Por Marcelo Torres
Me
estremeció, como el impacto recibido de frente por una ola de mar de las que
derriban, la noticia de que Álvaro, según me comunicaba a través de su teléfono
celular su esposa Raquel, había fallecido aquella misma mañana. Nunca estamos
del todo preparados para la muerte, por más que hayamos racionalizado su noción
con la categoría de lo normal e inevitable. Sabía que una dolencia terrible abatía
a mi viejo y querido amigo, así lo revelaba el escueto mensaje que me dejó en
el WhatsApp y luego la concisa relación que me hizo de la misma cuando hablamos
por teléfono. Le practicarían una delicada intervención quirúrgica al día
siguiente. Fue la última vez que hablamos. Después me percaté, por lo que me contaron
varios antiguos conocidos, ex condiscípulos suyos y míos, que esa conversación,
con ellos y conmigo, hacía parte de su amistosa y final ronda de despedida.
Álvaro
Morales Ordosgoitia fue un estudiante de secundaria muy popular entre sus
compañeros de curso cuando lo conocí ─por allá en nuestra remota adolescencia─
en el colegio público donde estudiamos en Magangué, de donde era oriundo. Fue
en nuestros días de universitarios cuando pude conocerlo de cerca y entablar
una relación de amistad de toda la vida. Poseía un temperamento fogoso y recio
─que algunos confundían con arrogancia─, alejado de medias tintas, pero siempre
jovial que solía encontrarle el lado jocoso a los más espinosos entuertos. Soplaban
vientos de rebelión social en el continente y en el mundo y creíamos que la
revolución era inminente en nuestro país. Sociología de la Universidad
Nacional, donde estudiábamos, era un hervidero, verdadero epicentro en el que
se entrecruzaban aquellas tendencias. El libro rojo de Mao y la Segunda Declaración
de La Habana marcaban la pauta en la política de izquierda, tanto como Ricardo
Rey, Los Beatles y Serrat en la música de la época. Álvaro nos acompañó en la
organización de un grupo universitario y luego, tras innumerables intercambios
con Francisco Mosquera, el líder y fundador del PTC al que ingresamos, para
contribuir en la conformación de su ala juvenil que llamamos Juventud
Patriótica. Cierto que Álvaro mostró siempre una inclinación, más que por la
política dura y pura, una vocación irresistible por el mundo académico, la
elaboración de tipologías sociales y la docencia. Gracias al profundo influjo
que ejerció sobre nosotros un maestro de las ciencias sociales como Darío Mesa,
Álvaro se interesó notablemente por la problemática del método científico de
conocimiento e investigación. Que se convirtió en un impulso de largo aliento
en su actividad como docente universitario.
Álvaro
Morales formó parte de esa hornada de hombres y mujeres, dirigentes políticos,
académicos, artistas e intelectuales que recibieron su bautismo de fuego en la
turbulencia de grandes y espectaculares movilizaciones juveniles, obreras y
campesinas. Siempre combinó su actividad docente con la participación en las
tareas electorales y manifestaciones callejeras. En Tuluá, donde residía desde
hace tiempos, acompañó con constancia a nuestro compañero Jorge Santos Núñez.
De su recorrido por Europa y por Rusia, alcanzó a decirme, nos deja sus
impresiones de viajero curtido por la experiencia de su país, Colombia, uno de
los más violentos del mundo, con el análisis de su sobrio intelecto. Raquel, su
esposa, y sus hijos, a quienes doy a distancia mi abrazo de condolencia,
evocarán con orgullo la vida compartida con un hombre como Álvaro. Se ha ido,
pero lo llevaremos siempre en el corazón. Un digno exponente de la generación
del 71. Como me dijo un entrañable amigo suyo, Juan Arango, ex integrante del
único cogobierno que ha tenido la Universidad Nacional, “Es que nos estamos
yendo”. Pero no hemos vivido en vano, le respondí, para quitarle trascendencia
al inevitable asunto.
Bogotá, 10 de julio de
2020
Álvaro Morales con amigos. |
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