La globalización implica acabar las restricciones en cuatro campos fundamentales: el intercambio de mercancías, la inversión extranjera, la migración de personas y la imposición de una visión cultural al planeta. En la Edad Contemporánea se habla de dos momentos o globalizaciones en las que ello ha ocurrido, la de 1870 a 1929 y la actual, iniciada en 1990.
Economista, profesor universitario e investigador
La
globalización implica acabar las restricciones en cuatro campos fundamentales:
el intercambio de mercancías, la inversión extranjera, la migración de personas
y la imposición de una visión cultural al planeta. En la Edad Contemporánea se
habla de dos momentos o globalizaciones en las que ello ha ocurrido, la de 1870
a 1929 y la actual, iniciada en 1990.
Algo de historia
La
globalización se vendió al planeta como la forma adecuada para lograr tanto el
desarrollo de los países, como el mejoramiento de las condiciones de vida de
los nacionales de cada país. Fue una nueva teoría sobre la forma de
enriquecimiento de las naciones, que de paso echaba por la borda la teoría de Adam
Smith sobre el papel central que en esos procesos juega el mercado interno
según se lee en su obra la Riqueza de las Naciones.
No
sobra recordar que Marx advirtió sobre los efectos nefastos del comercio
internacional en una muy sintética frase en el Discurso sobre el librecambio:
“Nada de extraño tiene que los
librecambistas sean incapaces de comprender cómo un país puede enriquecerse a
costa de otro, pues estos mismos señores tampoco quieren comprender cómo en el
interior de un país una clase puede enriquecerse a costa de otra”.
La
historiografía burguesa nunca reparó en que la primera globalización llevó a la
Guerra Mundial de 1914-18, como consecuencia del reparto de los mercados, como
sí lo advirtiera Lenin. Tampoco quiso aceptar que la Crisis de 1929, que puso
la lápida a esa etapa, fue el último eslabón de la pérdida de control sobre el
flujo de capitales de las potencias sobre los cuatro costados del planeta. La
codicia rompió el saco en un lapso de unos sesenta años.
Hacia
mediados del siglo pasado algunos economistas de la burguesía, entre otros
Samuelson y Stolper plantearon que el comercio internacional no es una
actividad en la cual todos los habitantes de un país ganen. Puede agregarse que
por ese camino puede haber países netamente perdedores.
Sin
embargo los planteamientos de los economistas no fueron atendidos, entre otras
razones porque fueron hechos en medio de un auge económico sin precedentes
vivido durante dos décadas posteriores a la II Guerra Mundial que acalló a los
economistas críticos y obnubiló al resto. Se pasó por alto analizar que esa
Edad de Oro del capitalismo ‒como se llamó al período de 1950 a 1970‒ ocurrió
por cuenta de otro motor, el principalísimo papel que jugó el Estado en buena
parte de los países del planeta, auspiciado por el keynesiano, que promovió el
desarrollo y fortalecimiento de los mercados internos en una vuelta no
reconocida a la afirmación primaria de Adam Smith.
Comenzando
los años 1990 y como efecto de la finalización de la Guerra Fría el planeta
entró en una nueva etapa de globalización, jalonada por EE.UU. y Japón, que
junto a otro puñado de potencias de Europa se unieron para fundar en 1995 la
Organización Mundial del Comercio, OMC, obligando a que todos los países se
afiliaran, por las buenas o por las malas, hasta a la muy renuente China que
ingresó en 2001.
Como
queda anotado, la primera globalización tuvo su estocada en 1929, sesenta años
después de iniciada. La actual, que se inicia con la caída del Muro de Berlín
en 1989, tuvo la suya apenas vente años después, en el 2008. Aunque en las magnitudes
de la historia aun es muy temprano poder afirmar que allí se puso la lápida a
esta globalización, hay varios hechos que merecen ser mencionados.
Un
análisis teórico a la luz del Teorema Samuelson Stolper plantea que hay dos
factores que pueden afectarse o beneficiarse con el comercio: el capital y el
trabajo[1].
En ciertas circunstancias puede ocurrir que todo el capital y todo el trabajo
de un país pueda ganar pero también que ambos pierdan, con una amplia gama de
posibilidades intermedias, pues por ejemplo no es la misma suerte la de los
obreros calificados que la de los no calificados, o la de los grandes
capitalistas puede ser diferente a la de los pequeños capitalistas.
