Por
Marcelo Torres
Secretario general del PTC
Camarada
Francisco Mosquera:
Hace ya
un cuarto de siglo que nos dejaste. Las nieves del tiempo blanquean las testas veteranas
de la vieja guardia del Partido, en tanto que algunos de la generación de
cuadros en plena juventud, o que apenas se asoman al inicio de su fecunda
madurez, asumen algunos lugares en la primera línea de la lucha. Francisco
Castañeda, nuestro candidato al Concejo de Bogotá, como Ivonnet Tapia, nuestra
juvenil lideresa, a la alcaldía de Mosquera, al igual que varios otros,
compañeras y compañeros, o cercanos aliados, en ciudades y municipios,
aspirantes a otras alcaldías, Asambleas, Concejos y Juntas Administradoras
Locales. Los más jóvenes se aprestan a desplegar su gran potencial, en lo que
debemos esforzarnos por ayudarlos. No venimos a coronar tu tumba de laureles,
que una época de defensiva estratégica en escala mundial no posibilita aún. Simplemente
llegamos a reafirmar que seguimos orientándonos con tu guía, que persistimos en
la línea que nos legaste, la que se enmarca en la concepción del mundo de los
trabajadores. A decirte que algunas de tus tesis, que formulaste sobre la
experiencia viva de la lucha en el país, iluminan con más intensidad que nunca el
camino. No importa que algunos de quienes se decían tus discípulos hayan
desertado al bando enemigo, ni que otros, los aduladores más estridentes,
hubieran decidido ocultar tu nombre más de tres veces antes de que cantara el
gallo.
Esas
tesis mantienen una vigencia crucial en la Colombia de hoy. Algunas de ellas,
negadas o ignoradas una y otra vez, han salido finalmente a flote, y adquirieron
una vigencia incontestable por la tozudez irresistible de los hechos. Otras, olvidadas
por el desuso pero vigentes en el desenvolvimiento objetivo de los
acontecimientos, aguardan su hora mientras cuajan las condiciones para que,
como expresaba el gigante de Tréveris, se conviertan en fuerza material al
prender en las masas.
La
primera a la que queremos referirnos, que sintetiza para Colombia la experiencia
revolucionaria mundial, resulta cardinal en el momento que vive el país.
Aquella de que la emancipación de la nación “no puede ser la obra exclusiva de
un solo partido o de una sola clase” se deduce de la premisa que preside la
formulación de toda táctica y estrategia: la correlación de fuerzas. En efecto,
habiendo quedado Estados unidos como el único superpoder tras el derrumbe
soviético y caracterizado el mundo de entonces como unipolar, era claro que se
reforzaba el poderío de su dominación sobre los países como Colombia y que, por
consiguiente, sólo una coalición muy amplia y política y socialmente
heterogénea, un frente multiclasista, podía reunir la fuerza suficiente para
enfrentar esa dominación extranjera y a las capas dirigentes que hacían de sus
agentes en el país.
Planteó Mosquera
que un frente tal debía constituirse sin excluir a “los productores
conscientes, a los parlamentarios honestos ni a los militares patrióticos” ni
tampoco “al clero consecuente”, y que debía agrupar “...tanto a los sectores
productivos como a las fuerzas políticas que aún conservan nexos con la nación,
o con su historia”. Es decir, que con la globalización imperialista y la
generalización del modelo neoliberal y dada la profundización y extensión
mayores de la dominación imperial gringa, el frente en vez de estrecharse, para
ser capaz de defender la vida del pueblo y la nación, tenía que ampliarse en una
escala sin precedentes. Amén de la actuación de dicho frente en lucha política
electoral para cargos de elección popular en la rama ejecutiva, en los niveles
nacional, departamental y municipal, como en las correspondientes corporaciones
públicas legislativas, Mosquera planteaba como estrategia la de “Entrelazar las
querellas de los gremios productivos, de los sindicatos obreros, de las masas
campesinas, de las comunidades indígenas, de las agrupaciones de intelectuales,
estudiantes y artistas” de manera que, “gracias a la unión, los pleitos
desarticulados converjan en un gran pleito nacional”.
