Aunque el equipo de Trump parece estar especialmente enfocado en Venezuela, no hay dudas de que también tiene su vista puesta en los otros pocos gobiernos izquierdistas restantes en la región: Cuba, Bolivia, Nicaragua, El Salvador y, quizás incluso el de una izquierda muy moderada, Uruguay. A su disposición hay un arsenal completo de herramientas de “poder blando” para avanzar en la agenda de “democracia y gobernanza” de EE.UU. La Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) y la Fundación Nacional para la Democracia (NED, por sus siglas en inglés), financiada también por el Gobierno de EE.UU., tienen programas de “promoción de la democracia” que brindan capacitación y financiamiento principalmente a organizaciones proestadounidenses que a menudo tienen vínculos con partidos políticos. En varios países —como Venezuela, Bolivia, Ecuador y El Salvador—, Estados Unidos ha utilizado estos programas para brindar apoyo material y táctico a los movimientos de derecha violentos y antidemocráticos.
Por Alexander Main
Director de política internacional del Centro para la
Investigación Económica y Política (Center for Economic and Policy Research,
CEPR) en Washington, DC. / Traducción por Francesca Emanuele. / Este artículo
ha sido publicado originalmente en La
Revue internationale et stratégique.
A fines de la primavera de 2008, el prestigioso Consejo de
Relaciones Exteriores, en Nueva York, publicó un informe titulado “Relaciones
entre Estados Unidos y América Latina: una nueva dirección para una nueva
realidad”. Programado para influir en la política exterior del próximo Gobierno
estadounidense, el informe aseveró: “la era de EE.UU. como la influencia
dominante en América Latina ha terminado”.
En la Cumbre de las Américas en abril del año siguiente, el
presidente Barack Obama parecía estar en la misma página que los autores del
informe, prometiendo a los líderes latinoamericanos una “nueva era” de
“asociación igualitaria” y de “respeto mutuo”. Cuatro años más tarde, el
segundo secretario de Estado que tuvo Obama, John Kerry, dio un paso más,
declarando solemnemente ante sus contrapartes regionales en la Organización de
Estados Americanos (OEA) que la “era de la Doctrina Monroe había terminado”. El
discurso (anunciando el fin de una política de casi 200 años, ampliamente vista
como un cheque en blanco para la intervención de Estados Unidos en la región)
fue calurosamente aplaudido, y tal vez le ganó algo de perdón a Kerry por
haberse referido a América Latina como el “patio trasero” de Estados Unidos
unos meses antes.
En su enfoque hacia América Latina, el Gobierno del
presidente Donald Trump ha tenido un tono decididamente diferente al del
Gobierno de Obama. Poco después de mudarse a la Casa Blanca, Trump anunció que
revertiría las políticas ampliamente elogiadas de Obama de normalización de las
relaciones con Cuba. En lugar de confirmar la desaparición de la Doctrina
Monroe, el primer secretario de Estado del presidente Trump, Rex Tillerson, declaró
que “claramente había sido un éxito”. Para que nadie lo considere un ignorante
de la historia de la doctrina, se hizo eco de los sentimientos de sus autores
originales (el presidente John Adams y el secretario de Estado James Monroe) al
señalar, con respecto a las crecientes relaciones de China en la región, que
“América Latina no necesita nuevos poderes imperiales” y que “nuestra región
debe ser diligente para protegerse de los poderes lejanos…”.
Teniendo en cuenta estos y otros pronunciamientos de Trump y
de su equipo, es tentador considerar que el actual Gobierno de EE.UU. tiene la
intención de dar rienda a una política progresista e ilustrada hacia América
Latina, iniciada bajo Obama. Pero un análisis más detallado de las políticas en
curso sugiere que, en su mayor parte, el Gobierno de Trump persigue
esencialmente los mismos objetivos políticos, económicos y de seguridad en la
región que Obama, aunque a veces de una manera más descarada y agresiva. Del
mismo modo, vale la pena señalar que la agenda de Obama en América Latina (con
la importante y tardía excepción de la apertura con Cuba) no se diferenció
significativamente de la de su predecesor, George W. Bush.
