Edmundo
Zárate
Phd en Economía / profesor universitario
Humberto
De la Calle ha sido uno de quienes ha alertado sobre la posibilidad real de que
la extrema derecha arrastre al país hacia el delito de perfidia, establecido
como tal en la Convención de Ginebra y en el artículo 143 del Código Penal Colombiano:
“Fingir la intención de negociar debajo de una bandera blanca o de rendición”.
¿Por
qué la proclividad de un sector de colombianos a incumplir los acuerdos de paz?
Las razones van desde la más primaria reacción de venganza de víctimas de los
desafueros de las Farc en su medio siglo de andanzas por el país, hasta los
intereses económicos en juego.
Sobre
el primer punto vale la pena recordar cómo durante casi un siglo Francia y
Alemania fueron partícipes, en bandos opuestos, de las más sangrientas guerras
que azolaron primero a la misma Europa y después a parte significativa del
globo. Pero esos mismos países decidieron luego de 1945 hacer un acto de
reconciliación cuyos resultados se observan hoy.
Historia de vieja data
Sobre
los aspectos económicos que están detrás de la inminente perfidia impulsada por
una parte de la derecha, conviene recordar un capítulo de nuestra historia retomada
por Gabriel García Márquez, quien pone en boca de Aureliano Buendía, en Cien
años de soledad, la sentencia de que la diferencia entre conservadores y
liberales es que estos van a misa de cinco de la mañana y aquellos a la de ocho.
El
grado de certeza que encierra tal sentencia se mide en los sucesos que
ocurrieron en nuestro país en la llamada Revolución de medio siglo, iniciada en
1849. La disputa de entonces entre los modernizadores y quienes querían
mantener el statu quo se tradujo en la formación de los partidos liberal y
conservador respectivamente.
El
bando liberal estaba conformado esencialmente por comerciantes, que constituían
nuestra naciente burguesía, y tal cual prócer industrial que intentó configurar
nuestra industria naciente. Algunos de esos liberales colombianos tuvieron la
muy extraña fortuna de poder viajar al mundo desarrollado y traer algunas ideas
para intentar aclimatarlas acá.
En el
bando conservador la fuerza principal provenía de los grandes propietarios de
tierra y sectores al frente de la administración pública, pues fueron ellos los
principales artífices del Estado que se construyó entre el momento de la Independencia,
1821, y el inicio de la Revolución, con la impronta de la ideología católica.
Lo que se pretendió en 1849 fue justamente crear un Estado que sirviera a los
intereses de la naciente burguesía. Entre otras características debía ser
laico, es decir, separar el poder del Estado de la influencia religiosa.
En cada
uno de los bandos militaban otros sectores que por el momento no es necesario
identificar, pero sí debe llamarse la atención sobre un hecho crucial en esta
historia: Un fuerte núcleo de los comerciantes y protoindustriales hundía sus
raíces en la gran propiedad territorial. Dicho de otro modo, como consecuencia
del gran atraso económico, parte de los recursos de los comerciantes y
nacientes industriales provenía de la explotación agraria.
Un
ejemplo de esta mezcla de intereses es el de los productores de tabaco, mercancía
insignia durante el período 1850-1875 por su aporte a la economía interna y a
las exportaciones. Aunque también había muchos pequeños campesinos cultivándolo,
la comercialización internacional estaba en manos de pocos empresarios que
acumulaban las ganancias y que en algunos casos reinvertían no solo en el
mejoramiento de su negocio sino en la creación de nuevas actividades en las
nacientes ciudades. Otro tanto puede decirse por esta época de los
comercializadores de quina, añil, azúcar y, más adelante, café.
Como es
de suponer, a medida que fue profundizándose la revolución de 1849 fue poniendo
más a la defensiva a los terratenientes, los grandes propietarios que dedicaban
su tierra unos al simple engorde (como es el caso de los terratenientes de los
Llanos Orientales) y otros, los menos, a la producción de tabaco y demás
productos de exportación.
En
efecto, cuando Tomás Cipriano de Mosquera asumió por tercera vez la presidencia,
emprendió el gran paso definitivo para continuar con la modernización: la
reforma agraria, quitándole la tierra a la Iglesia para entregarla a los
campesinos. Expidió la ley de 9 de septiembre de 1861 y de inmediato vino una
rebelión de los terratenientes –cuya tierra no fue tocada por la ley– y de la Iglesia
católica, directamente afectada.
Los
detalles de esta historia escapan al alcance de este artículo, pero no la gran
consecuencia: el bando liberal se fue dividiendo. Dicho muy sintéticamente,
entre mayor era la ligazón de los comerciantes con la propiedad agraria, menor
su interés en seguir impulsando la revolución. La situación se complicó con la
caída de los precios del tabaco y otros productos. Al frente de las huestes
conservadoras y de las reblandecidas liberales se fue poniendo Rafael Núñez.
