impunidad para los delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra cometidos por los participantes en el conflicto, y garantías para la reincorporación de los alzados en armas a la vida civil. Las reformas llamadas estructurales o cambios de fondo del modelo económico-social no se abordaron, habida cuenta del balance real de fuerzas en cuyo marco tuvieron lugar las negociones de La Habana. La pura y simple paz, que era para lo que daba el momento, representa un beneficio inmenso en la vida nacional, que puede abrir puertas para la lucha por una democratización y transformación profundas del país. No obstante, en los originales acuerdos de La Habana se estamparon algunos puntos que rebasaban, sin duda alguna, los límites precisos de la terminación del conflicto armado, especialmente en el terreno del agro, como la actualización del catastro y otros. En la renegociación posterior al plebiscito se rechazaron, en consecuencia, las pretensiones uribistas de negar representación política a la fuerza reincorporada a la vida civil, las Farc. En la misma forma tampoco se aceptó la demanda de imponer penas sujetas al régimen carcelario ordinario para los responsables de esa agrupación de crímenes de lesa humanidad y de guerra, y se dio una salida adecuada a la negativa del uribismo a darle rango constitucional a lo pactado en calidad de acuerdo especial, al incorporar al bloque de constitucionalidad las partes de los acuerdos concernientes al DIH. Se introdujeron, en cambio, en los nuevos acuerdos, precisiones relativas a restricciones a la libertad más rigurosas para los responsables de los execrables crímenes aludidos.
Se percibió, empero, algunos retrocesos o debilitamientos habidos entre el texto de los acuerdos originales y el de los acuerdos renegociados, principalmente en materia agraria. Que se tradujo en el alargamiento de algunos tiempos de la implementación de medidas acordadas para el agro, la disminución del papel de la participación campesina y comunitaria en los planes agrarios para la fase de implementación y, sobre todo, en que se redujo sustancialmente el alcance de la actualización del catastro rural al sujetarlo a normas legales vigentes favorables al rentismo granpropietario.
Por lo demás, debe tenerse en cuenta que estos retrocesos no ocurren en un vacío histórico–político: reflejan el acuerdo básico, de largo plazo, sobre la gran propiedad territorial, entre las dos clases que, por largo tiempo, establecieron su dominio conjunto sobre Colombia, la gran burguesía y los grandes terratenientes. Después de las tímidas, inconclusas y nunca resueltas tentativas legales de López Pumarejo de 1936 por presionar la utilización productiva de los latifundios por sus poseedores, se arribó a la llamada “pausa” de 1945, que no fue más que una transigencia con el arcaico régimen precapitalista de la tierra. Vino la Violencia liberal–conservadora que no sólo frenó cualquier hálito de reforma sino que terminó ensanchando la gran propiedad territorial. Después, con el descontento creciente hacia el Frente nacional bipartidista alentado por el gran influjo de la revolución cubana, y bajo la presión norteamericana por contrarrestarla, llegó la reforma agraria de 1961. Poco después de una década más tarde, para sofrenar el auge del movimiento campesino impulsado con la reforma, y como resultado de la contrarreforma de latifundistas de ambos partidos tradicionales y la anuencia oficial conservadora y liberal, se selló el Pacto de Chicoral. Este consagró el acuerdo de la élite gobernante para que en Colombia la transformación capitalista del agro no tuviera lugar mediante revolución sino por una evolución extraordiariamente lenta y plagada de sacrificios para los pobres del campo. La vía junker o terrateniente a la colombiana. El gobierno de Juan Manuel Santos, con un desacuerdo con la facción de Uribe en lo concerniente a la paz, tan intenso que raya en lo antagónico, no se sustrae en cambio, al acuerdo entre grandes capitalistas y terratenientes sobre el agro. La huella del mismo, percibible en numerosas normas de la legislación agraria, sobresale en la favorabilidad oficial de los gobiernos hacia la apropiación privada, capitalista-terrateniente, de los baldíos como en la llamada Ley de las Zidres.
Ello explica ─que no justifica─, del lado del Gobierno Santos, los retrocesos habidos entre los acuerdos originales de La Habana y los renegociados. Y del lado de las reformas progresivas del agro, los límites impuestos por la actual correlación de fuerzas. Debiera recalcarse que, con todo, en los acuerdos renegociados pudieron preservarse sus aspectos esenciales, que era lo principal, lográndose finalmente la ratificación institucional. Aunque el uribismo y otros sectores de derecha, como quedó dicho, consiguieron debilitarle algunos de sus aspectos progresivos sin otorgar su aprobación y apoyo a los nuevos acuerdos.