De hecho, los Gobiernos estadounidenses han estado siguiendo
aproximadamente la misma agenda en América Latina desde al menos principios del
siglo XX; aunque las tácticas empleadas han cambiado significativamente con el
paso del tiempo. El objetivo general sigue siendo el mismo: mantener la
hegemonía estadounidense en toda la región. Pero, aunque los actores regionales
derechistas y proestadounidenses han protagonizado un retorno importante en los
últimos años, mantener el control estratégico de Estados Unidos en América
Latina puede ser difícil de sostener en el largo plazo, debido en parte al
desplazamiento progresivo de EE.UU. como jugador económico dominante del
hemisferio. Y el nacionalismo extremo de Trump puede contribuir a un despertar
de los impulsos nacionalistas y antiimperialistas, como ha ocurrido
recientemente en México.
Aunque a menudo está envuelta en una retórica de promoción
de la democracia y derechos humanos, la agenda política de Washington en
América Latina se puede resumir de la siguiente manera: mimar a los Gobiernos y
movimientos que apoyan los objetivos económicos, de seguridad y de política
exterior de EE.UU., y tratar de erradicar a los que no. En este sentido, Obama
le dejó en herencia a Trump unos buenos cimientos. Mientras que en el momento
de la toma de posesión de Obama en 2009 la mayoría de los latinoamericanos
vivían bajo Gobiernos progresistas que, en general, buscaban una mayor
independencia de EE.UU.; cuando éste dejó el cargo, solo un puñado de países
todavía tenían Gobiernos de izquierda.
Obama jugó un papel nada despreciable en la creación de este
cambio político de repercusiones sísmicas. En 2009, él y su primera secretaria
de Estado, Hillary Clinton, ayudaron a que un golpe militar de derecha
triunfara en Honduras al obstaculizar los esfuerzos para restaurar al
presidente electo de tendencia izquierdista, Manuel Zelaya. En el año
siguiente, EE.UU. intervino en las elecciones haitianas y presionó con éxito a
las autoridades del país para que cambiaran arbitrariamente los resultados
electorales a fin de garantizar la victoria de un candidato derechista
proestadounidense. En 2011, el Departamento de Estado de EE.UU. frustró los
esfuerzos regionales para revertir un “golpe parlamentario” que eliminó al
presidente izquierdista de Paraguay a través de un proceso ampliamente
criticado.
Durante el verano de 2016, el Gobierno de Obama puso todo su
poderío diplomático a disposición de los actores políticos corruptos de Brasil,
quienes destituyeron a la presidenta de izquierda Dilma Rousseff a través de un
proceso de impugnación viciado y controvertido. Por esa misma época, el
Gobierno de Estados Unidos se oponía a los préstamos multilaterales al Gobierno
izquierdista de Cristina Kirchner, agravando así una situación económica
convulsa que ayudó a sellar la victoria del multimillonario de derecha,
Mauricio Macri, en las elecciones presidenciales de 2015. La derrota de la
izquierda en Brasil y Argentina significó que se habían eliminado dos pilares
del movimiento de integración progresista de América Latina de comienzos del
siglo XXI. Quedaba un pilar, resistiendo obstinadamente los repetidos intentos
de Estados Unidos de derrocar a su Gobierno: Venezuela.
Obama hizo un gran esfuerzo por sacar del poder a los
chavistas de Venezuela. Su Gobierno se negó a reconocer la victoria electoral
en 2013 de Nicolás Maduro, a pesar de que no hay evidencia de fraude. En 2015,
justo cuando estaba tomando medidas para normalizar las relaciones con Cuba,
Obama declaró a Venezuela una “amenaza extraordinaria a la seguridad nacional y
a la política exterior de Estados Unidos” para justificar la imposición de
sanciones selectivas contra altos funcionarios del Gobierno. Pero en agosto de
2017, Trump superó a Obama, imponiendo amplias sanciones económicas que
restringieron drásticamente el acceso de Venezuela a los mercados financieros
internacionales, lo que exacerbó la actual crisis económica del país. Fuentes
de la Casa Blanca revelaron que Trump también ha estado considerando una invasión
militar en Venezuela.
¿Por qué esta obsesión con Venezuela, un país que no
representa una amenaza para la seguridad de EE.UU.? Como se señala con
frecuencia, la política de Washington en América Latina es a menudo un producto
de la política interna; y la obsesión con Venezuela —alimentada en parte
por sectores adinerados y de extrema derecha de la diáspora cubana y venezolana
en Florida— es un ejemplo de ello. Pero más allá de esto, un Gobierno de
izquierda en Venezuela plantea un desafío único a la hegemonía estadounidense,
dada su vasta riqueza petrolera y su consiguiente capacidad de proyectar
influencia por encima de sus fronteras (como lo ejemplifica el acuerdo
Petrocaribe y otras iniciativas regionales venezolanas). Si bien estos dos
factores han contribuido durante años al estatus de Venezuela como el enemigo
número uno en el hemisferio, el equipo de política exterior de Trump incluye a
un elenco de personajes particularmente virulento que ha llevado la obsesión
con Venezuela a un nuevo extremo.