En las
actuales condiciones nacionales e internacionales, al mantenimiento del viejo
molde del neoliberalismo y al recrudecimiento de una corrupción rampante en la
cumbre misma del Estado, se aúna ahora una tendencia creciente a la liquidación
de la democracia y a la implantación del fascismo por medio de la prolongación
de la violencia y la represión oficial y de la supresión de todo asomo de
democracia. Para lograrlo, dicha tendencia, jalonada por el segmento más
extremista de la ultraderecha, el uribismo, tiene como propósito inmediato el
desmantelamiento de los acuerdos de paz y en especial de la justicia
transicional surgida de ellos. De estos dos males mencionados, el mayor es el
peligro de la fascistización de Colombia y la batalla principal al orden del
día, la defensa de la democracia. En este contexto, un frente por la paz, la
democracia, el bienestar del pueblo y el rescate de la soberanía nacional, debe
y puede ensancharse extraordinariamente a escala nacional.
Pero
mientras el uribismo entendió en las pasadas elecciones presidenciales que
tenía que aglutinar la extrema derecha y las fuerzas del establecimiento en su
conjunto, y lo logró, no sucedió lo propio entre la izquierda, el centro y
sectores democráticos del mismo establecimiento. A pesar de los notables
avances del movimiento democrático –manifiesto en los 8 millones obtenidos por
la candidatura presidencial de Gustavo Petro y en los más de 11 millones de la
consulta popular contra la corrupción-, no fue posible la completa unificación
de fuerzas, cuya sumatoria habría podido arrojar la victoria democrática en las
presidenciales del 2018. Si bien cabe resaltar la decisión de Claudia López, de
Alianza Verde, de respaldar en segunda vuelta la candidatura más avanzada y de
mayor respaldo popular, la de Petro, el papel de lastre y rémora correspondió a
Fajardo, el candidato del centro, y a Robledo, senador del Polo. El antecedente
citable, universal y ya clásico, lo constituye el trágico error de la
Internacional comunista al negarse a la alianza con la socialdemocracia alemana
que habría podido detener a Hitler en su carrera hacia el poder. Pero aunque
algo pareció aprender la izquierda colombiana de la experiencia reciente, a
juzgar por las coaliciones conformadas de centro e izquierda para las
elecciones territoriales del 2019, lo cierto es que quienes se opusieron a la
unidad en el 2018 se mantienen impenitentes en su postura. Con el agravante de
que en Bogotá, escenario principal de la próxima batalla política, tanto
Claudia López, la más opcionada candidata a la alcaldía de la capital como
Petro, se mantienen a la par en sus trece pareciendo alejar la posibilidad de
la coalición unitaria. Debemos añadir que aunque Petro pueda tener razón en
cuanto al metro subterráneo, y Claudia López haya expresado su preferencia por
la próxima candidatura presidencial de Fajardo, declaración tan innecesaria
como conflictiva, ningún interés particular por justo y lícito que sea,
justifica que se anteponga al interés general: que el líder de Colombia Humana
respalde la única candidatura democrática, la de Claudia López, con opción de
ganar y capaz de derrotar los aspirantes de la derecha. La tesis de la
conformación de la más amplia coalición democrática posible aún no cuaja del
todo. Pero es evidente que ya franqueamos el estrecho límite de los rancios y
obtusos sectarismos de izquierda.