La ratificación de los acuerdos constituye una gran victoria para Colombia y una importante premisa para el buen suceso de su inmediato porvenir. En el positivo saldo, conviene no pasar por alto que la discrepancia o apartamiento de Juan Manuel Santos como jefe del Estado, de la concepción y las políticas del expresidente Uribe en el fundamental asunto de la consecución de la paz, jugó un papel no secundario ni de poca monta sino de carácter trascendente y decisivo para el país. Constatación cuya importancia reside no sólo en que haya podido cuajar y abrirse camino un acuerdo definitivo de paz con las Farc, paso adelante en el que ha de reconocerse el aporte de gobierno e insurgentes, sino en que forzosamente ha de seguirse teniendo en cuenta en las definiciones tácticas del futuro inmediato.
➤No obstante, el otro hecho básico de la situación nacional es que del respaldo a estos acuerdos no sólo no son partícipes el uribismo y sus aliados sino que ellos han mantenido y acentuado su oposición a los acuerdos con las Farc, inclusive los renegociados, y con ello al proceso de paz mismo. A ello se debe que el proceso haya sido y siga siendo tortuoso, y que el país haya padecido por parte de los adversarios de la paz la combinación de marchas de manifestantes furiosos contra el proceso de negociaciones con paros ilegales armados. Y que ahora, pese a que los nuevos acuerdos recojan varias de las propuestas de los voceros del No, se mantenga una similar o mayor oposición a los acuerdos, tan acérrima antes como después de la renegociación de los mismos.
En la oposición a los acuerdos de paz, el uribismo ha marchado acaballado en el enorme repudio nacional de vieja data a las Farc, convocando al viejo país de tradición confesional y discriminatoria, aprovechando el malestar social generalizado por los estragos de dos décadas y media de neoliberalismo ─como si sus gobiernos no hubiesen tenido nada que ver en ello─, y sacándole partido a la mala imagen del actual gobierno, resultante de su persistencia en ese modelo económico. Así, basado en algunas fuentes reales de la inconformidad nacional, pero alterando sustancialmente en su versión el cuadro de conjunto de las circunstancias básicas del conflicto armado y de la situación del país, y aupando la cultura y las ideas y creencias más atrasadas y retrógradas, ha movilizado en su causa considerables segmentos de diversos sectores sociales. En otro escrito hemos consignado cómo la izquierda, pese a valientes y significativos intentos, no pudo anteponer una eficaz actuación frente a la influencia del nefasto liderazgo uribista. Comoquiera que haya sido, lo políticamente relevante es que esta corriente, que encarna lo más reaccionario del país, dispone hoy de una fuerza muy considerable. Capaz, si no actuamos a tiempo y con eficacia, no sólo de impedir que en Colombia cristalicen los frutos de la paz sino de revertir su rumbo al oscuro tiempo de la “seguridad democrática” y los “falsos positivos”.
Pero más allá de su discrepancia con los acuerdos pactados entre Gobierno y Farc, lo que ha salido a flote es su definido propósito de atravesársele a la implementación de los acuerdos, impedir su cumplimiento e imponer su oscura concepción del Estado. La enorme extensión de las tierras despojadas al campesinado colombiano, estimada en más de siete millones de hectáreas, que sigue en juego y es considerado botín de guerra por los victimarios y beneficiarios del conflicto, está a la vista como irreconciliable manzana de discordia.
No ayudan al esclarecimiento del fondo de la situación, ni a la distinción entre verdaderos amigos y enemigos de la paz y la democracia, medidas como la reciente reforma tributaria aprobada por el Congreso a instancias del gobierno. Que pretende aprobación y aplauso a la regresiva vieja usanza fiscal, pomposamente titulada como “estructural”, consistente en que la masa de trabajadores, pequeños y medianos propietarios y empresarios, y gente del común en general, cargue con el peso principal de proveer los recursos del Estado mientras que al círculo de la cúspide se le alivia y exenciona. La obsequiosa medida del gobierno Santos ante el BM y el FMI, elevada a panacea tributaria por los fámulos criollos de las agencias internacionales del neoliberalismo, cuya voz cantante en el gabinete es el ministro de Hacienda Mauricio Cárdenas, ni siquiera sirvió para librar al país de la reprobación de ese cancerbero del capital financiero internacional, la calificadora de riesgo Estandard & Poor’s. Tampoco podía ser bien recibido el unilateral reajuste del 7% decretado en el salario mínimo, por debajo de la inflación del año, que no llegó ni a rebasar la mitad de lo exigido por las centrales obreras y que, dado que los voceros de los obreros rechazaron la maniobra de chantaje con la que se pretendía obtener un simulacro de concertación, finalmente estuvo por debajo de lo planteado por el mismo gobierno. Habida cuenta del flagrante incumplimiento del presidente Santos a los compromisos adquiridos con el movimiento obrero en la campaña de su segunda elección, no resulta inesperada la negativa a la demanda salarial mínima de los trabajadores por el Gobierno Santos, complaciente con los grandes patronos y presto a la austeridad de la rigurosa regla fiscal para los asalariados.