El “equipo de ensueño” de la política exterior de Trump
incluye al asesor de seguridad nacional, John Bolton, un notorio neoconservador
que se obsesionó con la “amenaza” venezolana mientras estuvo en el Gobierno de
George W. Bush. Tillerson ha sido reemplazado por el “halcón” de la política
exterior, Mike Pompeo. Si bien Tillerson generó controversia con su elogio a la
Doctrina Monroe, fue en algunos aspectos más cauteloso que su sucesor, habiéndose
opuesto a las sanciones financieras contra Venezuela, recomendadas por el
entonces director de la CIA, Pompeo.
Finalmente, el senador cubano-estadounidense de Florida,
Marco Rubio (que tiene fuertes relaciones con los sectores más intransigentes de
la diáspora cubana y venezolana) se ha convertido, según todos los indicios, en
el principal asesor de Trump en América Latina. Entre otras cosas, presionó con
éxito para conseguir sanciones económicas contra Venezuela y pidió un golpe
militar allí.
Aunque el equipo de Trump parece estar especialmente
enfocado en Venezuela, no hay dudas de que también tiene su vista puesta en los
otros pocos gobiernos izquierdistas restantes en la región: Cuba, Bolivia,
Nicaragua, El Salvador y, quizás incluso el de una izquierda muy moderada,
Uruguay. A su disposición hay un arsenal completo de herramientas de “poder
blando” para avanzar en la agenda de “democracia y gobernanza” de EE.UU. La
Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas
en inglés) y la Fundación Nacional para la Democracia (NED, por sus siglas en
inglés), financiada también por el Gobierno de EE.UU., tienen programas de
“promoción de la democracia” que brindan capacitación y financiamiento
principalmente a organizaciones proestadounidenses que a menudo tienen vínculos
con partidos políticos. En varios países —como Venezuela, Bolivia, Ecuador y El
Salvador—, Estados Unidos ha utilizado estos programas para brindar apoyo
material y táctico a los movimientos de derecha violentos y antidemocráticos.
Trump también acogió la agenda de seguridad regional de su
predecesor, que a su vez se basó en estrategias antidrogas y de
contrainsurgencia desarrolladas bajo Clinton y George W. Bush. Ambos
presidentes invirtieron miles de millones de dólares en el Plan Colombia, que apoyó
vastas ofensivas militares, las que provocaron el desplazamiento de
millones de personas y contribuyeron a miles de muertes civiles, sin tener
prácticamente ningún impacto en la producción de cocaína.
A pesar de sus cuestionables resultados, el Plan Colombia
fue aplaudido por gran parte del establishment de la política exterior.
Igualmente, ha sido promocionado como modelo para la Iniciativa Mérida en
México (2008), respaldada por Bush, que apoyó una “guerra contra las drogas”
militarizada, la que ha conducido a decenas de miles de muertes. Originalmente
Mérida incluía a Centroamérica, pero el Gobierno de Obama la dividió y creó la
Iniciativa de Seguridad Regional para América Central (CARSI, por sus siglas en
inglés), que mueve decenas de millones de dólares en asistencia de seguridad
principalmente para Honduras, Guatemala y El Salvador. En los últimos años,
cada uno de estos países ha adoptado su propio enfoque militarizado para la
aplicación de la ley, y cada uno ha experimentado oleadas de violencia que los
ubican entre los países más violentos del mundo. Los estudios demuestran que
esta violencia ha sido un factor importante en el fuerte aumento del número de
migrantes de estos países que huyen hacia México y Estados Unidos.