Trump: Antiglobalización de derecha
Un
adecuado punto de partida es identificar las características de uno de países
cuyo gobierno se ha puesto a la cabeza de la lucha contra la globalización, EE.UU.
Trump
montó parte importante de su campaña electoral en la consigna de devolver a su
país las fábricas que se han ido para Asia o México y de abolir o replantear
los tratados comerciales, para hacer a EE.UU. “grande de nuevo”. Un sector de
capitalistas gringos en la actual globalización fue convirtiéndose en perdedor
neto por cuenta de la creciente competencia de sus pares asiáticos (chinos,
japoneses, coreanos, entre otros), lo que los llevó a la quiebra y al cierre de
sus factorías, en particular en la región nororiental del país, mientras otro
sector, el de las nuevas tecnologías, establecido sobre todo en la costa
pacífica, ha sido ganador. El sector financiero también tiene su particular
dinámica dependiendo de quiénes son sus clientes, si los quebrados industriales
del nororiente o los pujantes del pacífico. En cuanto a la clase obrera, su
suerte está determinada por tres circunstancias: al sector industrial donde
trabaja, el nivel de calificación y el grado de sindicalización que tenga el
sector[2].
Lo
de bulto es que casi todos los trabajadores de ese país son perdedores por el comercio.
Entre los capitalistas los monopolios han sido ganadores, no solo a costa del
resto del mundo sino de sus propios trabajadores y pequeños empresarios. Así
las cosas hay un creciente y posiblemente mayoritario sector de perdedores que
de ganadores analizando las cifras de salarios, comercio exterior industrial,
mano de obra por sectores, por ejemplo.
El
análisis de las variantes de ganadores y perdedores arroja una lista de
peticiones de cada uno de ellos. Infortunadamente el descontento real de amplios
sectores populares y empresariales gringos no pudo ser capitalizado por la
izquierda o la socialdemocracia de ese país, sobre todo a causa de la
propaganda de desprestigio y de miedo desatada contra el candidato del partido
Demócrata, Sanders, orquestado aun desde sus propias filas.
El
triunfo de Trump pasó por prometer de manera segmentada a cada sector
económico, social y geográfico su propia y particular lista de ofertas, así
fueran incompatibles unas con otras si se mira el panorama general. De ahí que
muchos analistas coincidan en etiquetarlo de populista.
A
los problemas reales de amplios sectores Trump sumó otros inexistentes para
lograr movilizar votantes, como los imaginarios efectos negativos del sistema
de salud adoptado por Obama, o los riesgos para la familia de una deletérea
supuesta ideología de género, en un país donde la familia tradicional solo
existe en las películas, o el efecto de los mexicanos en el desempleo en un
país que tiene la tasa más baja entre las potencias.
El renacimiento del fascismo en Europa
El
análisis sobre la situación de EE.UU. puede repetirse para casi toda Europa,
con una importante variante, la relativa al gran peso que ha tenido el estado
de bienestar en los europeos, con lo que los efectos de la globalización en el
bienestar hayan sido atenuados. En consecuencia la salud, la educación, las
pensiones y los salarios no se han deteriorado al nivel de los trabajadores
gringos. Solo cuando la crisis llegó a Europa y se ensañó contra las economías
más golpeadas por el proceso de creación de la Unión Europea (España, Portugal
y Grecia, principalmente) y se les obligó a recortar los beneficios sociales,
la situación se hizo insoportable para el grueso de los habitantes.
Por
condiciones y dinámicas que merecen otro artículo, en estos tres países el
descontento no fue canalizado por sectores retardatarios y derechistas, sino
por socialdemócratas o de izquierda, a diferencia de Polonia, Hungría o una
parte de Alemania donde la inconformidad ha sido capitalizada por la derecha
que ha incluido en su programa político un nuevo componente, la amenaza de que
los emigrantes usen el sistema de bienestar social y terminen llevándolo a la
quiebra en perjuicio de los nacionales. Esta mentira ha permitido que en estos
países florezca la antiglobalización con un sello marcadamente derechista,
xenófobo, de raíces fascistas como ocurrió a partir de 1920.
Para
toda Europa juega otra característica diferenciadora frente a EE.UU.: el papel
de la Unión Europea en la defensa de la producción de sus industriales a través
de subsidios para que no saquen sus factorías de Europa. Ello no ha sido cien
por ciento efectivo pero en los países centrales de la Unión, Francia y
Alemania, es evidente su positivo resultado.