El escenario donde habrá de ventilarse la pugna entablada por el cumplimiento de los acuerdos de paz es el de las elecciones presidenciales de 2018, que dominarán el panorama del nuevo año. La amenaza latente en la advertencia de Uribe, de que unos malos acuerdos pueden estimular “más violencias” puede convertirse en dura realidad que reinstaure la cruenta espiral de la política con armas. Por lo pronto, se anuncia en la serie ininterrumpida hasta ahora de dirigentes campesinos, líderes comunitarios y defensores de derechos humanos asesinados. Frente a lo cual distan mucho de inspirar confianza las declaraciones procedentes de medios oficiales, a guisa de vana minimización de los hechos, de que tales asesinatos no son “sistemáticos”(¡?), o las recientes del ministro de Defensa en el sentido de que “no existe paramilitarismo en Colombia”, desmentidas de modo categórico por Humans Rigths Watch’s. Es este el más oscuro nubarrón que se divisa en la compleja panorámica nacional.
Las presidenciales de 2018
Para buena parte del país aparece clara la necesidad de proponer y propiciar una coalición muy amplia, para enfrentar la posibilidad del retorno de Uribe a la dirección del Estado con todo lo que significaría, al igual que a la eventualidad de un gobierno de Vargas Lleras, que se concrete en el apoyo a una candidatura presidencial comprometida con el cumplimiento y la consolidación de los acuerdos de paz y con otros acuerdos democráticos, pactables entre fuerzas heterogéneas pero interesadas en civilizar la contienda política.
➤Habida cuenta de la fuerza del uribismo, los fuertes indicios de apoyo del gobierno a la candidatura presidencial de Germán Vargas Lleras, y la fragmentación de la izquierda, la posibilidad de un retorno del ex presidente Uribe al timón de los asuntos públicos, así sea por interpuesta figura, o mediante un socio gobernante, amenaza convertirse en el peligro inminente de Colombia. Así, la eventualidad de que ese cortejo de irregularidades y horrores ─cuya fuente fueron los dos gobiernos de Uribe─ vuelva a asolar la vida nacional no puede descartarse, con el agravante de que esta vez sus artífices vendrían con mayor experiencia, avisados de sus deficiencias y errores, y por consiguiente, con mayor capacidad para ahondar esa mixtura de fascismo y neoliberalismo de que está hecho el uribismo.
De modo paradójico, Germán Vargas Lleras, el vicepresidente, resultó debilitado por el resultado del plebiscito. Aunque por su posición no podía contarse entre los partidarios de la paz ─hecho que no se esforzaba en disimular─, de haber ganado el Sí lo habría reivindicado como suyo, debido al supuesto papel de su fuerza en ese resultado, puesto que ello habría valorizado sus aspiraciones presidenciales ante las fuerzas de derecha y ultraderecha y acercado la eventualidad de tales apoyos. Pero al ganar el No, claramente se fortalecieron las perspectivas del uribismo con vistas a sus posibilidades para las presidenciales de 2018, lo cual, en la medida en que dificulta el apoyo unificado del conjunto de las fuerzas de la extrema derecha a una sola candidatura presidencial, configura un factor favorable. Así las cosas, habría sólo un caso en que podría estimarse como muy probable la colaboración y alianza entre Cambio Radical y el Centro Democrático. Sería en el evento de una segunda vuelta en las presidenciales de 2018, a la cual no pasara sino una sola de las candidaturas de estas dos fuerzas de ultraderecha, enfrentada a un candidato de carácter democrático. El problema para las fuerzas democráticas es, que hoy ─con la obvia salvedad limitante de que falta más de un año para esas presidenciales─ no aparece claro que una de sus candidaturas tenga chance de pasar a esa segunda vuelta.
➤Durante algunos momentos del proceso de negociaciones de La Habana, llegó a conjeturarse que el presidente Santos otorgaría su apoyo a Humberto de La Calle como futuro aspirante a la presidencia. Había cierta lógica, habida cuenta del aplicado papel cumplido en el mismo por el negociador de paz, y de que era de esperar que el actual mandatario estuviese interesado en que le sucediera en la presidencia un personaje que garantizara el cumplimiento de los acuerdos de paz logrados por su gobierno. En tal escenario, entre las opciones a considerar para una eventual candidatura presidencial, por su desempeño en el proceso de paz y por la fuerza que podría reunir frente a la del uribismo y demás adversarios del cumplimiento de los acuerdos, tenía que contarse la de Humberto de La Calle. Se habría abierto la puerta a la búsqueda de una muy amplia coalición, a la conformación de la fuerza suficiente para la consolidación de los acuerdos de paz, así como se conformó para respaldar su firma, y a la posibilidad de otros acuerdos democráticos pactables entre fuerzas heterogéneas pero interesadas en civilizar la contienda política. Mas el sentido de la lógica del heredero de la añeja élite centroandina no parece afín al del común de los simples mortales.
