Por Darío
Henao Restrepo
Decano
e profesor de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle, Cali,
abril de 2019
A
los 31 años, Fernando del Paso publicó en 1966 su portentosa novela
ferrocarrilera José Trigo. Juan Rulfo declaró: “José Trigo es la más formidable
empresa que en territorio idiomático se haya escrito en Hispanoamérica. Es una
novela barroca, sí, pero como dice Carpentier: en América Latina si no somos
barrocos no somos escritores”.
La
leí a comienzos de los años 70, en la edición de Siglo XXI, por recomendación
de Guillermo Arévalo, por entonces profesor de literatura en la universidad
Santiago de Cali. La elaborada complejidad formal y la riqueza lingüística hizo
muy difícil la lectura pese al deslumbramiento de su lenguaje y a la fuerza de
esas historias rescatadas de la oralidad de ese mundo ferroviario que se erigió
en Nonoalco-Tlatelolco, en el corazón de la ciudad de México, a donde un día
llegó José Trigo, tras cuya historia va el narrador, sin duda, el alter ego de
Fernando del Paso.
Ahora
que voy a cumplir 45 años como profesor de literatura y he sobrepasado los 60
años, por mecanismos selectivos de la memoria, vuelvo a la lectura de José
Trigo en la cuidada edición del Fondo de Cultura Económica. Y vuelvo porque al
leer hace unos meses el libro de Javier Ortiz Cassiani ―Ese diablo al que
llaman tren―, recordé esta lectura de juventud a la que dediqué tantísima horas
como una forma de entender las historias de Cristóbal, mi papá, como trabajador
en el Ferrocarril del Pacífico. De la mano de don Cristóbal fui por primera vez
a Buenaventura, atravesé la feraz vegetación del cañón del Dagua y alelado
divisé por primera vez el mar que descubriera Balboa. Así que durante mi
infancia y primera juventud viajé muchas veces en tren de Cali a Buenaventura y
a Popayán. Esos recorridos dejaron en mi la impronta del mar, los ríos, los
valles y las montañas de la geografía del Pacífico colombiano. Esa marca la he
llevado por siempre. De ahí mi pasión por las historias de los trenes, de los
ferrocarriles, asunto que Fernando del Paso poetiza como ninguno en la
literatura en lengua española.
Si
en la primera lectura me conmovieron las historias de Luciano, Eduviges, Buenaventura,
el viejo, Bernabé, Casimiro, Felicitas, don Pedro, Anselmo, Guadalupe, los
seres protagonistas de ese universo ferrocarrilero; en la segunda, compruebo el
mismo sentimiento, quizás con mayor comprensión de la enciclopédica creación
acometida por su autor. Y asombra, por su dimensiones y logros, que haya sido
una obra escrita entre los 24 y los 31 años. Y que pese a que no tuvo muchos
lectores e fue incomprendida por muchos críticos, al igual que a Pedro Páramo
años antes, se hizo merecedora del premio de novela Xavier Villaurrutia en 1966.
Meses después de este reconocimiento, el académico sueco Artur Lundkvist ―del
comité del premio Nóbel― la ponderó como la novela tal vez más notable que se
haya escrito en América Latina. Y agregaba: “En la liza que ha surgido entre
latinoamericanos por escribir el equivalente del Ulises de su continente, Del
Paso se ha acercado más que ningún otro a la meta. Y Del Paso construye su obra
conscientemente sobre el modelo en su estudiada técnica estilística,
manteniendo como fabulador una independencia total”. A tantos años de
distancia, la valoración de Lundkvist admite muchos matices ante las grandes
novelas que aparecieron por esos años, inspiradas o no en el modelo joyceano. Por
tanto, José trigo hay que situarla en un grandioso contexto literario, del cual
hacen parte: El siglo de las luces (1962) de Alejo Carpentier, La muerte de
Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, Rayuela (1963) de Julio Cortázar, La
ciudad y los perros (1963) de Mario Vargas Llosa, Todas las sangres (1964) de
José María Arguedas, Paradiso (1966) de José Lezama Lima, Cien años de soledad
(1967) de Gabriel García Márquez, Tres tristes tigres (1967) de Guillermo
Cabrera Infante …, es decir, la década prodigiosa de la novela latinoamericana,
para no mencionar la década anterior con Pedro Páramo de su maestro Juan Rulfo
a la cabeza, y obras tan portentosas como Gran sertón: veredas de Joao Guimaraes
Rosa, Los hombres de maíz de Miguel Ángel Asturias, Bomarzo de Manuel Mójica
Laínez o Adan Buenos Aires de Leopoldo Marechal. Apenas señalo las novelas más
emblemáticas de la revolución lingüística acaecida en América Latina para
transformar el viejo español clásico con los inmensos aportes del Nuevo Mundo.
Tarea que empezaron los novelistas de la segunda mitad del siglo XIX, pasando
por los años 20 y 30 con las vanguardias, desbrozando un camino que llevarían a
grandes logros los novelistas de los años 60 en adelante.
Cuando
han pasado más de cincuenta años de la publicación de José Trigo, décadas en
las cuales se fue forjando una sólida tradición novelística en el continente, al
releerla constato que siguen en pie sus méritos, su brillo con luz propia. Los
caminos abiertos no solo para la literatura mexicana como para la
latinoamericana son innegables. Para los jóvenes escritores del siglo XXI, si
se asoman a este clásico mucho van a aprender de este joven que se atrevió a
escribir, seguramente con exceso de atrevimiento técnico, una novela, al decir
de Artur Lundkvist, con muchos experimentos de audaz arte estilístico y alarde
idiomático, de fatigoso virtuosismo y consumo de palabras. Vuelvo y recalco, al
releerla he disfrutado de su fascinación inagotable, pues tiene fuerza poética,
vigor y vitalidad que conquistan. Ya dentro de esta catedral, como sucede, por
ejemplo, con Paradiso, sentimos el placer de volver una y otra vez a los múltiples
lugares de esta historia de los ferrocarrileros mexicanos, de la histórica
huelga que paralizó al país en 1960. Como en las novelas de Mariano Azuela,
Juan José Arreola y Juan Rulfo, Del Paso vuelve a situar la historia de los
sectores populares en el marco de la abigarrada, cruenta y legendaria historia
de México desde sus tiempos prehispánicos.
Sobre
su oficio dice Del Paso: “Me angustia muchísimo escribir pero, al mismo tiempo,
lo disfruto y para mí lo importante no es tanto haber escrito sino escribir. Lo
que me da sentido a mí como escritor es el momento en que estoy escribiendo.”
Sin
duda alguna José Trigo es una novela que le da la voz al universo proletario y
popular que se forjó alrededor de los ferrocarriles nacionales de México.
Además, tributaria de Pedro Páramo, pues en su novela Del Paso conjuga el habla
proletaria con la de los migrantes rurales, bajo la misma fórmula de Rulfo, de
estilizar el habla campesina, recupera las voces de los olvidados seres que
abriéndose paso en la Ciudad de México añoran y no han perdido el mundo
espiritual, cultural y lingüístico que los ata a sus pequeños pueblos de
origen. El mundo de los muertos cuyas voces recupera Pedro Páramo se amplia en
el amplio fresco urbano de proletarización del campesinado mexicano. Del Paso
poetiza el alma de los ferrocarrileros en sus complejas raíces con el México
profundo. En su tratamiento alcanza un alto grado de nivel artístico, casi
mágico y por momentos mítico, comparable a lo logrado por José María Arguedas y
Miguel Ángel Asturias, que por vía del indigenismo, crearon un lenguaje
americano en nuestras literaturas.
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