Debe
notarse en consecuencia que a diferencia de EE.UU. en Europa la plataforma
antiglobalización no hace referencia a problemas industriales sino en casos muy
específicos (algunos ejemplos en Gran Bretaña como la salida de empresas
emblemáticas como la Rolls Royce) mientras que el gran peso está en las altas
tasas de desempleo y en los supuestos pero inexistentes efectos de los
inmigrantes en la merma de los subsidios a los nacionales.
¿Cuándo fue grande América Latina?
América
Latina (junto a África y parte del sudeste asiático) ha sido la gran perdedora
en las globalizaciones. Volviendo al análisis centrado en los dos factores,
capital y trabajo, ambos fueron empobrecidos. El incipiente capitalismo
nacional que existió en estas tierras gracias a la política keynesiana anterior
a 1980 fue arruinado durante la década de 1980 y lo que sobrevivió fue
aniquilado casi del todo con el Consenso de Washington. Por su parte, la
situación de los trabajadores ha sido de agravamiento continuado pues se impuso
como doctrina económica que la forma de resistir los embates del comercio
internacional es venderse barato para poder competir, o sea reducir los
salarios más y más.
Como
tenía que ser, el descontento fue capitalizado en buena parte de la región por
los partidos y movimientos de centro izquierda que conformaron los llamados Vientos
del Sur. Su primer triunfo fue haber obtenido el gobierno en feroz y desigual
pelea contra la derecha en doce países de la región. Pero tres factores dieron
al traste con los logros. En primer lugar, el efecto de la crisis gringa y
europea en estas tierras que se tradujo en la falta de recursos para seguir con
los avances sociales y económicos. En segundo, la feroz arremetida de la
derecha gringa, notable desde el último tercio del gobierno de Obama, tumbando
por las vías “legales” a varios gobernantes. Y los errores derivados de la
inexperiencia de los gobiernos de los Vientos del Sur.
La
arremetida de la derecha por obvias razones no podía basarse en la situación de
los trabajadores ni sobre la ruina de los capitales nacionales, ni sobre la
necesidad de ciertos niveles arancelarios y tratados equitativos, ni denunciando
las artes subterráneas gringas para desestabilizar la región. Por eso se
edificó sobre supuestos e imaginarios problemas como lo ponen de presente la
campaña de Bolsonaro en Brasil: el peligro de un inexistente socialismo
impulsado por el castrochavismo, la desaparición de la ya agonizante familia
cristiana por cuenta de los homosexuales y la ideología de género, la lucha
contra la corrupción encabezada por un probado corrupto como Temer en Brasil. Es
el llamado a retornar a un pasado mejor en países que nunca lo han tenido y si
lo fue en algo, ocurrió bajo un modelo económico, la industrialización guiada
por el Estado, de la cual esta nueva derecha reniega para mostrar como ejemplo
al Chile de Pinochet, ejemplo que día a día es desenmascarado como una estafa
de los estadígrafos[3].
Al
igual de lo que ocurre con el populismo de derecha en EE.UU. y Europa, en
América Latina propone un listado de ofertas incompatibles entre sí e incapaces
de resolver la crisis. Y ante la tozudez de los hechos esta derecha no tiene
otra opción que recurrir a la más despiadada violencia no bien asume el poder
para intentar controlar la creciente inconformidad.
[1] El
muy sugerente texto de Dani Rodrik, Populismo y la economía de la globalización
(NBER Working Paper No. 23559, junio de 2017) arroja importantes luces sobre el
efecto político de la globalización.
[2]
Paul Krugman en Después de Bush. El fin de los “neocons” y la hora de los
demócratas (Barcelona: Crítica, 2008), analiza la situación de los obreros
estadounidenses con estas variables.
[3] En
los años siguientes a las reformas de Pinochet (ideadas por Friedman y sus
Chicago Boys), Chile tuvo la segunda más baja tasa de crecimiento en América
Latina. Las quiebras eran diarias, la producción cayó un 15%, el desempleo
sobrepasó el 20%, los salarios cayeron 35%, la corrupción se disparó a través
de la privatización de las empresas, enriqueciendo al dictador, el promedio de
crecimiento durante los años del gobierno de Pinochet fue menos del 2%,
inferior a todo lo visto cuando se restauró la democracia, la pobreza se
extendió al 40% de la población. El real milagro chileno ocurrió con la llegada
de la izquierda que logró poner a Chile a la cabeza del desarrollo regional (https://newrepublic.com/article/116799/egypt-does-not-need-pinochet.
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