A pesar de que Vargas Lleras se mantuvo marcadamente distante de los esfuerzos de la administración Santos por las negociaciones de paz, y de que en más de una ocasión discrepó pública y ácidamente de sus resultados, el vicepresidente jugó un papel de muy alto perfil en el gobierno, tan alto que ocasión hubo en que el jefe del gobierno le recordó que era él quien firmaba los cheques. Lo cual no fue óbice para que Vargas Lleras siguiera utilizando concienzudamente las aplastantes prerrogativas del poder ejecutivo para preparar su elección presidencial. Quizá ese fue siempre el acuerdo de Santos con su vice, o fue renovado a través de sus disensiones. Como fuere, el hecho es que el anuncio del presidente sobre el retiro del vicepresidente lo presenta como “comprometido con la paz”, en tanto que Vargas Lleras revela que la decisión sobre quién lo reemplaza se tomó “de común acuerdo” entre ambos. Y sobre todo, el vice ha dicho que se retirará antes de la fecha prevista en el mandato constitucional pero que procurará terminar sus “tareas” en materia de infraestructura pública. Como quien dice, hasta despachar el grueso de la contratación faltante, y el amarre de tantos gobernadores y alcaldes a su candidatura. Semejante “guiño” parece en trance de desatar la consabida fila india, dentro y fuera de la coalición de gobierno, para congraciarse con quien empieza a considerarse poco menos que futuro presidente de la república.
➤No se evidencian factores que hagan factible, con opción de ganar, una candidatura de izquierda u otros sectores democráticos. Las candidaturas de Claudia López, Piedad Córdoba, Jorge Robledo, Sergio Fajardo, y otras que pudieren surgir, como eventualmente la de Antonio Navarro Wolf, pueden recoger importantes sectores del electorado democrático pero no es percibible que una sola de ellas pueda reunir la suficiente fuerza para superar la candidatura del uribismo y la de Vargas Lleras, salvo que se produjera un vuelco de fondo, hoy no predecible, en que el grueso de la favorabilidad pública se inclinara hacia alguna de ellas. A menos que se avengan a la realización de una consulta para escoger una sola candidatura que reuniese el conjunto de las fuerzas del más amplio espectro político, que no esté cerrada sino abierta a más nombres, y en particular al de Gustavo Petro ─el líder de izquierda con mayor marcación hasta hoy en las encuestas─, no se ve como pueda plantearse una batalla política coherente y eficaz contra los enemigos de la paz y el progreso.
Desde luego, dada la injustificable inquina de algunos sectores contra el último de los alcaldes de la corriente democrática en Bogotá, como la persistente endogamia política de la mayoría de la izquierda, renuente al extremo a realizar acuerdos o alianzas fuera de sus filas, no hay lugar a demasiado optimismo al respecto. De tal suerte que, de no efectuarse un sustantivo cambio, la eventualidad de que concurramos a unas presidenciales con la mayor concentración de fuerzas en los dos agrupamientos de la ultraderecha y con una izquierda atomizada, no es tan remota ni carece de fundamento. Y que nos topemos, en fin de cuentas, con que las dos candidaturas susodichas sean las que pasen a segunda vuelta.
El escándalo Odebrecht, que ha provocado una conmoción mediática e institucional, desencadenada no tanto por la gravedad intrínseca del asunto ─la corrupción salida de madre de las altas esferas del Estado─, sino por la acción del Departamento de Justicia norteamericano, puede tomar giros inesperados. Aunque sus billonarias contrataciones se prolongan desde el gobierno de la “seguridad democrática” hasta el actual, no es de desestimarse que pueda terminar echando agua sucia no sólo sobre el gobierno Uribe sino principalmente sobre el de Santos, puesto que al fin y al cabo el descontento con sus ejecutorias económicas y sociales ha sido y sigue siendo muy alto, ni tampoco que salpique al sucesor escogido, Germán Vargas Lleras. Lo cual, si bien dejaría maltrechas las aspiraciones del despotismo vargasllerista y favorecería así la candidatura de la variedad colombiana del fascismo, el proyecto uribista, podría significar que los antiuribistas de todos los sectores tuvieran que volver a barajar.
Ante este complejo escenario, cabe seguir trabajando porque el instinto de conservación de las más diversas fuerzas de la democracia produzca por fin un sacudón concientizador traducible en la búsqueda de un gran acuerdo por la democracia para enfrentar las amenazas ciertas. Las internas de Colombia y las del viento mundial de derecha. En todo caso, nuestro papel debiera ser el del arquero que tensa el arco, no para tirar la flecha sino para apuntar al blanco, indicando la dirección en que debe ser lanzada.
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