La
candente vigencia de otra de tus tesis, camarada Mosquera, ésta de alcance no
sólo nacional sino mundial, vino a ser puesta de presente de modo abrupto por
recientes acontecimientos. La exigencia de que se fumigue con glifosato a raíz
del crecimiento de la extensión de los cultivos de coca, la perentoria
solicitud de extraditar a Santrich, y las presiones del embajador gringo en
apoyo a la iniciativa legislativa del uribismo gobernante en su campaña por
mutilar la JEP, constituyeron intempestivo recordatorio a los colombianos de la
omnipresente injerencia de Estados Unidos en nuestros asuntos. Sucesos que no
obstante convertirse en focos de la atención pública, mostraban apenas la punta
del iceberg, manifestaban sólo instantáneas parciales de una más vasta y grave
realidad. De sometimiento al extranjero, saqueo y malformación de nuestra
economía, dominio sobre nuestra cultura, y de modelación perversa de la forma y
naturaleza del Estado, con la abyecta complicidad de esa seguidilla de
gobernantes sumisos que ya demora treinta años. Tal proceso degenerativo parece
haber tocado fondo con el retorno del uribismo al poder, el régimen
Uribe-Duque, con su gobernante de sainete, irrelevante, irrisorio y subalterno
figurón, a través de quien gobierna realmente, en cuerpo ajeno, el verdadero
jefe de la extrema derecha colombiana. Era que, como explicó en su momento esta
tésis de Mosquera, el dominio del águila imperial gringa, depredadora y rapaz,
ya casi centenario tras el colapso soviético, y con la globalización
imperialista y la generalización del modelo neoliberal, se volvió más profundo
y extendido sobre Colombia como sobre los países de la periferia similares al
nuestro. Sus efectos hasta hoy han sido el enorme volumen de las importaciones
alimentarias y la ruina de nuestra producción agrícola, la ostensible pérdida
de peso de la industria en el producto nacional, el desbalance del comercio
exterior y la composición del mismo típica de país atrasado, la
desnacionalización y privatización de las principales empresas del Estado, el
carácter de nación pobre y crecientemente endeudada, el alto desempleo y
subempleo y el trabajo informal de la mitad de la mano de obra, los salarios de
hambre de la población trabajadora, la pérdida de conquistas históricas del
trabajo, la legislación laboral regresiva y la reducción de la sindicalización,
como el alarmante deterioro y la crisis de la salud y la educación públicas.
Colombia rueda cuesta abajo hacia una crisis económico-social similar a la de
1999. La pobreza y la gran riqueza, polarizadas entre una creciente mayoría y
un puñado de grandes potentados, nos ha hecho uno de los países de mayor
desigualdad social del planeta.
Para colmo,
el gobierno Duque anuncia astronómica compensación a uno de los protagonistas
de la megacorrupción del escándalo Odebrecht, el grupo Sarmiento Angulo, cuyas
arcas amenazan reventar por sus billonarias ganancias. Quien quiera, honesta y
objetivamente, identificar la raíz profunda de tantas desgracias nacionales y
revelarla sin remilgos ante la vasta inconformidad social de nuestros días,
para deducir de allí la acción política masiva de millones de hombres y mujeres
encaminada a extirparla, tendrá que coincidir con la expuesta tesis de
Mosquera: el nudo gordiano que hay que cortar para destrabar el progreso
nacional es la dominación gringa.