Para 1890 el bando liberal estaba exterminado o expatriado y casi todos los
logros de la revolución habían sido reversados.
Los acuerdos de paz y el problema agrario
¿Qué se
aprende de este nefasto capítulo de nuestra historia? Como ha sido analizado por
el PTC, en la búsqueda de la paz coinciden grandes intereses. Como lo dijera
Francisco Mosquera, uno de esos es el de la burguesía que necesita un ambiente pacífico
para sus negocios y para seguir atrayendo la inversión extranjera cuyas migajas
–legales a ilegales, a lo que se ve– caen en manos de los intermediarios
colombianos. Santos logró, finalmente, firmar la paz con las Farc, en
representación y con el apoyo de esa burguesía: el Sindicato Antioqueño –alma
industrial del país–, los emporios de Sarmiento Angulo, Ardila Lule y Santo
Domingo entre otros, afincados en el sector financiero y en el de servicios
como telecomunicaciones, comercio de grandes superficies, etc. Pero, también
tienen control o intereses cruzados con el sector agrario.
La
forma típica, usada por el capitalismo para concentrar la tierra para
explotarla de una manera moderna ha sido la compra o bien por expropiación
usando formas capitalistas como el endeudamiento hasta hacer que el pequeño propietario
entregue su fundo al prestamista, usualmente un banco hipotecario. Fueron los
dos procesos que se vieron en Estados Unidos durante la primera mitad del siglo
pasado.
Pero en
Colombia esta concentración ha venido ocurriendo en buena medida por vías
precapitalistas, a través de la violencia contra aparceros y colonos ejercida
por paramilitares y la usurpación de los baldíos con la aquiescencia del
Estado. Sobre estas grandes haciendas es que se están planeando y en varios
casos ejecutando las grandes inversiones capitalistas para sembrar caña de
azúcar, palmas para aceite, banano, sorgo, hatos ganaderos, bosques.
Aparte
del cariz penal que suscita esta forma de concentración de la propiedad rural –y
que explica en buena medida otro incumplimiento de los acuerdos, la creación de
la justicia transicional–, apoyar los acuerdos de paz implicaría un freno a sus
inversiones actuales y futuras en el agro, pues tendrían que devolver las
tierras usurpadas a campesinos desplazados y al Estado. Este es, como se sabe,
uno de los líos que tiene el dueño de Avianca, Efromovich, con una hacienda en
el Cesar que compró a los que usando una feroz violencia sacaron a los
campesinos.
Por lo
demás están los latifundistas de pura cepa y de vieja data que han continuado
acumulando tierras de engorde por todo el país, sin finalidad productiva, en
medio de los desplazamientos ocasionados por los grupos paramilitares.
Esa
dualidad de intereses económicos de los grandes dueños de la economía del país explica
en buena medida el acto de perfidia que anuncian con cometer uribistas y vargaslleristas,
eximios cabecillas de esa mezcolanza económica y política descrita.
Hasta
el mismo Santos ha sido cómplice. Como ha sido anotado en varias entregas de La
Bagatela, en las negociaciones con las Farc pueden identificarse dos asuntos centrales:
el desarme y los puntos atenientes a la propiedad agraria. Con el triunfo del
No en el plebiscito de octubre del 2016 el cumplimiento de los puntos agrarios
se ha ido diluyendo y los llamados a “destrozar” los acuerdos de paz tienen
como blanco aglutinante eliminar cualquier posibilidad de que se vaya a reversar
el saqueo y concentración de tierras perpetrado ante todo por los paramilitares
y usufructuado por los grandes y globalizados grupos económicos. A ello se suman,
como queda anotado, los temores al código penal.
Es decir,
esos billonarios tienen un pie en sectores modernos de la economía citadina y
el otro en los grandes fundos –constituidos en buena media en un baño de
sangre, saqueo y latrocinio– para la producción agraria a través de extensas
plantaciones. En las ciudades la concentración de capital se está haciendo a
costa de quebrar a los pequeños competidores. En el campo por medio de la
violencia precapitalista contra los pequeños propietarios.
En
igual sentido –la extracción de la renta de la tierra–, deben analizarse las
inversiones que han hecho en obras de infraestructura, donde la ganancia
procede de usufructuar los peajes (actividad típica del sector financiero) pero
también de especular con el precio de la tierra en las concesiones, con
frecuente desplazamiento de comunidades que se han negado a venderla.
Perfidia
es desarmar al enemigo para luego arrasarlo. Está a punto de volver a ocurrir
en Colombia tal traición, cuyo costo no solo lo pagarán las Farc sino todo el
país, aun los pérfidos, como lo muestra, por ejemplo, El Salvador, donde el
incumplimiento de los acuerdos de paz ocasionó el hundimiento de la economía,
empezando por la huida de los inversionistas extranjeros.
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