Por supuesto, el Gobierno de EE.UU. ha tenido una robusta
agenda de seguridad que abarca a gran parte de América Latina desde mucho antes
de que Teddy Roosevelt declarara a Estados Unidos como el “poder policial
internacional” de la región. Durante las primeras décadas del siglo XX, EE.UU.
llevó a cabo numerosas intervenciones militares en América Latina y el Caribe,
incluidas largas ocupaciones militares en Nicaragua, Haití y República
Dominicana.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno de EE.UU.
desarrolló estrategias de compromiso de largo alcance con las fuerzas militares
en todo el hemisferio. En 1946, el Departamento de Defensa de Estados Unidos
emprendió la Escuela de las Américas (más tarde renombrada como Instituto del Hemisferio
Occidental para la Cooperación en Seguridad o WHINSEC, por sus siglas en
inglés), donde miles de militares de toda América Latina recibieron
entrenamiento contrainsurgente, supuestamente para defender a sus países del
comunismo promovido por los soviéticos. La intervención militar directa de EE.UU.
en la región se hizo menos frecuente, pero las fuerzas militares
latinoamericanas a menudo actuarían en conjunto con los agentes de inteligencia
estadounidenses para reprimir violentamente a los movimientos de izquierda y,
en muchos casos, derrocar a los Gobiernos de izquierda.
La Guerra Fría pudo haber terminado oficialmente en 1991,
pero los programas de entrenamiento de EE.UU. continuaron. El personal militar
entrenado en EE.UU. estuvo involucrado en golpes militares en Haití (1991), Venezuela
(2002) y Honduras (2009), así como en sangrientas campañas de contrainsurgencia
en Guatemala, El Salvador y Colombia.
Los programas de entrenamiento de EE.UU., junto con otras
formas de asistencia en materia de seguridad, le han permitido al Pentágono
mantener una fuerte y continua influencia dentro de las fuerzas militares de
América Latina. Además, Estados Unidos ha expandido su presencia militar
directa en la región a través de acuerdos formales e informales para establecer
sus bases militares en varios países, incluidos Perú, Guatemala, Honduras y,
por supuesto, Colombia, el principal socio estratégico del Pentágono en la
región. Estos y otros acuerdos permiten que EE.UU. utilice instalaciones
militares y otras instalaciones gubernamentales en varias partes de América
Latina como plataformas para el lanzamiento de operaciones de seguridad o la
realización de actividades de recopilación de información de inteligencia.
El resultado agregado de los programas de entrenamiento y de
utilización de bases militares por EE.UU., junto a otros acuerdos logísticos,
es la consolidación del control estratégico del Ejército estadounidense sobre
gran parte de la región. Mantener este control ha sido una prioridad para EE.UU.,
independientemente del Gobierno de turno.
Honduras (donde EE.UU. ha tenido cientos de tropas apostadas
desde principios de los años ochenta) ofrece una vívida ilustración de cómo una
relación de seguridad estratégica puede, desde el punto de vista del Gobierno
de EE.UU., tener prioridad sobre cualquier otra consideración. En junio de
2009, los comandantes entrenados por Estados Unidos llevaron a cabo un golpe
militar contra el presidente electo del país, Manuel Zelaya, quien, en su país,
había desarrollado estrechas relaciones con los movimientos que habían hecho
campaña contra la presencia militar estadounidense en Honduras y, a nivel
exterior, forjó una fuerte alianza con el Gobierno venezolano. Como se
describió anteriormente, Estados Unidos ayudó al golpe y luego aumentó la
asistencia de seguridad a Honduras, a pesar del aumento en abusos contra los
derechos humanos, incluyendo cientos de asesinatos de líderes sociales como la
difunta Berta Cáceres, cuyos asesinos incluyeron a exmilitares entrenados por EE.UU.
y a militares activos entrenados por EE.UU.
A fines de noviembre de 2017, el presidente en ejercicio de
derechas, Juan Orlando Hernández, fue declarado ganador de unas elecciones gravemente
dañadas por el fraude, tanto que incluso la Organización de los Estados
Americanos, alineada con Washington, pidió que se hicieran de nuevo. En las
semanas que siguieron, las protestas estallaron en todo el país y fueron
reprimidas violentamente por las fuerzas militares y policiales utilizando
munición real, lo que provocó decenas de muertes de manifestantes desarmados.
Sin inmutarse, el Departamento de Estado de EE.UU. reconoció el resultado de
las elecciones y continuó brindando una contundente asistencia a las fuerzas de
seguridad del país.