Siendo
como es este deseo, una formulación cuya realización implicaría enorme avance
en la conciencia pública nacional, debemos añadir que los recientes y graves
incidentes de la intervención gringa en nuestros asuntos internos, aunque
levantaron protestas y reparos, estos no tuvieron la contundencia ni la
magnitud que habrían podido alcanzar. La ausencia de una exigencia pública
sostenida y sistemática al gobierno Duque para que explique al país cómo y por
qué la DEA opera en Colombia y realiza operaciones encubiertas sin autorización
judicial alguna –tal como lo reveló la JEP-, es un buen ejemplo de ello. En
cambio, la estigmatización ejercida por el complejo mediático neoliberal, del
mundo y de Colombia, sobre temas cruciales, verbigracia el de la dominación
imperialista estadounidense, ha logrado convertirlos de tal modo en tabú de
manera que su sola mención se utiliza para descalificar a sus autores. El
mensaje implícito, cuya potencia mediática engatusa vastos sectores del gran
público, consiste en que Estados Unidos realiza en el mundo el papel de modelo
y salvador de la democracia en todos sus confines. A la eficacia del mismo no
son ajenos los sectores democráticos del país, incluyendo el grueso de la
izquierda. Por prejuicios ideológicos, cálculo electoral o simple
acomodamiento, esa “área de candela” mediática se rehuye, se soslaya o se
ventila con estudiada renuencia, en lugar de contribuir activamente a revelar
los factores menos visibles pero permanentes –algunos de ellos mantenidos
celosamente ocultos o alejados del público- que atenazan al país bajo la
dominación gringa. Mientras el movimiento democrático del país no asuma la
tarea con firmeza, su lucha no será completa, ni consecuente. Los tiempos que
corren, de cruda y abierta derechización de las políticas de los centros
imperialistas, y en particular del centro hegemónico gringo bajo la presidencia
de Trump, tanto internas como internacionales, catalizadas por su evidente
declive y el ascenso de poderes emergentes, vuelven más agresivos y brutales
sus métodos de dominación y más descarado su intervencionismo. Llegado el
momento, será imposible seguir aplazando la definición frente a la crucial
cuestión; la vida se encargará de colocar a los distintos sectores y sus
fuerzas en su justo sitio. Entonces, también para esta fundamental tesis de
Mosquera habrá llegado su momento.
La tercera
de las tesis a que hoy aludimos concierne a los problemas de la guerra y de la
paz. La decisión de la agrupación de alzados en armas más antigua del país, mediante
un acuerdo de paz con el establecimiento pactado bajo las garantías
estipuladas, de abandonar la lucha armada para librar la lucha política, fue
saludada y recibió el apoyo de la Colombia democrática, en cuyas filas nos
contamos. El acontecimiento, bajo cuya repercusiones se desenvuelve hoy toda la
vida nacional, corrobora de lleno una de las tesis centrales de Mosquera: la de
que concluida la Violencia liberal –conservadora, hasta hoy, el pueblo
colombiano no ha tenido disposición ni estado de ánimo para respaldar la lucha
insurreccional armada. Tesis con vigencia de décadas pero comprobada al cabo de
las mismas con contundencia sin par. Los acuerdos de La Habana ponen de
presente de modo incontestable una necesidad largamente negada: la de que el
movimiento democrático en las actuales condiciones de Colombia, para
desarrollarse y fortalecerse, en vez de los frustrantes intentos de forzar las
cosas, ha de librar la lucha política. Formulación que ha adquirido categoría
de verdad sabida, de evidencia y de lo obvio. Por supuesto, para tal
confirmación ha sido necesario que ríos de sangre y descalabros sin fin corrieran
bajo el puente de la historia, sin que la tardanza para que aflorara su sentido
menguara su validez, pretérita y actual. Y sin que los protagonistas de las
fallidas gestas bélicas, en cada caso en que pactaban las paces con los
gobiernos de turno dejaran de pregonar, sin el menor asomo autocrítico, la
validez de su lucha en armas hasta el instante mismo en que estampaban su
rúbrica al pie del respectivo acuerdo de paz.
Acaso
sean pocos quienes hoy recuerden o reconozcan que fue Francisco Mosquera, en el
fragor de los turbulentos años sesenta, el primero en formular esta fundamental
verdad, reiterada y profundizada sin interrupción después, olvidada o
descartada deliberadamente pero siempre vigente. Pero día vendrá en que la
lucha de nuestro pueblo sea escrita de nuevo, sin omisiones ni
tergiversaciones. Entonces, el sol de la justicia histórica brillará sobre el
mármol de tu tumba y elevará tu nombre al sitio que merece, con todas sus
letras.
La foto que
causó gran alegría entre los sectores democráticos y alternativos porque
vislumbraba seriamente la posibilidad de la consolidación de la gran
convergencia democrática para encarar la batalla por la alcaldía de Bogotá.
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