Con respecto a la agenda económica regional de EE.UU., Trump
se ha desviado bruscamente de las políticas de sus predecesores en algunos
aspectos, en particular con su decisión de renegociar el Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN). Negociado bajo George H.W. Bush,
aprobado por Clinton, y apoyado firmemente por George W. Bush y Obama, el TLCAN
ha sido promocionado como un acuerdo comercial modelo por gran parte del establishment
estadounidense (de forma muy parecida a como el Plan Colombia es visto como un
modelo de programa de seguridad). Los nacionalistas económicos cercanos a Trump
esperan reescribir el acuerdo de una manera que restaure las protecciones para
algunas industrias pesadas de EE.UU. y reduzca los llamados derechos de los
inversores, pero ellos enfrentan una férrea oposición de muchos miembros del
gabinete y de donantes de Trump, quienes representan los intereses de
corporaciones multinacionales y bancos de Wall Street.
Sin embargo, no hay indicios de que la camarilla de
nacionalistas económicos de Trump esté tratando de poner fin a los esfuerzos
para promover el neoliberalismo en toda la región, como ha venido haciendo el
Gobierno de EE.UU. desde finales de los años setenta. Estados Unidos continúa
desplegando una variedad de herramientas intrusivas para desarrollar políticas
que desplacen el control de los factores económicos de los Estados hacia el
sector privado, y que expandan la financiarización de las economías. Estas
políticas han sido una gran ayuda para las multinacionales estadounidenses y Wall
Street, pero no han logrado mejorar la vida de la mayoría de los
latinoamericanos.
El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras
instituciones financieras internacionales (IFIs) en las que EE.UU. ejerce un
control efectivo sobre sus políticas, continúan condicionando préstamos que
pueden llevar a ajustes monetarios y fiscales que paralizan la economía y
obligan a los Gobiernos a abandonar estrategias de desarrollo y políticas
industriales. Mientras tanto, los programas de ayuda económica de EE.UU. a
menudo debilitan aún más el rol económico del Estado mediante el apoyo a la
privatización de bienes y servicios públicos y mediante una “asistencia
técnica” que debilita los marcos regulatorios para atraer inversiones
extranjeras directas a cualquier costo.
En los años 80 y 90, América Latina experimentó estos
“ajustes estructurales” neoliberales más que cualquier otra parte del mundo, en
gran parte porque los Gobiernos requerían préstamos de las IFIs luego de la
crisis de la deuda de principios de los 80. El resultado fue el final de un
ciclo de desarrollo económico intenso para gran parte de la región y dos
décadas de un crecimiento en gran medida estancado, con indicadores sociales en
declive y la venta de servicios públicos.
A fines de la década del 90, los latinoamericanos ya estaban
hartos y comenzaron a elegir Gobiernos de izquierda que, en diversos grados, se
oponían al neoliberal “Consenso de Washington”. El resultado fue un período en
el que las políticas económicas heterodoxas, incluidas la expansión de los
programas de salud pública, educación y vivienda para los pobres y la
renacionalización de las industrias estratégicas, se implementaron en muchos
países, especialmente en América del Sur. Los resultados fueron en gran parte
muy positivos, con aumentos significativos en el crecimiento económico y una
reducción en los niveles de pobreza y desigualdad.
En los últimos años, la turbulencia económica (que se debe
en parte a la caída de los precios de los productos básicos y otros factores externos)
ha contribuido a que los actores de derecha neoliberales recuperen el poder.
Como se examinó anteriormente, las ofensivas antidemocráticas respaldadas por
Estados Unidos también han contribuido al cambio hacia la derecha. Como
resultado, la agenda económica neoliberal de EE.UU. vuelve a ser dominante en
la mayoría de América Latina. Sin embargo, el Gobierno de EE.UU. teme que la
región pueda escaparse de su control una vez más; y estos miedos pueden estar
bien fundados.
Por un lado, hay pocas ganas en la región de más reformas
neoliberales. Es interesante observar, por ejemplo, que se han producido
protestas masivas en tres países donde el FMI se ha involucrado recientemente
en la formulación de políticas económicas:Argentina, Haití y Nicaragua (aunque
en este último las protestas parecen haber recibido apoyo adicional de
entidades respaldadas por EE.UU.). En Brasil se están aplicando medidas
extremas de austeridad con el apoyo del FMI y el poderoso sector financiero, y
la popularidad del presidente no electo del país se ha reducido al 5 por
ciento.
En otras palabras, a pesar de los esforzados intentos del
Gobierno de Estados Unidos para mantener a la izquierda fuera del poder, es
probable que las elecciones favorezcan a los movimientos antineoliberales en el
largo plazo. Aunque el riesgo de un retorno a los regímenes dictatoriales ya no
es una posibilidad descabellada, particularmente si se consideran los
acontecimientos recientes en lugares como Brasil (donde un popular expresidente
ha sido encarcelado por cargos no comprobados) u Honduras (donde Estados Unidos
apoyó una reelección fraudulenta e inconstitucional).
Pero el actual Gobierno de EE.UU. tiene más de qué
preocuparse que por simples elecciones democráticas. Cuando Tillerson habló de
la necesidad de “protegerse contra poderes lejanos”, no estaba hablando de
manera abstracta; se estaba refiriendo principalmente a China, a la que acusó
de “utilizar instrumentos de liderazgo económico para llevar a la región hacia
su órbita”. La Estrategia de Seguridad Nacional 2017 de la Casa Blanca utiliza
un lenguaje similar para describir a la “amenaza” china, al igual que los
miembros del Congreso de los dos principales partidos.
Lo que todos parecen temer es el creciente predominio
económico de China en América Latina. El comercio total entre China y América
Latina ha pasado de $12 mil millones en 2000 a casi $280 mil millones en 2017.
China también se ha convertido en un importante inversor en la región, y sus
líneas de crédito, principalmente para proyectos de energía e infraestructura,
ahora superan a las financiaciones del Banco Mundial y del Banco Interamericano
de Desarrollo en conjunto.
Tillerson y otros funcionarios advirtieron que China está
promoviendo un nefasto “modelo de desarrollo liderado por el Estado”, mientras
que la NED publicó recientemente un informe advirtiendo que China está
capitalizando “su fortaleza económica para aumentar su influencia política en
toda la región”. En realidad, no hay evidencia que sugiera que China no está
cumpliendo con su política de no intervención en los asuntos internos de otros
países. Al contrario de las prácticas crediticias del FMI, del Banco Mundial y
de otras IFIs respaldadas por Estados Unidos, el financiamiento chino no está
condicionado a la aplicación de políticas económicas ortodoxas (o de la
cualquier otra política macroeconómica) por parte de los Gobiernos.
Desde la perspectiva de los principales responsables
políticos de Estados Unidos, de hecho, este es el problema. China, al no
imponer condiciones políticas en sus transacciones comerciales y financieras,
proporciona a sus socios latinoamericanos el espacio para que desarrollen sus
propias alternativas económicas y políticas, incluidas las medidas “lideradas
por el Estado” que chocan con la agenda de EE.UU. Aunque las declaraciones de
los funcionarios estadounidenses suenan cada vez más intimidatorias frente a la
“amenaza” china en América Latina (recientemente con intensos ataques contra el
Gobierno de El Salvador después de su decisión de romper relaciones con Taiwán
y normalizar las relaciones con Beijing), es poco lo que realmente pueden hacer
para detener el avance inexorable de China en la región.
Gran parte de la agenda agresiva e intervencionista de Trump
en América Latina, al igual que las similares agendas de sus predecesores, no
genera controversia dentro de la corriente dominante de Estados Unidos (salvo
la demanda de un muro fronterizo pagado por México y algunos otros
pronunciamientos escandalosos). Durante muchas décadas, la mayoría de la élite
de la política exterior del país ha aceptado silenciosamente la idea de que
Estados Unidos debe mantener una influencia política, militar y económica
hegemónica en la región. Incluso los liberales John Mersheimer y Stephen Walt,
expertos en relaciones internacionales (quienes adoptan la noción de un mundo
multipolar) han argumentado que “preservar el dominio estadounidense en el
Hemisferio Occidental” es “lo que realmente importa”. Para muchos, se trata de
asegurar la credibilidad internacional de Estados Unidos como una
superpotencia.
Pero indudablemente la resistencia latinoamericana a la
agenda regional de EE.UU. continuará, impulsada por el declive relativo de
Estados Unidos como potencia económica, junto con el inevitable
antiamericanismo generado por las payasadas xenófobas de Trump. La última señal
de resistencia proviene de México, donde décadas de neoliberalismo y una
fallida y devastadora guerra contra las drogas apoyada por Estados Unidos
impulsaron la victoria arrolladora de un candidato de izquierda por primera vez
en la historia contemporánea del país. En un momento en que la mayoría de los
Gobiernos de la región están comprometidos con Washington, la notable
transformación política en curso justo al sur de la frontera con Estados Unidos
brinda un rayo de esperanza para los pueblos de América Latina y su búsqueda de
una verdadera independencia.
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